– Nadie puede tomar por sorpresa a un brujo, aunque sea viejo -dijo Benigno con autoridad-. Lo que sí, pueden caerle en montón cuando esté dormido. Eso le pasó a un tal Cevicas. La gente se cansó de sus malas artes y lo mató.
Les pedí detalles de aquel evento, pero dijeron que había ocurrido años atrás cuando eran aún muy chicos. Eligio añadió que en el fondo la gente creía que Cevicas había sido solamente un charlatán, pues nadie podía dañar a un brujo de verdad. Traté de seguir interrogándolos sobre sus opiniones acerca de los brujos. No parecían tener mucho interés en el tema; además, estaban ansiosos de salir a disparar el rifle 22 que yo llevaba.
Guardamos silencio un rato mientras caminábamos hacia el espeso chaparral; luego Eligio, que iba a la cabeza de la fila, se volvió a decirme:
– A lo mejor los locos somos nosotros. A lo mejor don Juan tiene razón. Mira nada más cómo vivimos.
Lucio y Benigno protestaron. Yo intenté mediar. Apoyé a Eligió y les dije que yo mismo había sentido algo erróneo en mi manera de vivir. Benigno dijo que yo no tenía motivo para quejarme de la vida; que tenía dinero y coche. Repuse que yo fácilmente podría decir que ellos mismos estaban mejor porque cada uno poseía un trozo de tierra. Respondieron al unísono que el dueño de su tierra era el banco ejidal. Les dije que yo tampoco era dueño de mi coche, que el propietario era un banco californiano, y que mi vida era sólo distinta a las suyas, pero no mejor. Para entonces ya estábamos en los matorrales densos.
No hallamos venados ni jabalíes, pero cobramos tres liebres. Al regreso nos detuvimos en casa de Lucio y él anunció que su esposa haría guisado de liebre. Benigno fue a la tienda a comprar una botella de tequila y a traernos refrescos. Cuando volvió, don Juan iba con él.
– ¿Hallaste a mi agüelo tomando cerveza en la tienda? -preguntó Lucio, riendo.
– No he sido invitado a esta reunión -dijo don Juan-. Sólo pasé a preguntarle a Carlos si siempre se va a Hermosillo.
Le dije que planeaba salir al día siguiente, y mientras hablábamos Benigno distribuyó las botellas. Eligio dio la suya a don Juan, y como entre los yaquis rehusar algo, aun como cumplido, es una descortesía mortal, don Juan la tomó en silencio. Yo di la mía a Eligio, y él se vio obligado a tomarla. Benigno, a su vez, me dio su botella. Pero Lucio, que obviamente había visualizado todo el esquema de buenos modales yaquis, ya había terminado de beber su refresco. Se volvió a Benigno, que lucía una expresión patética, y dijo riendo:
– Te chingaron tu botella.
Don Juan dijo que él nunca bebía refresco y puso su botella en manos de Benigno. Quedamos en silencio, sentados bajo la ramada.
Eligio parecía nervioso. Jugueteaba con el ala de su sombrero.
– He estado pensando en lo que decía usted la otra noche -dijo a don Juan-. ¿Cómo puede el peyote cambiar nuestra vida? ¿Cómo?
Don Juan no respondió. Miró fijamente a Eligio durante un momento y luego empezó a cantar en yaqui. No era una canción propiamente dicha, sino una recitación corta. Permanecimos largo rato sin hablar. Luego pedí a don Juan que me tradujese las palabras yaquis.
– Eso fue solamente para los yaquis -dijo con naturalidad.
Me sentí desanimado. Estaba seguro de que había dicho algo de gran importancia.
– Eligio es indio -me dijo finalmente don Juan-, y como indio, Eligio no tiene nada. Los indios no tenemos nada. Todo lo que ves por aquí pertenece a los yoris. Los yaquis sólo tienen su ira y lo qué la tierra les ofrece libremente.
Nadie abrió la boca en bastante rato; luego don Juan se levantó y dijo adiós y se fue. Lo miramos hasta que desapareció tras un recodo del camino. Todos parecíamos estar nerviosos. Lucio nos dijo, deshilvanadamente, que su abuelo se había marchado porque detestaba el guisado de liebre. Eligio parecía sumergido en pensamientos. Benigno se volvió hacia mí y dijo, fuerte:
– Yo pienso que el Señor los va a castigar a ti y a don Juan por lo que están haciendo.
Lucio empezó a reír y Benigno se le unió.
– Ya te estás haciendo el payaso, Benigno -dijo Eligio, sombrío-. Lo que acabas de decir no vale madre.
15 de septiembre, 1968
Eran las nueve de una noche de sábado. Don Juan estaba sentado frente a Eligio en el centro de la ramada en casa de Lucio. Don Juan puso entre ambos su saco de botones de peyote y cantó meciendo ligeramente su cuerpo hacia atrás y hacia adelante. Lucio, Benigno y yo nos hallábamos cosa de metro y medio detrás de Eligio, sentados con la espalda contra la pared. Al principio la oscuridad fue completa. Habíamos estado dentro de la casa, a la luz de la linterna de gasolina, esperando a don Juan. Al llegar, él nos hizo salir a la ramada y nos dijo dónde sentarnos. Tras un rato mis ojos se acostumbraron a lo oscuro. Pude ver claramente a todos. Advertí que Eligio parecía aterrado. Su cuerpo entero temblaba; sus dientes castañeteaban en forma incontrolable. Sacudidas espasmódicas de su cabeza y su espalda lo convulsionaban.
Don Juan le habló diciéndole que no tuviera miedo y confiase en el protector y no pensara en nada más. Con ademán despreocupado tomó un botón de peyote, lo ofreció a Eligio y le ordenó mascarlo muy despacio. Eligio gimió como un perrito y retrocedió. Su respiración era muy rápida; sonaba como el resoplar de un fuelle. Se quitó el sombrero y se enjugó la frente. Se cubrió el rostro con las manos. Pensé que lloraba. Transcurrió un momento muy largo y tenso antes de que recuperara algún dominio de si. Enderezó la espalda y, aún cubriéndose la cara con una mano, tomó el botón de peyote y comenzó a mascarlo.
Sentí una aprensión tremenda. No había advertido, hasta entonces, que acaso me hallaba tan asustado como Eligio. Mi boca tenía una sequedad similar a la que produce el peyote. Eligio mascó el botón durante largo rato. Mi tensión aumentó. Empecé a gemir involuntariamente mientras mi respiración se aceleraba.
Don Juan empezó a canturrear más alto; luego ofreció otro botón a Eligio y, cuando Eligio lo hubo terminado, le ofreció fruta seca y le indicó mascarla poco a poco.
Eligio se levantó repetidas veces para ir a los matorrales. En determinado momento pidió agua. Don Juan le dijo que no la bebiera, que sólo hiciese buches con ella.
Eligio masticó otros dos botones y don Juan le dio carne seca,
Cuando hubo mascado su décimo botón, yo estaba casi enfermo de angustia.
De pronto, Eligio cayó hacia adelante y su frente golpeó el suelo. Rodó sobre el costado izquierdo y se sacudió convulsivamente. Miré mi reloj. Eran las once y veinte. Eligio se sacudió, se bamboleó y gimió durante más de una hora, tirado en el suelo.
Don Juan mantuvo la misma posición frente a él. Sus canciones de peyote eran casi un murmullo. Benigno, sentado a mi derecha, parecía distraído; Lucio, junto a él, se había dejado caer de lado y roncaba.
El cuerpo de Eligio se contrajo a una posición retorcida. Yacía sobre el costado izquierdo, de frente hacia mí, con las manos entre las piernas. Dio un poderoso salto y se volvió sobre la espalda, con las piernas ligeramente curvadas. Su mano izquierda se agitaba hacia afuera y hacia arriba con un movimiento libre y elegante en extremo. La mano derecha repitió el mismo diseño, y luego ambos brazos alternaron en un movimiento lento, ondulante, parecido al de un arpista. El movimiento se hizo gradualmente más vigoroso. Los brazos tenían una vibración perceptible y subían y bajaban como pistones. Al mismo tiempo, las manos giraban hacia adelante, desde la muñeca, y los dedos se agitaban. Era un espectáculo bello, armonioso, hipnótico. Pensé que su ritmo y su dominio muscular estaban más allá de toda comparación.
Entonces Eligio se levantó despacio, como si se estirara contra una fuerza envolvente. Su cuerpo temblaba. Se sentó en cuclillas y luego empujó hasta quedar erecto. Sus brazos, tronco y cabeza vibraban como si los atravesase una corriente eléctrica intermitente. Era como si una fuerza ajena a su control lo asentara o lo impulsase hacia arriba.