Bostezó. Se acostó de espaldas y estiró los brazos y las piernas. Sus huesos produjeron un sonido crujiente.
– Te fuiste por un tiempo muy largo. Piensas demasiado.
Se levantó y fue al espeso chaparral a un lado de la casa. Alimenté el fuego para mantener hirviendo la olla. Iba a encender una lámpara de petróleo, pero la semioscuridad era muy confortante. El fuego de la estufa, que daba luz suficiente para escribir, creaba asimismo un resplandor rojizo en mi alrededor. Puse mis notas en el suelo y me acosté. Me sentía cansado. De toda la conversación de don Juan, lo único que punzaba mi mente era que yo no le importaba; eso me producía una inquietud inmensa. Durante un lapso de años yo había depositado en él mi confianza. De no haber confiado en él por entero, el miedo me habría paralizado ante la perspectiva de aprender su conocimiento; la premisa en que mi confianza se basaba era la idea de que yo le importaba en lo personal; de hecho siempre le tuve miedo, pero frené mi temor porque confiaba en él. Cuando él quitó esa base, me dejó sin nada en que apoyarme, y me sentí desvalido.
Una angustia muy extraña se posesionó de mi. Me puse extremadamente agitado y empecé a pasear de un lado a otro frente a la estufa. Don Juan tardaba mucho. Lo esperé con impaciencia.
Regresó un rato después; volvió a sentarse ante el fuego y yo solté atropelladamente mis temores. Le dije que me preocupaba mi incapacidad de cambiar de dirección a mitad de la corriente; le expliqué que, junto con la confianza que le tenía, había aprendido también a respetar su forma de vivir y a considerarla intrínsecamente más racional, o al menos más funcional, que la mía. Dije que sus palabras me habían lanzado a un conflicto terrible porque involucraban la necesidad de cambiar mis sentimientos. Para ilustrar mi argumento, narré a don Juan la historia de un anciano de mi propia cultura: un abogado rico, conservador, que había vivido su vida convencido de sostener la verdad. En los primeros años del treinta, con el advenimiento de la política del presidente Roosevelt se vio envuelto apasionadamente en el drama político de aquella época. Poseía la seguridad categórica de que el cambio era perjudicial al país, y por devoción a su forma de vida y convicción de estar en lo justo, juró combatir lo que consideraba un mal político. Pero la marea de la época era demasiado fuerte; lo avasalló. Pugnó contra ella a lo largo de diez años, en la arena política y en el territorio de su vida personal; luego, la segunda guerra mundial selló sus esfuerzos con la derrota completa. Su caída política e ideológica dio por resultado una profunda amargura; se autoexiló durante veinticinco años. Cuando lo conocí, tenía ochenta y cuatro y había vuelto a su ciudad natal a pasar sus últimos días en un asilo de ancianos. Me parecía inconcebible que hubiese vivido tanto, teniendo en cuenta la forma en que había despilfarrado su vida en amargura y autocompasión. Por algún motivo mi compañía le resultaba amena, y solíamos conversar largamente.
La última vez que lo vi, concluyó nuestra conversación en la forma siguiente:
– He tenido tiempo de volver la cara y examinar mi vida. Los asuntos de mi tiempo no son hoy más que una historia, y ni siquiera una historia interesante. Acaso desperdicié años de mi vida persiguiendo algo que nunca existió. Últimamente he tenido el sentimiento de que creí en algo que era una farsa. No valía la pena. Creo que ahora lo sé. Y sin embargo no puedo recobrar los cuarenta años que he perdido.
Dije a don Juan que mi conflicto surgía de las dudas a que me habían arrojado sus palabras sobre el desatino controlado.
– Si nada importa en realidad -dije-, al convertirse en hombre de conocimiento uno se hallaría, forzosamente, tan vacío como mi amigo y no en mejor posición.
– No es así -dijo don Juan, cortante-. Tu amigo se siente solo porque morirá sin ver. Su vida sólo fue para hacerse viejo y ahora ha de sentirse más mal que nunca. Siente haber desperdiciado cuarenta años porque buscaba victorias y no halló sino derrotas. Jamás sabrá que ser victorioso y ser derrotado son iguales.
"Conque ahora me tienes miedo por haberte dicho que eres igual a todo lo demás. Te estás haciendo el necio. Nuestra suerte como hombres es aprender, y al conocimiento se va como a la guerra; te lo he dicho incontables veces. Al conocimiento o a la guerra se va con miedo, con respeto, sabiendo que se va a la guerra, y con absoluta confianza en sí mismo. Confía en ti, no en mí.
"Conque temes el vacío de la vida de tu amigo. Pero no hay vacío en la vida de un hombre de conocimiento: te lo digo yo. Todo está lleno hasta el borde.
Don Juan se puso en pie y extendió los brazos como palpando cosas en el aire.
– Todo está lleno hasta el borde -repitió-, y todo es igual. Yo no soy como tu amigo que nada más se hizo viejo. Cuando yo te digo que nada importa, no lo digo como él. Para él, su lucha no valió la pena porque salió derrotado; para mí no hay victoria, ni derrota, ni vacío. Todo está lleno hasta el borde y todo es igual y mi lucha valió la pena.
"Para convertirse en hombre de conocimiento hay que ser un guerrero, no un niño llorón. Hay que luchar sin entregarse, sin una queja, sin titubear, hasta que uno vea, y sólo entonces puede uno darse cuenta que nada importa.
Don Juan revolvió la olla con una cuchara de madera. La comida estaba lista. Quitó la olla del fuego y la puso en un bloque rectangular de adobe que había construido contra la pared y que usaba como repisa o mesa. Empujó con el pie dos cajones pequeños que servían como sillas cómodas, especialmente si uno se recargaba contra las vigas que soportaban el muro. Me hizo seña de tomar asiento y sirvió un plato de sopa. Sonrió; sus ojos brillaban como si en verdad disfrutara mi presencia. Suavemente deslió el plato en mi dirección. Había en su gesto tal calor y bondad que parecía estarme pidiendo restaurar mi confianza en él. Me sentí idiota; traté de romper mi pesadumbre mientras buscaba mi cuchara, pero no pude hallarla. La sopa estaba demasiado caliente para beberla del plato, y mientras se enfriaba pregunté a don Juan si desatino controlado quería decir que un hombre de conocimiento ya no podía querer a nadie.
Dejó de comer y rió.
– Te importa demasiado querer a los otros o que te quieran a ti -dijo-. Un hombre de conocimiento quiere, eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, pero usa su desatino controlado para andar sin pena ni cuidado. Lo contrario de lo que tú haces ahora. Que los otros lo quieren o no lo quieran a uno no es todo lo que se puede hacer como hombre.
Se me quedó viendo un rato, con la cabeza algo ladeada.
– Piénsalo -dijo.
– Hay una cosa más que quiero preguntar, don Juan. Dijo usted que necesitamos mirar con nuestros ojos para reír, pero yo creo que nos reímos porque pensamos. Un ciego también se ríe.
– No -dijo-. Los ciegos no ríen. Sus cuerpos se sacuden un poquito con la oleada de la risa. Jamás han mirado el filo gracioso del mundo y tienen que imaginarlo. Su risa no es rugido.
No hablamos más. Yo experimentaba una sensación de bienestar, de felicidad. Comimos en silencio; luego don Juan empezó a reír. Yo estaba usando una rama seca para llevar las verduras a mi boca.
4 de octubre, 1968
Hoy, en cierto momento, pregunté a don Juan si tenía inconveniente en hablar un poco más sobre "ver". Pareció deliberar un instante; luego sonrió y dijo que de nuevo me hallaba envuelto en mi rutina de costumbre, tratando de hablar en vez de hacer.
– Si quieres ver deberás dejar que el humo te guíe -dijo con énfasis-. Ya no voy a hablar de esto.
Yo estaba ayudándole a limpiar unas hierbas secas. Trabajamos un buen rato en silencio completo. Cuando me veo forzado a un silencio prolongado me entra siempre la aprensión, sobre todo en presencia de don Juan. En un momento dado le presenté una pregunta en una especie de arranque compulsivo, casi beligerante.