"Los espíritus de ojos de agua son propios de determinados sitios. El que llamé en tu ayuda es uno que yo conozco. Me ha ayudado muchas veces. Habita en aquella cañada. Cuando lo llamé en tu ayuda, no eras fuerte y el espíritu te dio duro. No era ésa su intención -no tienen ninguna- pero te quedaste allí tirado, muy débil, más débil de lo que yo suponía. Más tarde, el espíritu casi te jaló a tu muerte; en el agua, en la zanja de riego, estabas fosforescente. El espíritu te tomó por sorpresa y casi sucumbes. Cuando un espíritu hace eso, vuelve siempre en busca de su presa. Estoy seguro de que volverá por ti. Desgraciadamente, necesitas el agua para hacerte sólido de nuevo cuando usas el humito; eso te coloca en una desventaja terrible. Si no usas el agua, probablemente mueras, pero si la usas, el espíritu te llevará.
– ¿Puedo usar el agua de otro sitio?
– No hay diferencia. El espíritu del ojo de agua de por mi casa puede seguirte a cualquier parte, a menos que tengas un cazador de espíritus. Por eso el aliado te lo enseñó. Te dijo que lo necesitas. Lo enredó en su mano izquierda y vino a ti después de señalar la cañada. Hoy quiso enseñarte de nuevo el cazador de espíritus, como la primera vez que lo encontraste. Fue muy sensato que te detuvieras; el aliado iba demasiado rápido para tu fuerza y una sacudida directa con él te sería muy dañina.
– ¿Cómo puedo ahora obtener un cazador de espíritus?
– Parece que el mismo aliado te lo va a dar.
– ¿Cómo?
– No sé. Tendrás que ir a él. Ya él te dijo dónde buscarlo.
– ¿Dónde?
– Allá arriba, en esos cerros donde viste el hoyo.
– ¿Debo ir a buscar al aliado mismo?
– No. Pero él ya te da la bienvenida. El humito te abrió el camino hacia él. Luego, más adelante, lo encontrarás cara a cara, pero eso pasará sólo cuando lo conozcas muy bien.
XVI
Llegamos al mismo valle al atardecer el 15 de diciembre de 1969. Mientras cruzábamos los matorrales, don Juan mencionó repetidas veces que las direcciones o puntos de orientación tenían importancia crucial en la empresa que yo iba a emprender.
– Debes determinar la dirección correcta apenas llegues a la punta de un cerro -dijo don Juan-. Nomás te veas en la punta, enfrenta esa dirección -señaló el sureste-. Esa es tu buena dirección y debes encararla siempre, sobre todo cuando andes en dificultades. Recuérdalo.
Nos detuvimos al pie de los cerros donde yo había percibido el hoyo. Señaló un sitio específico en el cual debía sentarme; tomó asiento junto a mí y con voz pausada me dio detalladas instrucciones. Dijo que tan pronto como llegara yo a la cima del cerro, debía extender el brazo derecho frente a mí, con la palma de la mano hacia abajo y los dedos desplegados en abanico, excepto el pulgar, que debía doblarse contra la palma. Luego tenía que volver la cabeza al norte y plegar el brazo contra el pecho, con la mano apuntando también al norte; después tenía que bailar, poniendo el pie izquierdo atrás del derecho, golpeando el suelo con la punta de los dedos izquierdos. Dijo que al sentir que un calor subía por mi pierna, empezara a girar el brazo lentamente de norte a sur, y luego otra vez hacia el norte.
– Donde sientas que se te entibia la palma de tu mano mientras mueves el brazo es el sitio en el que debes sentarte, y también la dirección en la que debes mirar -dijo-. Si el sitio queda hacia el este, o si está en esa dirección -señaló de nuevo el sureste-, los resultados serán excelentes. Si el sitio donde tu mano se calienta está para el norte, te darán una buena paliza, pero puedes volver la marea a tu favor. Si el sitio queda para el sur, tendrás una pelea dura.
"Al principio necesitarás pasar el brazo hasta cuatro veces, pero conforme te vayas familiarizando con el movimiento no necesitarás más que una sola pasada para saber si tu mano se va a calentar o no.
"Una vez que localices un sitio donde tu mano es caliente, siéntate allí; ése es tu primer punto. Si estás mirando al sur o al norte, tienes que decidir si te sientes lo bastante fuerte para quedarte. Si tienes dudas, levántate y vete. No hay necesidad de quedarte si no tienes confianza en ti mismo. Si decides seguir allí, limpia un lugar para hacer una hoguera como a metro y medio de tu primer punto. El fuego debe quedar en línea recta en la dirección que estás mirando. El espacio donde enciendes la hoguera es tu segundo punto. Luego recoge todas las ramas que puedas entre los dos puntos y prende la hoguera. Siéntate en tu primer punto y mira el fuego. Tarde o temprano llegará el espíritu y lo verás.
"Si no se te calienta la mano para nada después de cuatro movimientos, gira el brazo despacio de norte a sur, y luego da la vuelta y gíralo hacia el oeste. Si tu mano se calienta en cualquier sitio hacia el oeste, deja todo y echa a correr. Corre cuesta bajo hacia el terreno llano, y no voltees, oigas o sientas lo que sea detrás de ti. Tan pronto como llegues al terreno llano, por más asustado que estés, no sigas corriendo, tírate al suelo, quítate la chamarra, hazla bola contra tu ombligo y acurrúcate con las rodillas contra el estómago. También debes cubrirte los ojos con las manos, y los brazos tienen que estar apretados contra los muslos. Debes quedarte en esa posición hasta que amanezca. Si sigues estos pasos sencillos, no sufrirás el menor daño.
"En caso de que no puedas llegar a tiempo al terreno llano, tírate al suelo ahí donde estés. Te va a ir pero muy mal. Te van a acosar, pero si conservas la calma y no te mueves ni miras, saldrás sin un rasguño.
"Ahora, si tu mano no se calienta para nada cuando la muevas hacia el oeste, mira de nuevo al este y corre en esa dirección hasta que te quedes sin aliento. Párate allí y repite las mismas maniobras. Has de seguir corriendo hacia el este, repitiendo estos movimientos, hasta que se te caliente la mano."
Después de darme estas instrucciones me hizo repetirlas hasta que las memoricé. Luego estuvimos largo rato sentados en silencio. Un par de veces intenté revivir la conversación, pero él me obligó a callar con un gesto imperativo.
Oscurecía cuando don Juan se puso en pie y, sin una palabra, empezó a trepar el cerro. Fui tras él. En la cima, ejecuté todos los movimientos prescritos. Don Juan me observaba atentamente a corta distancia. Actué con mucho cuidado y con lentitud deliberada. Traté de sentir algún cambio perceptible de temperatura, pero no podía descubrir si la palma de mi mano se calentaba o no. Para entonces había oscurecido bastante, pero aún pude correr hacia el este sin tropezar en los arbustos. Dejé de correr al hallarme sin aliento, lo cual sucedió no demasiado lejos de mi punto de partida. Me encontraba cansado y tenso en extremo. Me dolían los antebrazos y las pantorrillas.
Repetí allí todos los movimientos marcados y obtuve los mismos resultados negativos. Corrí en lo oscuro dos veces más, y entonces, al girar el brazo por tercera vez, mi mano se calentó sobre un punto hacia el este. El cambio de temperatura fue tan definido que me sorprendió. Me senté a esperar a don Juan. Le dije que había percibido un cambio de temperatura en mi mano. Me indicó que procediera, y recogí todas las ramas secas que pude hallar y encendí un fuego. Él se sentó a mi izquierda, a medio metro de distancia.
El fuego trazaba extrañas siluetas danzantes. A ratos las llamas se hacían iridiscentes; se volvían azulosas y luego blanco brillante. Expliqué ese insólito juego de colores asumiendo que lo producía alguna propiedad química específica de las varas y ramas secas que reuní. Otro aspecto muy poco usual del fuego eran las chispas: Las nuevas ramas que yo seguía añadiendo creaban chispas desmesuradas. Pensé que eran como pelotas de tenis que parecían estallar en el aire.
Miré el fuego fijamente, como creía que don Juan me había recomendado, y me maree. El me dio su guaje de agua y me hizo seña de beber. El agua me relajó y me produjo una deliciosa sensación de frescura.