– ¿Qué significado tenían sus acciones?
– Al mirarte quería decir que te da la bienvenida. Te enseñó que necesitas un cazador de espíritus y un morral, pero no de estos rumbos; su bolsa era de otra parte del país. Tienes en tu camino tres piedras de tropiezo que te detienen; eran las peñas. Y, definitivamente, vas a sacar tus mejores poderes de cañadas y barrancas; el aliado te señaló la barranca. El resto de la escena era para ayudarte a localizar el sitio exacto donde encontrarlo. Ya sé dónde está ese sitio. Te llevaré allí muy pronto.
– ¿Quiere usted decir que el paisaje que vi existe realmente?
– Por supuesto.
– ¿Dónde?
– No te lo puedo decir.
– ¿Cómo hallaría yo ese sitio?
– Tampoco puedo decírtelo, y no porque no quiera sino porque sencillamente no sé cómo decírtelo.
Quise saber el significado de haber visto la misma escena estando en la casa. Don Juan rió e imitó la forma en que me había asido a su pierna.
– Era una reafirmación de que el aliado te quiere -dijo-. Ese era su modo de hacernos saber sin lugar a dudas de que te daba la bienvenida.
– ¿Y el rostro que vi?
– Su rostro te es familiar porque lo conoces. Lo has visto antes. Quizás es el rostro de tu muerte. Te asustaste, pero eso fue descuido tuyo. El te esperaba, y cuando se mostró sucumbiste al susto. Por suerte yo estaba allí para pegarte; si no, él se habría vuelto en tu contra, y merecido lo tenías. Para tener un aliado, hay que ser un guerrero sin mancha, o el aliado puede volverse contra uno y destruirlo.
Don Juan me disuadió de volver a Los Ángeles la mañana siguiente. Al parecer, pensaba que aún no me había recuperado por completo. Insistió en que me sentara en su cuarto, mirando al sureste, con el fin de preservar mi fuerza. Se sentó a mi izquierda, me entregó mi cuaderno y dijo que esta vez yo lo tenía agarrado: no sólo debía quedarse conmigo, sino también hablar conmigo.
– Tengo que llevarte otra vez al agua al anochecer -dijo-. Todavía no estás macizo y no deberías quedarte solo hoy. Te haré compañía toda la mañana; en la tarde estarás mejor.
Su preocupación me puso muy aprensivo.
– ¿Qué anda mal conmigo? -pregunté.
– Topaste un aliado.
– ¿Qué quiere usted decir con eso?
– No debemos hablar hoy de aliados. Hablemos de cualquier otra cosa.
Yo no tenía en realidad ningún deseo de hablar. Había empezado a sentirme ansioso e inquieto. A don Juan, al parecer, la situación le resultaba totalmente ridícula; rió hasta que se le saltaron las lágrimas.
– No me salgas con que, ahora que deberías hablar, no vas a hallar nada que decir -dijo, sus ojos brillando con malicia. Su humor era muy reconfortante.
Un solo tema me interesaba en ese momento: el aliado. Qué familiar su rostro; no era como si yo lo conociese o lo hubiera visto antes. Era otra cosa. Cada vez que empezaba a pensar en ese rostro, mi mente experimentaba un bombardeo de pensamientos ajenos, como si alguna parte de mí mismo conociera el secreto pero no permitiese que el resto de mí se le acercara. La sensación de que el rostro del aliado era familiar resultaba tan extraña que me había forzado a un estado de melancolía mórbida. Don Juan había dicho que podía ser el rostro de mi muerte. Creo que esa frase me tenía sujeto. Quería desesperadamente preguntar acerca de ella y sentía con claridad que don Juan estaba conteniéndome. Llené los pulmones un par de veces y acabé preguntando.
– ¿Qué es la muerte, don Juan?
– No sé -dijo él, sonriendo.
– Quiero decir, ¿cómo describiría usted la muerte? Quiero sus opiniones. Creo que todo el mundo tiene opiniones definidas acerca de la muerte.
– No sé de qué estás hablando.
Yo tenía el Libro tibetano de los muertos en la cajuela de mi coche. Se me ocurrió usarlo como tema de conversación, ya que trataba de la muerte. Dije que iba a leérselo e hice por levantarme. Don Juan me indicó permanecer sentado y fue él por el libro.
– La mañana es mala hora para los brujos -dijo para explicar el que yo debiera estarme quieto-. Estás demasiado débil para salir de mi cuarto. Aquí adentro estás protegido. Si ahora te echaras a andar, lo más probable es que hallaras un desastre terrible. Un aliado podría matarte en el camino o en el matorral, y luego, cuando encontraran tu cuerpo, dirían que moriste misteriosamente o que tuviste un accidente.
Yo no estaba en posición ni de humor para poner en duda sus decisiones, así que me estuve quieto casi toda la mañana, leyéndole y explicándole algunas partes del libro. Escuchó con atención, sin interrumpirme para nada. Dos veces tuve que parar durante periodos cortos, mientras él traía agua y comida, pero apenas quedaba desocupado nuevamente me urgía a continuar la lectura. Parecía muy interesado.
Cuando terminé, don Juan me miró.
– No entiendo por qué esa gente habla de la muerte como si la muerte fuera como la vida -dijo con suavidad.
– A lo mejor así lo entienden ellos. ¿Piensa usted que los tibetanos ven?
– Difícilmente. Cuando uno aprende a ver, ni una sola de las cosas que conoce prevalece. Ni una sola. Si los tibetanos vieran, sabrían de inmediato que ninguna cosa es ya la misma. Una vez que vemos, nada es conocido; nada permanece como solíamos conocerlo cuando no veíamos.
– Quizá, don Juan, ver no sea lo mismo para todos.
– Cierto. No es lo mismo. Pero eso no significa que prevalezcan los significados de la vida. Cuando uno aprende a ver, ni una sola cosa es la misma.
– Los tibetanos piensan, obviamente, que la muerte es como la vida. ¿Cómo piensa usted que sea la muerte? -pregunté.
– Yo no pienso que la muerte sea como nada, y creo que los tibetanos han de estar hablando de otra cosa. En todo caso, no están hablando de la muerte.
– ¿De qué cree usted que estén hablando?
– A lo mejor tú puedes decírmelo. Tú eres el que lee.
Traté de decir algo más, pero él empezó a reír.
– Acaso los tibetanos de veras ven -prosiguió don Juan-, en cuyo caso deben haberse dado cuenta de que lo que ven no tiene ningún sentido y entonces escribieron esa porquería porque todo les da igual, en cuyo caso lo que escribieron no es porquería de ninguna clase.
– En realidad no me importa lo que los tibetanos digan -le dije-, pero sí me importa mucho lo que diga usted. Me gustaría oír qué piensa usted de la muerte.
Se me quedó viendo un instante y luego soltó una risita. Abrió los ojos y alzó las cejas en un gesto cómico de sorpresa.
– La muerte es un remolino -dijo-. La muerte es el rostro del aliado; la muerte es una nube brillante en el horizonte; la muerte es el susurro de Mescalito en tus oídos; la muerte es la boca desdentada del guardián; la muerte es Genaro sentado de cabeza; la muerte soy yo hablando; la muerte son tú y tu cuaderno; la muerte no es nada. ¡Nada! Está aquí pero no está aquí en todo caso.
Don Juan rió con gran deleite. Su risa era como una canción; tenía una especie de ritmo de danza.
– Mis palabras no tienen sentido, ¿eh? -dijo don Juan-. No puedo decirte cómo es la muerte. Pero quizá podría hablarte de tu propia muerte. No hay manera de saber cómo será de cierto, pero sí podría decirte cómo sea tal vez.
En ese punto me asusté y repuse que yo sólo quería saber lo que la muerte parecía ser para él; recalqué que me interesaban sus opiniones sobre la muerte en un sentido general, pero no buscaba enterarme en detalle de la muerte personal de nadie, y menos de la mía.
– Yo nada más puedo hablar de la muerte en términos personales -dijo él-. Tú querías que te hablara de la muerte. ¡Muy bien! Entonces no tengas miedo de oír tu propia muerte.