Las mujeres se marcharon en el curso de la mañana. Silenciosamente, los hombres se desplazaban por el área circunvecina a la casa. A eso del mediodía, todos nos sentamos de nuevo en el mismo orden que la noche anterior. Se pasó una canasta con trozos de carne seca cortados al tamaño de un botón de peyote. Algunos de los hombres cantaron sus canciones de peyote. Después de una hora o algo así, todos se levantaron y tomaron direcciones distintas.
Las mujeres habían dejado una olla de atole para los ayudantes del fuego y el agua. Comí un poco y dormí la mayor parte de la tarde.
Ya oscurecido, los jóvenes a cargo del fuego construyeron otra hoguera y el ciclo de tomar botones de peyote empezó de nuevo. Siguió en general el mismo orden que la noche precedente, terminando al amanecer.
Durante el curso de la noche pugné por observar y registrar cada movimiento realizado por cada uno de los siete participantes, con la esperanza de descubrir la más leve forma de un sistema detectable de comunicación, verbal o no, entre ellos. Pero nada en sus acciones revelaba un sistema subyacente.
Al anochecer del tercer día se renovó el ciclo de tomar peyote. Cuando la mañana llegó, supe que había fallado por completo en mi búsqueda de pistas que señalaran al guía encubierto; tampoco había podido descubrir ninguna forma de comunicación disimulada entre los participantes o el menor rastro de su sistema de acuerdo. Durante el resto del día estuve sentado a solas, tratando de organizar mis notas.
Cuando los hombres volvieron a juntarse para la cuarta noche, supe de alguna manera que ésta sería la última reunión. Nadie me había mencionado nada al respecto, pero yo sabía que al día siguiente se desbandarían. Nuevamente me senté junto al agua y todos los demás reasumieron sus posiciones en el orden ya establecido.
La conducta de los siete hombres en el circulo fue una réplica de lo que yo había observado las tres noches anteriores. Como en ellas, me concentré en sus movimientos. Quería registrar todo cuanto hicieran: cada ademán, cada sonido, cada gesto.
En cierto momento percibí en mi oído una especie de timbrazo; era un tipo común de zumbido en la oreja y no le presté atención. Se hizo más fuerte, pero aún se hallaba dentro de la gama de mis sensaciones corporales ordinarias. Recuerdo haber dividido mi atención entre observar a los hombres y escuchar el zumbido. Entonces, en un instante dado, los rostros de los hombres parecieron hacerse más brillantes; era como si una luz se hubiese encendido. Pero no acababa de semejar una luz eléctrica, ni una linterna, ni el reflejo del fuego en los rostros. Era más bien una iridiscencia: una luminosidad rosácea, muy tenue, pero detectable desde donde me hallaba. El zumbido pareció aumentar. Miré al muchacho que estaba conmigo, pero se había dormido.
La luminosidad rosácea se hizo por entonces más notoria. Miré a don Juan: sus ojos estaban cerrados; también los de Silvio y los de Mocho. No pude ver los ojos de los cuatro jóvenes porque dos de ellos se hallaban agachados y los otros dos me daban la espalda.
Me concentré más aún en la observación. Sin embargo, no me había dado cuenta cabal de estar realmente oyendo un zumbido y viendo un resplandor rosa cernirse sobre los hombres. Tras un momento tomé conciencia de que la tenue luz rosa y el zumbido eran muy firmes. Tuve un instante de intenso desconcierto y luego un pensamiento cruzó mi mente: un pensamiento sin nada que ver con la escena que presenciaba ni con el propósito que yo tenía en mente para estar allí. Recordé algo que mi madre me dijo una vez, cuando yo era niño. El pensamiento distraía y no venía en absoluto al caso; traté de descartarlo y concentrarme de nuevo en mi asidua observación, pero no pude. El pensamiento recurrió; era más fuerte, más exigente, y entonces oí con claridad la voz de mi madre llamarme. Oí el arrastrar de sus pantuflas y luego su risa. Me volví, buscándola; concebí que, transportado en el tiempo por algún tipo de alucinación o de espejismo, iba a verla, pero vi sólo al muchacho dormido junto a mí. Verlo fue una sacudida, y experimenté un breve momento de calma, de sobriedad.
Miré de nuevo hacia el grupo de los hombres. No habían cambiado en nada su postura. Sin embargo, la luminosidad había desaparecido, al igual que el zumbido en mis orejas.
Me sentí aliviado. Pensé que la alucinación de oír la voz de mi madre había concluido. Qué clara y vívida había sido esa voz. Me dije una y otra vez que, por un instante, la voz casi me había atrapado. Noté vagamente que don Juan estaba mirándome, pero eso no importaba. Lo mesmerizante era el recuerdo del llamado de mi madre. Pugné desesperadamente por pensar en otra cosa. Y entonces oí la voz de nuevo, con tanta claridad como si mi madre estuviera detrás de mí. Llamaba mi nombre. Me volví con rapidez, pero no vi más que la silueta oscura de la choza y los arbustos más allá.
El oír mi nombre me produjo la más profunda angustia. Gimotee involuntariamente. Sentí frío y mucha soledad y empecé a llorar. En ese momento tenía la sensación de necesitar a alguien que se preocupara por mí. Volví el rostro para mirar a don Juan; me observaba. No quería verlo, de modo que cerré los ojos. Y entonces vi a mi madre. No era el pensamiento de mi madre, la forma en que suelo pensar en ella. Era una visión clara de su persona parada junto a mí. Me sentí desesperado. Temblaba y quería escapar. La visión de mi madre era demasiado inquietante, demasiado ajena a lo que yo perseguía en ese mitote. Al parecer no había manera consciente de evitarla. Acaso podría haber abierto los ojos, de querer en verdad que la visión se desvaneciese, pero en vez de ello la examiné con detenimiento. Mi examen fue algo más que simplemente mirarla; fue un escrutinio y una valoración compulsivos. Un sentimiento muy peculiar me envolvió como una fuerza externa, y de pronto sentí la horrenda carga del amor de mi madre. Al oír mi nombre me desgarré; el recuerdo de mi madre me llenó de angustia y melancolía, pero al examinarla supe que nunca la había querido. Esa toma de conciencia me sacudió. Pensamientos e imágenes acudieron en avalancha. La visión de mi madre debe de haberse desvanecido mientras tanto; ya no era importante. Tampoco me interesaba ya lo que los indios hacían. De hecho, había olvidado el mitote. Me hallaba absorto en una serie de pensamientos extraordinarios: extraordinarios porque eran más que pensamientos; porque eran unidades de sentimiento completas, certezas emotivas, evidencias indisputables sobre la naturaleza de mi relación con mi madre.
En cierto momento, estos pensamientos extraordinarios cesaron de acudir. Noté que habían perdido su fluidez y la calidad de ser unidades de sentimiento completas. Había yo empezado a pensar en otras cosas. Mi mente desvariaba. Pensé en otros miembros de mi familia inmediata, pero ninguna imagen acompañaba mis pensamientos. Entonces miré a don Juan. Estaba de pie; los demás hombres también estaban de pie, y entonces todos caminaron hacia el agua. Me hice a un lado y codeé al muchacho que seguía dormido.
Casi tan pronto como don Juan subió en mi coche, le relaté la secuencia de mi asombrosa visión. Rió con gran deleite y dijo que mi visión era una señal, un augurio tan importante como mi primera experiencia con Mescalito. Recordé que, cuando ingerí peyote por vez primera, don Juan interpretó mis reacciones como un augurio importantísimo; de hecho, ésa fue la causa de que decidiera enseñarme su conocimiento.
Don Juan dijo que, durante la última noche del mitote, Mescalito se había cernido sobre mí en forma tan obvia que todo el mundo se sintió forzado a volverse en mi dirección; por eso él me estaba observando cuando yo lo miré.
Quise escuchar la interpretación que daba a mi visión, pero don Juan no quería hablar de ella. Dijo que cualquier cosa que yo hubiese experimentado era una tontería en comparación con el augurio. Don Juan siguió hablando de la luz de Mescalito derramándose sobre mí, y de cómo todos la habían visto.