– El mundo es asi-y-así o así-y-asá sólo porque nos decimos a nosotros mismos que esa es su forma. Si dejamos de decirnos que el mundo es así-y-asá, el mundo deja de ser así-y-asá. En este momento no creo que estés listo para un golpe tan enorme; por eso debes empezar despacio a deshacer el mundo.
– ¡Palabra que no le entiendo!
– Tu problema es que confundes el mundo con lo que la gente hace. Pero tampoco en eso eres el único. Todos lo hacemos. Las cosas que la gente hace son los resguardos contra las fuerzas que nos rodean; lo que hacemos como gente nos da consuelo y nos hace sentirnos seguros; lo que la gente hace es por cierto muy importante, pero sólo como resguardo. Nunca aprendemos que las cosas que hacemos como gente son sólo resguardos, y dejamos que dominen y derriben nuestras vidas. De hecho, podría decir que para la humanidad, lo que la gente hace es más grande y más importante que el mundo mismo.
– ¿A qué llama usted el mundo?
– El mundo es todo lo que está encajado aquí -dijo, y pateó el suelo-. La vida, la muerte, la gente, los aliados y todo lo demás que nos rodea. El mundo es incomprensible. Jamás lo entenderemos; jamás desenredaremos sus secretos. Por eso, debemos tratarlo como lo que es: ¡un absoluto misterio!
"Pero un hombre corriente no hace esto. El mundo nunca es un misterio para él, y cuando llega a viejo está convencido de que no tiene nada más por qué vivir. Un viejo no ha agotado el mundo. Sólo ha agotado lo que la gente hace. Pero en su estúpida confusión cree que el mundo ya no tiene misterios para él. ¡Qué precio tan calamitoso pagamos por nuestros resguardos!
"Un guerrero se da cuenta de esta confusión y aprende a tratar a las cosas debidamente. Las cosas que la gente hace no pueden, bajo ninguna condición, ser más importantes que el mundo. De modo que un guerrero trata el mundo como un interminable misterio, y lo que la gente hace como un desatino sin fin."
XV
Inicié el ejercicio de escuchar los "sonidos del mundo" y lo prolongué dos meses, como don Juan había especificado. Al principio resultaba torturante escuchar y no mirar, pero todavía peor era el no hablar conmigo mismo. Al finalizar los dos meses, yo era capaz de suspender mi diálogo interno durante periodos cortos, y también de prestar atención a los sonidos.
Llegué a casa de don Juan a las 9 a.m. del lo de noviembre de 1969.
– Hay que emprender ese viaje ahora mismo -dijo él a mi llegada.
Descansé una hora y luego viajamos hacia las bajas laderas de las montañas al este. Dejamos mi coche al cuidado de un amigo suyo que vivía en esa zona, mientras nos adentrábamos a pie en las montañas. Don Juan había puesto en una mochila galletas y panes de dulce para mí. Había suficientes provisiones para un día o dos. Pregunté a don Juan si necesitaríamos más. Sacudió la cabeza negativamente.
Caminamos toda la mañana. Era un día algo cálido. Yo llevaba una cantimplora llena, y bebí la mayor parte del agua. Don Juan sólo bebió dos veces. Cuando ya no hubo agua, me aseguró que podía beber de los arroyos que encontrábamos en el camino. Se rió de mi renuncia. Tras un rato corto, la sed me hizo superar los temores.
Poco después del mediodía nos detuvimos en un vallecito al pie de unas exuberantes colinas verdes. Detrás de las colinas, hacia el este, las altas montañas se recortaban contra un cielo nublado.
– Puedes quedarte callado pensando, o puedes escribir lo que digamos o lo que percibas, pero nada acerca de dónde estamos -dijo don Juan.
Descansamos un rato y luego sacó un bulto debajo su camisa. Lo desató y me mostró su pipa. Llenó el cuenco con mezcla para fumar, encendió un fósforo y con él una ramita seca, puso la rama ardiente dentro del cuenco y me dijo que fumara. Sin un trozo de carbón dentro del cuenco era difícil encender la pipa; tuvimos que seguir prendiendo ramas hasta que la mezcla empezó a arder.
Cuando terminé de fumar, don Juan me dijo que estábamos allí para que yo descubriera qué clase de presa me correspondía cazar. Repitió con cuidado, tres o cuatro veces, que el aspecto más importante de mi empresa era hallar unos agujeros. Recalcó la palabra "agujeros" y dijo que dentro de ellos un brujo podía encontrar todo tipo de mensajes e indicaciones.
Quise preguntar qué clase de agujeros eran; don Juan pareció haber adivinado mi pregunta y dijo que eran imposibles de describir y se hallaban en el terreno de "ver". Repitió en diversos momentos que yo debía enfocar toda mi atención en escuchar sonidos, y hacer lo posible por hallar los agujeros entre los sonidos. Dijo que él tocaría cuatro veces su cazador de espíritus. Se suponía que yo usara esos extraños clamores como guía para encontrar el aliado que me había dado la bienvenida; ese aliado me entregaría entonces el mensaje que yo buscaba. Don Juan me instó a permanecer muy alerta, pues ni él tenía idea de cómo se me manifestaría el aliado.
Escuché con atención. Estaba sentado con la espalda contra el costado rocoso del cerro. Experimentaba un entumecimiento leve. Don Juan me advirtió que no cerrara los ojos. Empecé a escuchar y pude discernir silbidos de pájaro, el viento agitando las hojas, zumbido de insectos. Al colocar mi atención unitaria en esos sonidos, pude distinguir cuatro tipos diferentes de silbidos. Podía diferenciar las velocidades del viento, en términos de lento o rápido; también oía el distinto crujir de tres tipos de hojas. Los zumbidos de los insectos eran asombrosos. Había tantos que no me era posible contarlos ni diferenciarlos correctamente.
Me hallaba sumergido en un extraño mundo sonoro, como nunca en mi vida. Empecé a deslizarme hacia la derecha. Don Juan hizo un movimiento para detenerme, pero me frené antes de que él lo hiciera. Me enderecé y volví a sentarme erecto. Don Juan movió mi cuerpo hasta apoyarme en una grieta en la pared de roca. Despejó de piedras el espacio bajo mis piernas y puso mi nuca contra la roca.
Me dijo, imperativamente, que mirara las montañas hacia el sureste. Fijé la mirada en la distancia, pero él me corrigió y dijo que no me quedara viendo nada, sino que mirase, como recorriendo, los cerros frente a mí y la vegetación en ellos. Repitió una y otra vez que toda mi atención debía concentrarse en mi oído.
Los sonidos recobraron prominencia. No era tanto que yo quisiese oírlos; más bien, tenían un modo de forzarme a concentrarme en ellos. El viento sacudía las hojas. El viento llegaba por encima de los árboles y luego caía en el valle donde estábamos. Al caer, tocaba primero las hojas de los árboles altos; hacían un sonido peculiar que me pareció rico, rasposo, exuberante. Luego él viento daba contra los arbustos, cuyas hojas sonaban como una multitud de cosas pequeñas; era un sonido casi melodioso, muy absorbente e impositivo; parecía capaz de ahogar todo lo otro. Me resultó desagradable. Me sentí apenado porque se me ocurrió que yo era como el crujir de los arbustos, regañón y exigente. El sonido era tan semejante a mí que yo lo odiaba. Luego oí al viento rodar en el suelo. No era un crepitar sino más bien un silbido, casi un timbrar agudo o un zumbido llano. Escuchando los sonidos que hacía el viento, advertí que los tres ocurrían al mismo tiempo. Estaba pensando cómo fui capaz de aislarlos, cuando de nuevo me di cuenta del silbar de pájaros y el zumbar de insectos. En cierto instante, sin embargo, sólo había los sonidos del viento, pero al siguiente, otros sonidos brotaron en gigantesco fluir a mi campo de atención. Lógicamente, todos los sonidos existentes deben haberse emitido de continuo durante el tiempo en que yo sólo oía el viento.
No podía contar todos los silbidos de pájaros o zumbidos de insectos, pero me hallaba convencido de que estaba escuchando cada sonido individual en el momento en que se producía. Juntos creaban un orden de lo más extraordinario. No puedo llamarlo otra cosa que "orden". Era un orden de sonidos que tenía un diseño; es decir, cada sonido ocurría en secuencia.