– Ya no eres niño -dijo él.
– El calor me sofoca todavía.
– Bueno, a mí de niño me sofocaba el hambre -dijo con suavidad-. El hambre fue lo único que conocí de niño, y me hinchaba hasta que yo tampoco podía respirar. Pero eso fue cuando era niño. Ya no puedo sofocarme, ni puedo hincharme como sapo cuando tengo hambre.
No supe qué decir. Sentí que me estaba colocando en una posición insostenible y que pronto debería defender un punto que no me importaba defender. El calor no era tan malo. Lo que me molestaba era la perspectiva de manejar casi dos mil kilómetros hasta nuestro destino. Me irritaba la idea de tener que esforzarme.
– Por qué no paramos a comer algo -dije-. Quizá no haga tanto calor después que el sol se meta.
Don Juan me miró, sonriendo, y dijo que en largo trecho no había pueblos limpios, y que según entendía mi política era no comer en los puestos a los lados del camino.
– ¿Ya no le tienes miedo a la diarrea? -preguntó.
Me di cuenta que hablaba con sarcasmo, pero su rostro conservaba una expresión interrogante y, a la vez, seria.
– Del modo como te portas -dijo-, uno pensaría que la diarrea está allí acechando, esperando que salgas del coche para saltarte encima. Estás en un dilema terrible; si escapas del calor, la diarrea terminará por atraparte.
El tono de don Juan era tan serio que empecé a reír. Luego viajamos en silencio largo tiempo. Cuando llegamos a un parador para camiones llamado Los Vidrios ya estaba oscuro.
– ¿Qué tienen hoy? -gritó don Juan desde el auto.
– Carnitas -gritó a su vez una mujer desde adentro.
– Espero, por tu bien, que el puerco haya sido atropellado hoy -me dijo don Juan, riendo.
Salimos del coche. El camino se hallaba flanqueado, a ambos lados, por hileras de montañas bajas que parecían la lava solidificada de alguna gigantesca erupción volcánica. En la oscuridad, los picos negros, dentellados, se recortaban contra el cielo como enormes y ominosos muros de astillas de vidrio.
Mientras comíamos, dije a don Juan que, sin duda, el lugar debía su nombre a la forma de las montañas.
Don Juan repuso en tono convincente que el sitio se llamaba Los Vidrios porque un camión cargado de cristales se había volteado allí y los pedazos de vidrio se quedaron tirados en el camino durante años.
Sentí que se estaba haciendo el chistoso y le pedí decirme la verdadera razón.
– ¿Por qué no le preguntas a alguien? -dijo.
Interrogué a un hombre sentado en la mesa vecina; dijo en tono de disculpa, que no sabía. Entré en la cocina y pregunté a las mujeres si sabían, pero todas dijeron que no; que el lugar nada más se llamaba Los Vidrios.
– Creo que estoy en lo cierto -dijo don Juan en voz baja-. Los mexicanos no son dados a notar las cosas que los rodean. Estoy seguro de que no pueden ver las montañas de vidrio, pero claro que pueden dejar una montaña de vidrios tirada ahí durante años.
A ambos nos hizo gracia la imagen, y reímos.
Al terminar de comer, don Juan me preguntó cómo me sentía. Le dije que muy bien, pero en realidad experimentaba cierta náusea. Don Juan me miró con firmeza y pareció detectar mi sentimiento de malestar.
– Una vez que decidiste venir a México debiste haber dejado todos tus pinches miedos -dijo con mucha severidad-. Tu decisión de venir debió haberlos vencido. Viniste porque querías venir. Ese es el modo del guerrero. Te lo he dicho mil veces: el modo más efectivo de vivir es como guerrero. Preocúpate y piensa antes de hacer cualquier decisión, pero una vez que la hagas echa a andar libre de preocupaciones y de pensamientos; todavía habrá un millón de decisiones que te esperen. Ese es el modo del guerrero.
– Creo hacer eso, don Juan, al menos parte del tiempo. Pero es muy difícil estar recordándomelo siempre.
– Un guerrero piensa en su muerte cuando las cosas pierden claridad.
– Eso es todavía más difícil, don Juan. Para la mayoría de la gente, la muerte es muy vaga y remota. Jamás pensamos en ella.
– ¿Por qué no?
– ¿Por qué hacerlo?
– Muy sencillo -dijo-. Porque la idea de la muerte es lo único que templa nuestro espíritu.
Cuando salimos de Los Vidrios, estaba tan oscuro que la silueta quebrada de las montañas se había unificado con la tiniebla del cielo. Viajamos en silencio más de una hora. Me sentía cansado. Era como si no quisiese hablar porque no había nada de qué hablar. El tráfico era mínimo. Pocos coches se cruzaban con el nuestro, y al parecer éramos los únicos viajando hacia el sur por la carretera. Eso se me hacía extraño; miraba de continuo el espejo retrovisor para ver si otros carros venían por atrás, pero no descubría ninguno.
Tras un rato dejé de buscar coches y empecé a pensar de nuevo en la perspectiva de nuestro viaje. Entonces advertí que mis faros parecían extremadamente brillantes en contraste con la oscuridad en torno, y miré de nuevo el retrovisor. Vi primero un resplandor intenso y luego dos puntos de luz como brotados del suelo. Eran los faros de un coche sobre una loma en la distancia tras nosotros. Permanecieron visibles un rato, luego desaparecieron en la oscuridad como arrebatados; tras un momento aparecieron en otra cima, y luego desaparecieron de nuevo. Durante largo tiempo seguí en el espejo sus apariciones y desapariciones. En cierto punto se me ocurrió que el coche iba a alcanzarnos. Sin lugar a dudas, se acercaba. Las luces eran más grandes y brillantes. Pisé a fondo el acelerador. Tenía una sensación de inquietud. Don Juan pareció advertir mi preocupación, o acaso sólo notó el aumento en la velocidad. Primero me miró, después volvió la cara para mirar los faros distantes.
Me preguntó si me pasaba algo. Le dije que durante horas no había visto coches detrás de nosotros y que de pronto había advertido las luces de un auto que parecía acercarse cada vez más.
Soltó una risita chasqueante y me preguntó si de veras creía que se trataba de un carro. Le dije que tenía que ser un coche y él dijo que mi preocupación le revelaba que, de algún modo, yo debía haber sentido que lo que venía tras nosotros, fuera lo que fuese, no era un simple coche. Insistí en que lo creía sólo otro coche en la carretera, o acaso un camión.
– ¿Qué más puede ser? -dije, fuerte.
El aguijoneo de don Juan me había puesto nervioso.
El se volvió y me miró de lleno; luego asintió despacio, como midiendo lo que iba a decir.
– Ésas son las luces en la cabeza de la muerte -dijo con suavidad-. La muerte se las pone como un sombrero y después se lanza al galope. Ésas son las luces de la muerte al galope, ganando terreno, acercándose más y más.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Tras un rato miré de nuevo el retrovisor, pero las luces ya no estaban allí.
Dije a don Juan que el coche debía de haberse parado o salido del camino. El no volvió la cara; solamente estiró los brazos y bostezó.
– No -dijo-. La muerte nunca se para. A veces apaga sus luces, eso es todo.
Llegamos al noreste de México el 13 de junio. Dos indias viejas, de aspecto similar, que parecían ser hermanas, se hallaban junto con cuatro muchachas a la puerta de una pequeña casa de adobe. Detrás de la casa había una choza y un granero ruinoso del que sólo quedaba parte del techo y un muro. Aparentemente, las mujeres nos esperaban; deben haber avizorado mi coche por el polvo que levantaba en el camino de tierra que tomé al dejar la carretera pavimentada, unos tres kilómetros atrás. La casa estaba en un valle hondo, y vista desde la puerta la carretera parecía una larga cicatriz en lo alto de la ladera de las colinas verdes.