Luego me sentí mejor. Miré mi reloj; eran las 11:00 p.m. Me dormí de nuevo y a la una de la tarde siguiente creí ser otra vez yo mismo.
Don Juan me preguntó repetidamente cómo me sentía. Yo tenía la sensación de hallarme distraído. No podía concentrarme realmente. Caminé un rato por la casa, bajo el escrutinio atento de don Juan. Me seguía a todas partes. Sentí que no había nada que hacer y volví a dormirme. Desperté al atardecer, muy mejorado. En torno mío hallé muchas hojas aplastadas. De hecho, desperté bocabajo encima de un montón de hojas. Su olor era muy fuerte. Recuerdo haber cobrado conciencia de aquel olor antes de despertar por entero.
Fui atrás de la casa y hallé a don Juan sentado junto a la zanja de irrigación. Al ver que me acercaba, hizo gestos frenéticos para detenerme y hacerme volver a la casa.
– ¡Corre para adentro! -gritó.
Entré corriendo en la casa y él llegó un instante después.
– No me sigas nunca -dijo-. Si quieres verme espérame aquí.
Me disculpé. El me dijo que no me desperdiciara en disculpas tontas que no tenían el poder de cancelar mis actos. Dijo que había tenido muchas dificultades para regresarme y que había estado intercediendo por mí ante el agua.
– Ahora tenemos que correr el riesgo y lavarte en el agua -dijo.
Le aseguré que me sentía muy bien. El se quedó largo rato mirándome a los ojos.
– Ven conmigo -dijo-. Voy a meterte en el agua.
– Estoy muy bien -dije-. Mire, estoy tomando notas.
Me jaló de mi petate con fuerza considerable.
– ¡No te entregues! -dijo-. Cuando menos lo pienses vas a quedarte dormido otra vez. A lo mejor esta vez ya no podré despertarte.
Corrimos a la parte trasera de su casa. Antes de que llegáramos al agua me dijo, en un tono de lo más dramático, que cerrara bien los ojos y no los abriera hasta que él lo indicase. Me dijo que si miraba el agua, aun por un instante, podría morir. Me llevó de la mano y me echó de cabeza en el canal de riego.
Conservé los ojos cerrados mientras él me sumergía y me sacaba del agua; esto duró horas. Experimenté un cambio notable. Lo que había de mal en mi antes de entrar en el agua era tan sutil que no lo noté hasta comparar ese estado con el sentimiento de bienestar y claridad que tuve mientras don Juan me hizo permanecer en la zanja.
El agua se metió en mi nariz y empecé a estornudar. Don Juan me sacó y me llevó, sin dejarme abrir los ojos, hasta la casa. Me hizo cambiarme de ropa y luego me guió a su cuarto, me condujo a sentarme en mi petate, dispuso la dirección de mi cuerpo y me dijo que abriera los ojos. Los abrí, y lo que vi me hizo saltar hacia atrás y agarrarme de su pierna. Experimenté un momento tremendamente confuso. Don Juan me golpeó con los nudillos en la parte más alta de la cabeza. Fue un golpe rápido, no duro ni doloroso, sino más bien como un choque.
– ¿Qué pasa contigo? ¿Qué viste? -preguntó.
Al abrir los ojos yo había visto la misma escena que observé antes. Había visto al mismo hombre. Pero esta vez se hallaba casi tocándome. Vi su rostro. Había en él cierto aire de familiaridad. Casi supe quién era. La escena se desvaneció cuando don Juan me pegó en la cabeza.
Alcé los ojos a don Juan. Tenía la mano lista para pegarme de nuevo. Riendo, preguntó si quería yo otro coscorrón. Solté su pierna y me relajé sobre mi petate. Me ordenó mirar directamente hacia adelante y por ningún motivo volverme en dirección del agua atrás de su casa.
Hasta entonces advertí que el cuarto estaba en tinieblas. Por un instante no estuve seguro de tener abiertos los ojos. Los toqué para asegurarme. Llamé a don Juan en voz alta y le dije que algo andaba mal con mis ojos; no podía yo ver nada, cuando un momento antes lo había visto dispuesto a pegarme. Oí su risa a la derecha, sobre mi cabeza, y luego encendió su linterna de petróleo. Mis ojos se adaptaron a la luz en cuestión de segundos. Todo estaba como siempre: las paredes de ramas y argamasa y las raíces medicinales secas, extrañamente contrahechas, que colgaban de ellas; el techo de paja; la linterna de petróleo colgada de una viga. Yo había visto la habitación cientos de veces, pero ahora sentí que había algo único en ella y en mí mismo. Esta era la primera vez que yo no creía en la "realidad" definitiva de mi percepción. Había estado acercándome con cautela hacia tal sentimiento, y acaso lo había intelectualizado en diversas ocasiones, pero jamás me había hallado al borde de la duda seria. Ahora, sin embargo, no creí que el cuarto fuera "real", y por un momento tuve la extraña sensación de que se trataba de una escena que desaparecería si don Juan me golpeaba la cabeza con los nudillos. Empecé a temblar sin tener frío. Espasmos nerviosos recorrían mi espina. Sentía la cabeza pesada, sobe todo en la zona directamente encima de la nuca.
Me quejé de no sentirme bien y dije a don Juan lo que había visto. El se rió de mí, diciendo que sucumbir al susto era una entrega miserable.
– Estás asustado sin tener miedo -dijo-. Viste al aliado que te miraba, gran cosa. Espera a tenerlo cara a cara antes de cagarte en los calzones.
Me indicó levantarme y caminar hacia mi coche sin volverme en dirección del agua, y esperarlo mientras traía una soga y una pala. Me hizo manejar hasta un sitio donde habíamos hallado un tocón de árbol. Nos pusimos a cavar para sacarlo. Trabajé terriblemente duro horas enteras. No sacamos el tocón, pero me sentí mucho mejor. Regresamos a la casa y comimos y las cosas eran de nuevo perfectamente "reales" y comunes.
– ¿Qué me sucedió? -pregunté-. ¿Qué hice ayer?
– Me fumaste y luego fumaste un aliado -dijo él.
– ¿Cómo dijo?
Don Juan rió y dijo que al rato iba yo a exigirle contar todo desde el principio.
– Me fumaste -repitió-. Me miraste a la cara, a los ojos. Viste las luces que marcan la cara de un hombre. Yo soy brujo: tú viste eso en mis ojos. Pero no lo sabías, porque ésta es la primera vez que lo haces. Los ojos de los hombres no son todos iguales. Pronto lo descubrirás. Luego fumaste un aliado.
– ¿Dice usted el hombre en el campo?
– No era hombre, era un aliado que te hacía señas.
– ¿A dónde fuimos? ¿Dónde estábamos cuando vi a ese hombre, digo, a ese aliado?
Don Juan señaló con la barbilla un área frente a su casa y dijo que me había llevado a lo alto de un cerrito. Dije que el paisaje que observé no tenía nada en común con el desierto de chaparrales alrededor de su casa, y repuso que el aliado que me había "hecho señas" no era de los alrededores.
– ¿De dónde es?
– Te llevaré allí muy pronto.
– ¿Qué significa mi visión?
– Estabas aprendiendo a ver, eso era todo; pero ahora se te están cayendo los calzones porque te entregas; te has abandonado a tu susto. Capaz sería bueno que describieras todo cuanto viste.
Cuando empecé a describir la apariencia que su propio rostro me había presentado, me detuvo y dijo que eso no tenía ninguna importancia. Le dije que casi lo había visto como un "huevo luminoso". Respondió que "casi" no era suficiente, y que ver me llevaría mucho tiempo y esfuerzo.
Le interesaban la escena del campo labrado y todos los detalles que pudiera yo recordar del hombre.
– Ese aliado te estaba haciendo señas -dijo-. Cuando vino hacia ti y yo te moví la cabeza, no fue porque te estuviera poniendo en peligro sino porque es mejor esperar. Tú no tienes prisa. Un guerrero nunca está ocioso ni tiene prisa. Encontrarse con un aliado sin estar preparado es como atacar a un león a pedos.
Me gustó la metáfora. Compartimos un delicioso momento de risa.
– ¿Qué habría pasado si usted no me mueve la cabeza?
– Habrías tenido que moverla solo.
– ¿Y si no lo hacía?
– El aliado habría llegado hasta ti y te habría dado un buen susto. Si hubieras estado solo, habría podido matarte. No es aconsejable que estés sólo en las montañas o en el desierto hasta que puedas defenderte. Un aliado podría agarrarte allí solo y hacerte picadillo.