Nuevamente vi caer una hoja, en la misma trayectoria exacta de las dos anteriores.
Cuando aterrizó, supe que don Juan estaba a punto de indicarme de nuevo la punta del árbol, pero antes de que lo hiciera levanté la cabeza. La hoja caía una vez más. Me di cuenta entonces de que sólo había visto desprenderse la primera hoja, o mejor dicho, la primera vez que vi caer la hoja la vi desde el instante en que se separó de la rama; las otras tres veces la hoja ya estaba cayendo cuando alcé la cara para mirar.
Dije eso a don Juan y le pedí explicar lo que hacía.
– No entiendo cómo me está usted haciendo ver una repetición de lo que vi antes. ¿Qué me hizo, don Juan?
Rió sin responder, e insistí en que me dijera cómo podía yo ver esa hoja cayendo una y otra vez. Dije que de acuerdo a mi razón eso era imposible.
Don Juan repuso que su razón le decía lo mismo, pero que yo había sido testigo del caer repetido de la hoja. Luego se volvió a don Genaro.
– ¿No es cierto? -preguntó.
Don Genaro no respondió. Sus ojos estaban fijos en mí.
– ¡Es imposible! -dije.
– ¡Estás encadenado! -exclamó don Juan-. Estás encadenado a tu razón.
Explicó que la hoja había caído vez tras vez del mismo árbol para que yo abandonase mis intentos de entender. En tono de confidencia me dijo que yo sabía lo que estaba pasando, pero mi manía siempre me cegaba al final.
– No hay nada que entender. El entendimiento es sólo un asunto pequeño, pequeñísimo -dijo.
En ese punto don Genaro se puso en pie. Lanzó una rápida mirada a don Juan; los ojos de ambos se encontraron y don Juan miró el suelo frente a él. Don Genaro se paró ante mí y empezó a agitar los brazos a los costados, hacia adelante y hacia atrás, al unísono.
– Mira, Carlitos -dijo-. ¡Mira! ¡Mira!
Hizo un ruido extraordinariamente agudo, cortante. Era el sonido de un desgarramiento. En el preciso instante de oírlo, sentí un vacío en la parte baja del abdomen. Era la sensación, terriblemente angustiosa, de caer: no dolorosa, pero desagradable y aniquiladora. Duró unos cuantos segundos y luego se apagó, dejando una extraña comezón en mis rodillas. Pero mientras duraba la sensación experimenté otro fenómeno inverosímil. Vi a don Genaro encima de unas montañas que estaban a unos quince kilómetros de distancia. La percepción duró sólo algunos segundos, y ocurrió tan inesperadamente que no tuve en realidad tiempo para examinarla. No recuerdo si vi una figura del tamaño de un hombre parada encima de las montañas, o una imagen reducida de don Genaro. Ni siquiera me acuerdo de si era o no don Genaro. Pero en aquel momento estuve seguro, sin ningún lugar a dudas, de que lo estaba viendo de pie encima de las montañas. Sin embargo, la percepción se desvaneció en el instante en que pensé que era imposible ver a alguien a quince kilómetros.
Me volví en busca de don Genaro, pero no estaba allí.
El desconcierto sufrido fue tan peculiar como todo lo demás que me ocurría. Mi mente se doblegaba bajo la tensión. Me sentía enteramente desorientado.
Don Juan se puso en pie e hizo que me cubriera con las manos la parte baja del abdomen y que, en cuclillas, apretara las piernas contra el cuerpo. Estuvimos un rato sentados en silencio, y luego él dijo que en verdad iba a abstenerse de explicarme cualquier cosa, porque sólo actuando puede uno hacerse brujo. Recomendó que me fuera de inmediato; de otro modo, don Genaro probablemente me mataría en su esfuerzo por ayudarme.
– Vas a cambiar de dirección -dijo- y romperás tus cadenas.
Dijo que nada había que entender en sus acciones o en las de don Genaro, y que los brujos eran muy capaces de realizar hazañas extraordinarias.
– Genaro y yo actuamos desde aquí dijo, y señaló uno de los centros de radiación de su diagrama-. Y no es el centro de la razón; pero tú sabes qué cosa es.
Quise decir que yo de veras no sabía de qué me hablaba, pero sin darme tiempo se incorporó y me hizo seña de seguirlo. Empezó a caminar aprisa, y en muy poco tiempo yo sudaba y resollaba tratando de mantenerme a la par.
Cuando subíamos en el coche, miré en torno buscando a don Genaro.
– ¿Dónde está? -pregunté.
– Tú sabes dónde está -repuso don Juan con cierta brusquedad.
Antes de marcharme estuve sentado con él, como de costumbre. Tenía un deseo urgente de pedir explicaciones. Como dice don Juan, las explicaciones son mi verdadera manía.
– ¿Dónde está don Genaro? -inquirí con cautela.
– Tú sabes dónde -dijo él-. Pero siempre fallas por tu insistencia en comprender. Por ejemplo, la otra noche sabías que Genaro iba detrás de ti todo el tiempo; hasta volteaste y lo viste.
– No -protesté-. No, no sabía eso.
Hablaba con veracidad. Mi mente rehusaba considerar "reales" ese tipo de estímulos, y sin embargo, tras diez años de aprendizaje con don Juan, ya no podía sostener mis viejos criterios ordinarios de lo que es real. Así y todo, las especulaciones que yo había engendrado hasta entonces sobre la naturaleza de la realidad eran simples manipulaciones intelectuales; la prueba era que, bajo la presión de los actos de don Juan y don Genaro, mi mente había entrado en un callejón sin salida.
Don Juan me miró, y en sus ojos había tal tristeza que comencé a llorar. Las lágrimas fluyeron libremente. Por primera vez en mi vida sentí el gravoso peso de mi razón. Una angustia indescriptible se abatió sobre mí. Chillé involuntariamente, abrazando a don Juan. El me dio un rápido golpe de nudillos en la cima de la cabeza. Lo sentí descender como una ondulación por mi espina dorsal. Tuvo un efecto apaciguador.
– Te das por las puras -dijo suavemente.
EPÍLOGO
Don Juan caminó despacio en torno mío. Parecía deliberar si decirme algo o no. Dos veces se detuvo y pareció cambiar de idea.
– El que regreses o no carece por entero de importancia -dijo al fin-. De todos modos ya tienes la necesidad de vivir como guerrero. Siempre has sabido cómo hacerlo; ahora estás simplemente en la posición de tener que usar algo que antes desechabas. Pero tuviste que luchar por este conocimiento; no te lo dieron así nomás, no te lo pasaron así nomás. Tuviste que sacártelo a golpes. Sin embargo, eres todavía un ser luminoso. Todavía vas a morir como todos los demás. Una vez te dije que no hay nada que cambiar en un huevo luminoso.
Calló un momento. Supe que me miraba, pero esquivé sus ojos.
– Nada ha cambiado realmente en ti -dijo.
FIN