Admití que me hallaba demasiado nervioso para hablar de ella. Dije que deseaba hablar de la muerte en términos generales, como él mismo había hecho la vez que me contó que al momento de la muerte de su hijo Eulalio la vida y la muerte se mezclaron como una niebla de cristales.
– Te dije que la vida de mi hijo se expandió a la hora de su muerte personal -repuso-. Yo no hablaba de la muerte en general, sino de la muerte de mi hijo. La muerte, sea lo que sea, hizo expandir su vida.
Yo quería a toda costa sacar la conversación del terreno de lo particular, y mencioné que había estado leyendo relatos de gente que murió varios minutos y fue revivida a través de técnicas médicas. En todos los casos que leí, las personas involucradas habían declarado, al revivir, que no podían recordar nada en absoluto; que la muerte era simplemente una sensación de oscurecimiento.
– Eso es perfectamente comprensible -dijo él-. La muerte tiene dos etapas. La primera es un oscurecimiento. Es una etapa sin sentido, muy semejante al primer efecto de Mescalito, cuando uno experimenta una ligereza que lo hace sentirse feliz, completo, y todo en el mundo está en calma. Pero ése es sólo un estado superficial; no tarda en desvanecerse y uno entra en un nuevo terreno, el terreno de la dureza y el poder. Esa segunda etapa es el verdadero encuentro con Mescalito. La muerte es muy parecida. La primera etapa es un oscurecimiento superficial. Pero la segunda es la verdadera etapa en que uno se encuentra con la muerte; un breve momento, después de la primera oscuridad, hallamos que, de algún modo, somos otra vez nosotros mismos. Y entonces la muerte choca contra nosotros con su callada furia y su poder, hasta que disuelve nuestras vidas en la nada.
– ¿Cómo puede usted tener la certeza de que está hablando de la muerte?
– Tengo mi aliado. El humito me ha enseñado con gran claridad mi muerte inconfundible. Por eso nada más puedo hablar de la muerte personal.
Las palabras de don Juan me ocasionaron una profunda aprensión y una ambivalencia dramática. Tuve el presentimiento de que iba a describirme los detalles exteriores y vulgares de mi muerte y a decir cómo o cuándo moriría yo. La simple idea de saber eso me hacía desesperar y a la vez picaba mi curiosidad. Desde luego, podría haberle pedido describir su propia muerte, pero sentí que tal petición sería bastante descortés y la cancelé automáticamente.
Don Juan parecía disfrutar mi conflicto. Su cuerpo se retorcía de risa.
– ¿Quieres saber cómo podría ser tu muerte? -me preguntó con deleite infantil en el rostro.
Su malicioso placer en acosarme me daba ánimos. Casi mellaba mi aprensión.
– Bueno, dígame -dije, y mi voz se quebró.
Don Juan tuvo una formidable explosión de risa. Agarrándose el estómago, rodó de lado y repitió burlonamente: "Bueno, dígame", con una quebradura en su voz. Luego se enderezó y tomó asiento, asumiendo una tiesura fingida, y con tono trémulo dijo:
– La segunda etapa de tu muerte muy bien podría ser como sigue.
Sus ojos me examinaron con curiosidad aparentemente genuina. Reí. Me daba cuenta de que sus bromas eran el único recurso capaz de suavizar la idea de la propia muerte.
– Tú manejas mucho -siguió diciendo-, así que tal vez te encuentres, en un momento dado, nuevamente al volante. Será una sensación muy rápida que no te dará tiempo de pensar. De pronto, digamos, te encuentras manejando, como has hecho miles de veces. Pero antes de que puedas recapacitar, notas una formación extraña frente a tu parabrisas. Si miras más de cerca verás que es una nube que parece un remolino brillante. Parece, digamos, una cara, allí en medio del cielo, frente a ti. Mientras la miras, la ves moverse hacia atrás hasta que sólo es un punto brillante en la distancia, y luego notas que empieza a moverse otra vez hacia ti; gana velocidad y, en un parpadeo, se estrella contra el parabrisas de tu coche. Eres fuerte; estoy seguro de que la muerte necesitará un par de golpes para ganarte.
"Para entonces ya sabes dónde estás y qué te está pasando; el rostro retrocede otra vez hasta una posición en el horizonte, toma vuelo y choca contra ti. El rostro entra dentro de ti y entonces sabes: era el rostro del aliado, o era yo hablando, o tú escribiendo. La muerte no era nada todo el tiempo. Nada. Era un puntito perdido en las hojas de tu cuaderno. Pero entra en ti con fuerza incontrolable y te expande; te aplana y te extiende por todo el cielo y la tierra y más allá. Y eres como una niebla de cristales diminutos yéndose, yéndose.
La descripción de mi muerte me afectó mucho. Cuán distinta a lo que yo esperaba oír. Durante un largo rato no pude pronunciar palabra.
– La muerte entra por el vientre -prosiguió don Juan-. Se mete por la abertura de la voluntad. Esa zona es la parte más importante y sensible del hombre. Es la zona de la voluntad y también la zona por la que todos morimos. Lo sé porque mi aliado me guió hasta esa etapa, Un brujo templa su voluntad dejando que su muerte lo alcance, y cuando está plano y empieza a expandirse, su voluntad impecable entra en acción y convierte nuevamente la niebla en una persona.
Don Juan hizo un gesto extraño. Abrió las manos como abanicos, las alzó al nivel de los codos, les dio vuelta hasta que los pulgares tocaron sus flancos, y luego las unió lentamente en el centro del cuerpo, sobre el ombligo. Las retuvo allí un momento. Sus brazos temblaban con la tensión. Luego las subió hasta que las puntas de sus dedos medios tocaron la frente, y las hizo descender a la misma posición sobre el centro del cuerpo.
Fue un gesto formidable. Don Juan lo ejecutó con tal vigor y belleza que quedé fascinado.
– La voluntad es lo que junta al brujo -dijo-, pero conforme la vejez lo debilita su voluntad se apaga, y llega inevitablemente un momento en el que ya no es capaz de dominar su voluntad. Entonces se queda sin nada con qué oponerse a la fuerza silenciosa de su muerte, y su vida se convierte, como las vidas de todos sus semejantes, en una niebla que se expande y se mueve más allá de sus límites.
Don Juan me miró un rato y se puso en pie. Yo tiritaba.
– Puedes ir ya al matorral -dijo-. Es de tarde.
Yo necesitaba ir, pero no me atrevía. Tal vez sentía más sobresalto que miedo. Sin embargo, había desaparecido mi aprensión con respecto al aliado.
Don Juan dijo que no importaba cómo me sintiera siempre y cuando estuviese "sólido". Me aseguró que estaba en perfectas condiciones y que podía ir con seguridad a los matorrales, siempre y cuando no me acercase al agua.
– Ese es otro asunto -dijo-. Necesito lavarte una vez más, así que no te acerques al agua.
Más tarde quiso que lo llevara al pueblo vecino. Mencioné que manejar sería una cambio feliz para mí, porque todavía me hallaba estremecido; la idea de que un brujo jugaba literalmente con su muerte me era bastante grotesca.
– Ser brujo es una carga terrible -dijo él en tono tranquilizador-. Te he dicho que es mucho mejor aprender a ver. Un hombre que ve lo es todo; en comparación, el brujo es un pobre diablo.
– ¿Qué es la brujería, don Juan?
Se me quedó mirando un buen rato, sacudiendo la cabeza en forma apenas perceptible.
– La brujería es aplicar la voluntad a una coyuntura clave -dijo-. La brujería es interferencia. Un brujo busca y encuentra la coyuntura clave de cualquier cosa que quiera afectar y luego aplica allí su voluntad. Un brujo no tiene que ver para ser brujo; nada más necesita saber usar su voluntad.
Le pedí explicar lo que quería decir con coyuntura clave. Meditó y luego dijo que él sabía lo que mi coche era.
– Es obviamente una máquina -dije.
– Quiero decir que tu coche son las bujías. Esa es para mí su coyuntura clave. Puedo aplicarle mi voluntad y tu coche no funcionará.