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Carlos Castaneda

Una Realidad Aparte

INTRODUCCIÓN

HACE diez años tuve la fortuna de conocer a don Juan Matus, un indio yaqui del noroeste de México. Entablé amistad con él bajo circunstancias en extremo fortuitas. Estaba yo sentado con Bill, un amigo mío, en la terminal de autobuses de un pueblo fronterizo en Arizona. Guardábamos silencio. Atardecía y el calor del verano era insoportable. De pronto, Bill se inclinó y me tocó el hombro.

– Ahí está el sujeto del que te hablé -dijo en voz baja.

Ladeó casualmente la cabeza señalando hacia la entrada. Un anciano acababa de llegar.

– ¿Qué me dijiste de él? -pregunté.

– Es el indio que sabe del peyote, ¿Te acuerdas?

Recordé que una vez Bill y yo habíamos andado en coche todo el día, buscando la casa de un indio mexicano muy "excéntrico" que vivía en la zona. No la encontramos, y yo tuve la sospecha de que los indios a quienes pedimos direcciones nos habían desorientado a propósito. Bill me dijo que el hombre era un "yerbero" y que sabía mucho sobre el cacto alucinógeno peyote. Dijo también que me sería útil conocerlo. Bill era mi guía en el suroeste de los Estados Unidos, donde yo andaba reuniendo información y especímenes de plantas medicinales usadas por los indios de la zona.

Bill se levantó y fue a saludar al hombre. El indio era de estatura mediana. Su cabello blanco y corto le tapaba un poco las orejas, acentuando la redondez del cráneo. Era muy moreno: las hondas arrugas en su rostro le daban apariencia de viejo, pero su cuerpo parecía fuerte y ágil. Lo observé un momento. Se movía con una facilidad que yo habría creído imposible para un anciano.

Bill me hizo seña de acercarme.

– Es un buen tipo -me dijo-. Pero no le entiendo. Su español es raro; ha de estar lleno de coloquialismos rurales.

El anciano miró a Bill y sonrió. Y Bill, que apenas habla unas cuantas palabras de español, armó una frase absurda en ese idioma. Me miró como preguntando si se daba a entender, pero yo ignoraba lo que tenía en mente; sonrió con timidez y se alejó. El anciano me miró y empezó a reír. Le expliqué que mi amigo olvidaba a veces que no sabía español.

– Creo que también olvidó presentarnos -añadí, y le dije mi nombre.

– Y yo soy Juan Matus, para servirle -contestó.

Nos dimos la mano y quedamos un rato sin hablar. Rompí el silencio y le hablé de mi empresa. Le dije que buscaba cualquier tipo de información sobre plantas, especialmente sobre el peyote. Hablé compulsivamente durante un buen tiempo, y aunque mi ignorancia del tema era casi total, le di a entender que sabía mucho acerca del peyote. Pensé que si presumía de mi conocimiento el anciano se interesaría en conversar conmigo. Pero no dijo nada. Escuchó con paciencia. Luego asintió despacio y me escudriñó. Sus ojos parecían brillar con luz propia. Esquivé su mirada. Me sentí apenado. Tuve en ese momento la certeza de que él sabía que yo estaba diciendo tonterías.

– Vaya usted un día a mi casa -dijo finalmente, apartando los ojos de mí-. A lo mejor allí podemos platicar más a gusto.

No supe qué más decir. Me sentía incómodo. Tras un rato, Bill volvió a entrar en el recinto. Advirtió mi desazón y no pronunció una sola palabra. Estuvimos un rato sentados en profundo silencio. Luego el anciano se levantó. Su autobús había llegado. Dijo adiós.

– No te fue muy bien, ¿verdad? -preguntó Bill.

– No.

– ¿Le preguntaste de las plantas?

– Sí. Pero creo que metí la pata.

– Te dije, es muy excéntrico. Los indios de por aquí lo conocen, pero jamás lo mencionan. Y eso es por algo.

– Pero dijo que yo podía ir a su casa.

– Te estaba tomando el pelo. Seguro, puedes ir a su casa, pero eso qué. Nunca te dirá nada. Si llegas a preguntarle algo, te tratará como si fueras un idiota diciendo tonterías.

Bill dijo convincentemente que ya había conocido gente así, personas que daban la impresión de saber mucho. En su opinión tales personas no valían la pena, pues tarde o temprano se podía obtener la misma información de alguien que no se hiciera el difícil. Dijo que él no tenía paciencia ni tiempo que gastar con viejos farsantes, y que posiblemente el anciano sólo aparentaba ser conocedor de hierbas, mientras que en realidad sabía tan poco como cualquiera.

Bill siguió hablando, pero yo no escuchaba. Mi mente continuaba fija en el indio. El sabía que yo había estado alardeando. Recordé sus ojos. Habían brillado, literalmente.

Regresé a verlo unos meses más tarde, no tanto como estudiante de antropología interesado en plantas medicinales, sino como poseso de una curiosidad inexplicable. La forma en que me había mirado fue un evento sin precedentes en mi vida. Yo quería saber qué implicaba aquella mirada.

Se me volvió casi una obsesión, y mientras más pensaba en ella más insólita parecía.

Don Juan y yo nos hicimos amigos, y a lo largo de un año le hice innumerables visitas. Su actitud me daba mucha confianza y su sentido del humor me parecía excelente; pero sobre todo sentía en sus actos una consistencia callada, totalmente desconcertante para mí. Experimentaba en su presencia un raro deleite, y al mismo tiempo una desazón extraña. Su sola compañía me forzaba a efectuar una tremenda revaluación de mis modelos de conducta. Me habían educado, quizá como a todo el mundo, para tener la disposición de aceptar al hombre como una criatura esencialmente débil y falible. Lo que me impresionaba de don Juan era el hecho de que no destacaba el ser débil e indefenso, y el solo estar cerca de él aseguraba una comparación desfavorable entre su forma de comportarse y la mía. Acaso una de las aseveraciones más impresionantes que le oí en aquella época se refería a nuestra diferencia inherente. Con anterioridad a una de mis visitas, había estado sintiéndome muy desdichado a causa del curso total de mi vida y de cierto número de conflictos personales apremiantes. Al llegar a su casa me sentía melancólico y nervioso.

Hablábamos de mi interés en su conocimiento, pero, como de costumbre, íbamos por sendas distintas. Yo me refería al conocimiento académico que trasciende la experiencia, mientras él hablaba del conocimiento directo del mundo.

– ¿A poco crees que conoces el mundo que te rodea? -preguntó.

– Conozco de todo -dije.

– Quiero decir, ¿sientes el mundo que te rodea?

– Siento el mundo que me rodea tanto como puedo.

– Eso no basta. Debes sentirlo todo; de otra manera el mundo pierde su sentido.

Formulé el clásico argumento de que no era necesario probar la sopa para conocer la receta, ni recibir un choque eléctrico para saber de la electricidad.

– Ya transformaste todo en una estupidez -dijo-. Ya veo que quieres agarrarte de tus razones a pesar de que no te dan nada; quieres seguir siendo el mismo aún a costa de tu bienestar.

– No sé de qué habla usted.

– Hablo del hecho de que no estás completo. No tienes paz.

La aserción me molestó. Me sentí ofendido. Pensé que don Juan no estaba calificado en modo alguno para juzgar mis actos ni mi personalidad.

– Estás lleno de problemas -dijo-. ¿Por qué?

– Sólo soy un hombre, don Juan -repuse malhumorado.

Hice la afirmación en la misma vena en que mi padre solía hacerla. Cada vez que decía ser sólo un hombre, implicaba que era débil e indefenso y su frase, como la mía, rebosaba un esencial sentido de desesperanza.

Don Juan me escudriñó como el día en que nos conocimos.

– Piensas demasiado en ti mismo -dijo sonriendo-. Y eso te da una fatiga extraña que te hace cerrarte al mundo que te rodea y agarrarte de tus razones. Por eso tienes solamente problemas. Yo también soy sólo un hombre, pero no lo digo como tú lo dices.

– ¿Cómo lo dice usted?

– Yo me he salido de todos mis problemas. Qué lástima que mi vida sea tan corta y no me permita aferrarme de todas las cosas que quisiera. Pero eso no es problema, ni punto de discusión; es sólo una lástima.

Me gustó el tono de sus frases. No había en él desesperación ni compasión por sí mismo.