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Don Juan subió en mi coche y tomó asiento. Me hizo señas de imitarlo mientras se acomodaba en su lugar.

– Observa lo que hago -dijo-. Como soy un cuervo, primero voy a soltar mis plumas.

Hizo temblar todo el cuerpo. Sus movimientos me recordaban a un gorrión que humedeciera sus plumas en un charco. Bajó la cabeza como un pájaro al meter el pico en el agua.

– Qué bien se siente eso -dijo, y empezó a reír.

Su risa era extraña. Tuvo sobre mí un efecto hipnotizante muy peculiar. Recordé haberlo oído reír de esa manera muchas veces antes. Acaso la razón de que yo jamás hubiera tomado conciencia declarada de ello era que don Juan nunca había reído así el tiempo suficiente en mi presencia.

– Después, el cuervo afloja el pescuezo -dijo, y empezó a torcer el cuello y a frotar las mejillas en sus hombros-. Luego mira el mundo con un ojo y después con el otro.

Sacudió la cabeza mientras, supuestamente, cambiaba su visión del mundo de un ojo a otro. El tono de su risa se hizo más agudo. Tuve la absurda sensación de que iba a convertirse en cuervo delante de mis ojos. Quise disiparla riendo, pero me hallaba casi paralizado. Sentía literalmente una especie de fuerza envolvente que me rodeaba. No tenía miedo, ni estaba mareado o soñoliento. Mis facultades estaban intactas, hasta donde yo podía juzgar.

– Enciende tu coche -dijo don Juan.

Di vuelta a la marcha y automáticamente pisé el acelerador. La marcha empezó a sonar sin encender el motor. La risa de don Juan era un cacareo rítmico y suave. Intenté otra vez, y otra más. Pasé unos diez minutos tratando de encender el motor. Don Juan cacareaba todo el tiempo. Luego desistí y me quedé allí sentado, sintiendo el peso de mi cabeza.

El dejó de reír y me escudriñó y "supe" entonces que su risa me había obligado a entrar en una especie de trance hipnótico. Aunque yo había tenido plena conciencia de lo que ocurría, sentía no ser yo mismo. Durante el tiempo en que no pude arrancar mi coche estaba muy dócil, casi insensible. Era como si don Juan no sólo estuviese haciéndole algo al coche, sino también a mí. Cuando dejó de cacarear me convencí de que el hechizo había terminado, e impetuosamente volví a girar la marcha. Tuve la certeza de que don Juan sólo me había mesmerizado con su risa, haciéndome creer que no podía arrancar mi coche. Con el rabo del ojo lo vi mirarme con curiosidad, mientras yo movía la marcha y bombeaba con furia el pedal.

Don Juan me dio palmaditas y dijo que la furia me "amacizaría" y que tal vez no necesitara yo otro baño en el agua. Mientras más enojado pudiera ponerme, más rápido me recuperaría de mi encuentro con el aliado.

– No tengas pena -oí decir a don Juan-. Patea el carro.

Estalló su risa natural, cotidiana, y yo me sentí ridículo y reí con cortedad.

Tras un rato, don Juan dijo que había soltado el coche. ¡El motor arrancó!

XIV

28 de septiembre, 1969

Había algo extraño en la casa de don Juan. Por un momento pensé que estaba escondido en algún sitio para asustarme. Lo llamé en voz alta y luego reuní suficiente valor para entrar. Don Juan no estaba allí. Puse sobre una pila de leña las dos bolsas de comestibles que le había traído y me senté a esperarlo, como había hecho docenas de veces. Pero, por vez primera en mis años de tratar a don Juan, tenía miedo de quedarme solo en su casa. Sentía una presencia, como si alguien invisible estuviera allí conmigo. Recordé haber tenido, años atrás, la misma sensación vaga de que algo desconocido merodeaba en torno mío cuando me hallaba solo. Me levanté de un salto y salí corriendo de la casa.

Había venido a ver a don Juan para decirle que el efecto acumulativo de la tarea de "ver" estaba haciéndose notar. Había empezado a sentirme inquieto; vagamente aprensivo sin ninguna razón declarada; cansado sin tener fatiga. Entonces, mi reacción al estar solo en casa de don Juan hizo volver el recuerdo total de cómo había crecido mi miedo en el pasado.

El miedo se remontaba varios años, a la época en que don Juan había forzado la extrañísima confrontación entre una bruja, a quien llamaba " la Catalina ", y yo. Empezó el 23 de noviembre de 1961, cuando lo hallé en su casa con un tobillo dislocado. Explicó que tenía una enemiga, una bruja que podía convertirse en chanate y que había intentado matarlo.

– Apenas pueda caminar voy a enseñarte quién es la mujer -dijo don Juan-. Debes saber quién es.

– ¿Por qué quiere matarlo?

Alzó los hombros con impaciencia y rehusó decir más.

Regresé a verlo diez días después y lo hallé perfectamente bien. Hizo girar el tobillo para demostrarme que se hallaba curado y atribuyó su pronta recuperación a la naturaleza del molde que él mismo había hecho.

– Qué bueno que estés aquí -dijo-. Hoy voy a llevarte a un viajecito.

Siguiendo sus indicaciones, manejé hasta un paraje desolado. Nos detuvimos allí; don Juan estiró las piernas y se acomodó en el asiento, como si fuera a echar una siesta. Me indicó relajarme y permanecer muy callado; dijo que mientras oscurecía debíamos ser lo más inconspicuo posible, porque el atardecer era una hora muy peligrosa para el asunto que habíamos emprendido.

– ¿Qué clase de asunto emprendimos? -pregunté.

– Estamos aquí para cazar a la Catalina -dijo él.

Cuando oscureció lo suficiente, bajamos con cautela del coche y nos adentramos muy despacio, sin hacer ruido, en el chaparral desértico.

Desde el sitio donde nos detuvimos, yo podía discernir la silueta negra de los cerros a ambos lados. Estábamos en una cañada llana, bastante ancha. Don Juan me dio instrucciones detalladas sobre cómo permanecer confundido con el chaparral y me enseñó un modo de sentarse "en virgilia", como él decía. Me dijo que metiera la pierna derecha bajo el muslo izquierdo y pusiese la pierna izquierda como si me hallara en cuclillas. Explicó que la primera se usaba como resorte para levantarse con gran velocidad, si era necesario. Luego me dijo que mirara al oeste, porque para allá quedaba la casa de la mujer. Se sentó junto a mi, a mi derecha, y en un susurro me indicó enfocar los ojos en el suelo, buscando, o más bien esperando, una especie de oleada de viento que produciría un escarceo en los matorrales. Cuando la onda tocara los arbustos en los que yo había fijado la vista, yo debía mirar hacia arriba para ver a la bruja en todo su "magnífico esplendor maligno". Don Juan usó esas mismas palabras. Cuando le pedí explicar a qué se refería, dijo que, al descubrir una ondulación, yo no tenía más que alzar los ojos y ver por mi mismo, porque "una bruja en vuelo" era un espectáculo único que desafiaba toda explicación.

Había un viento más o menos constante, y muchas veces creí percibir una ondulación en los arbustos. Miré hacia arriba en cada ocasión, preparado a una experiencia trascendente, pero no vi nada. Cada vez que el viento agitaba los matorrales, don Juan pateaba vigorosamente el suelo, dando vueltas, moviendo los brazos como látigos. La fuerza de sus movimientos era extraordinaria.

Tras algunos intentos fallidos por ver a la bruja "en vuelo", me sentí seguro de que no iba a presenciar ningún suceso trascendente, pero la demostración de "poder" realizada por don Juan era tan exquisita que no me importó pasar allí la noche.

Al romper el alba, don Juan se sentó junto a mi. Parecía totalmente exhausto. Apenas podía moverse, Se acostó bocarriba y musitó que no había logrado "atravesar a la mujer". Esa frase me intrigó mucho; él la repitió varias veces, y su tono iba haciéndose más desalentado, más desesperado. Comencé a experimentar una angustia fuera de lo común. Me resultó muy fácil proyectar mis sentimientos en el estado anímico de don Juan.

Don Juan no mencionó el incidente, ni a la mujer, durante varios meses. Pensé que había olvidado, o resuelto, todo ese asunto. Pero cierto día lo hallé muy agitado, y en una forma por entero incongruente con su calma habitual me dijo que el chanate había estado frente a él la noche anterior, casi tocándolo, y que él ni siquiera había despertado. La maña de la mujer era tanta que don Juan no sintió para nada su presencia. Dijo que su buena suerte fue despertar justo a tiempo para iniciar una horrenda lucha por su vida. El tono de su voz era conmovedor, casi patético. Sentí una oleada avasalladora de compasión y cuidado.