– Acaso podría usted decirme más acerca de su desatino controlado -dije.
– ¿Qué quieres saber de eso?
– Dígame por favor, don Juan, ¿qué es exactamente el desatino controlado?
Don Juan rió fuerte y produjo un sonido chasqueante golpeándose el muslo con la mano ahuecada.
– ¡Esto es desatino controlado! -dijo, y nuevamente rió y golpeó su muslo.
– ¿Qué quiere usted decir…?
– Estoy feliz de que, al cabo de tantos años, finalmente me hayas preguntado por mi desatino controlado, y sin embargo no me hubiera importado en lo más mínimo si nunca hubieras preguntado. Pero he decidido sentirme feliz, como si me importara que preguntases, como si importara que me importara. ¡Eso es desatino controlado!
Ambos reímos con ganas. Lo abracé. Su explicación me resultaba deliciosa, aunque no acababa de comprenderla.
Como de costumbre, estábamos sentados en el área frente a la puerta de su casa. Mediaba la mañana. Don Juan tenía delante una pila de semillas y les estaba quitando la basura. Yo había ofrecido ayudarlo pero él rehusó; dijo que las semillas eran un regalo para uno de sus amigos en Oaxaca y que yo no tenía el poder suficiente para tocarlas.
– ¿Con quiénes practica usted el desatino controlado, don Juan? -pregunté tras un silencio largo.
El chasqueó la lengua.
– ¡Con todos! -exclamó, sonriendo.
– Entonces, ¿cuándo decide usted practicarlo?
– Cada vez que actúo.
En ese punto sentí necesidad de recapitular, y le pregunté si desatino controlado significaba que sus actos no eran nunca sinceros, sino sólo los actos de un actor.
– Mis actos son sinceros -dijo-, pero sólo son los actos de un actor.
– ¡Entonces todo lo que usted hace debe ser desatino controlado! -dije, verdaderamente sorprendido.
– Sí, todo -dijo él.
– Pero no puede ser cierto -protesté- que cada uno de sus actos sea únicamente eso.
– ¿Por qué no? -replicó con una mirada misteriosa.
– Eso significaría que nada tiene caso para usted y que nada ni nadie le importan en verdad. Yo, por ejemplo. ¿Quiere usted decir que no le importa si yo me convierto o no en hombre de conocimiento, o si vivo, si muero, si hago cualquier cosa?
– ¡Cierto! No me importa. Tú eres como Lucio, o como cualquier otro en mi vida, mi desatino controlado.
Experimenté una peculiar sensación de vacío. Obviamente no había en el mundo razón alguna para que yo hubiera de importarle a don Juan, pero a la vez yo tenía casi la certeza de que se preocupaba por mi en lo personal; pensaba que no podía ser de otro modo, pues siempre me había dedicado su atención completa durante cada momento que yo había pasado con él. Se me ocurrió que acaso don Juan sólo decía eso por estar molesto conmigo. Después de todo, yo abandoné sus enseñanzas.
– Siento que no estamos hablando de lo mismo -dije-. No debía haberme puesto como ejemplo. Lo que quise decir es que debe haber algo en el mundo que a usted le importe en una forma que no sea desatino controlado. No creo que sea posible seguir viviendo si nada nos importa en realidad.
– Eso se aplica a ti -dijo-. Las cosas te importan a ti. Tú me preguntaste por mi desatino controlado y yo te dije que todo cuanto hago en relación conmigo mismo y con mis semejantes es precisamente eso, porque nada importa.
– La cosa es, don Juan, que si nada le importa, ¿cómo puede usted seguir viviendo?
Rió, y tras una pausa momentánea, en la que pareció deliberar si responderme o no, se levantó y fue al traspatio de su casa. Lo seguí.
– Espere, espere, don Juan -dije-. De veras quiero saber; debe usted explicarme lo que quiere decir.
– A lo mejor no es posible explicar -dijo él-. Ciertas cosas de tu vida te importan porque son importantes; tus acciones son ciertamente importantes para ti, pero para mí, ni una sola cosa es importante ya, ni mis acciones ni las acciones de mis semejantes. Pero sigo viviendo porque tengo mi voluntad. Porque he templado mi voluntad a lo largo de toda mi vida, hasta hacerla impecable y completa, y ahora no me importa que nada importe. Mi voluntad controla el desatino de mi vida.
Se acuclilló y pasó los dedos sobre unas hierbas que había puesto a secar al sol en un gran trozo de arpillera.
Me hallaba desconcertado. Jamás habría podido anticipar la dirección que mi interrogatorio había tomado. Tras una larga pausa, pensé en un buen punto. Le dije que en mi opinión algunos actos de mis semejantes tenían importancia suprema. Señalé que una guerra nuclear era definitivamente el ejemplo más dramático de un acto así. Dije que, para mí, destruir la vida en toda la faz de la tierra era un acto de enormidad vertiginosa.
– Crees eso porque estás pensando. Estás pensando en la vida -dijo don Juan con un brillo en la mirada-. No estás viendo.
– ¿Me sentiría distinto si pudiera ver? -pregunté.
– Una vez que un hombre aprende a ver, se halla solo en el mundo, sin nada más que desatino -dijo don Juan en tono críptico.
Hizo una pausa y me miró como queriendo juzgar el efecto de sus palabras.
– Tus acciones, así como las acciones de tus semejantes en general, te parecen importantes sólo porque has aprendido a pensar que son importantes.
Puso una inflexión tan peculiar en la palabra "aprendido" que me forzó a inquirir a qué se refería con ella.
– Aprendemos a pensar en todo -dijo-, y luego entrenamos nuestros ojos para mirar al mismo tiempo que pensamos de las cosas que miramos. Nos miramos a nosotros mismos pensando ya que somos importantes. ¡Y por supuesto tenemos que sentirnos importantes! Pero luego, cuando uno aprende a ver, se da cuenta de que ya no puede uno pensar en las cosas que mira, y si uno no puede pensar en lo que mira todo se vuelve sin importancia.
Don Juan debe haber notado mi expresión intrigada; repitió sus aseveraciones tres veces, como para hacerme comprenderlas. Lo que dijo me sonó al principio como un galimatías, pero al pensarlo cuidadosamente, sus palabras descollaron más bien como una declaración elaborada acerca de alguna faceta de la percepción.
Intenté pensar una buena pregunta que lo hiciera clarificar su argumento, pero no se me ocurrió nada. De un momento a otro me sentía exhausto y no podía formular con claridad mis pensamientos.
Don Juan pareció notar mi fatiga y me dio unas palmaditas suaves.
– Limpia estas plantas aquí -dijo-, y luego las desmenuzas con cuidado y las pones en este frasco.
Me dio un frasco grande de café y se marchó.
Volvió a su casa horas después, al atardecer. Yo había terminado de deshebrar sus plantas y tenido tiempo de sobra para escribir mis notas. Quise hacerle acto seguido algunas preguntas, pero no estaba de humor para responderme. Dijo que se moría de hambre y que primero debía preparar su comida. Encendió un fuego en su estufa de tierra y puso una olla con extracto de caldo de hueso. Atisbó en las bolsas de provisiones que yo había llevado y sacó unas verduras, las cortó en trozos pequeños y las echó en la olla. Luego se acostó en su petate, se quitó los huaraches y me indicó sentarme más cerca de la estufa, para alimentar el fuego.
Estaba casi oscuro; desde mi puesto podía ver el cielo hacia el oeste. Las orillas de unas espesas formaciones de nubes estaban teñidas de un color anteado profundo, mientras el centro de las nubes permanecía casi negro.
Iba yo a comentar la belleza de las nubes, pero él habló primero.
– Esponjosas por fuera y apretadas por dentro -dijo señalando las nubes.
Su frase encajaba tan a la perfección que me hizo saltar.
– En este momento yo iba a hablarle de las nubes -dije.