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– ¿Cómo ejercita su desatino controlado un hombre de conocimiento en el caso de la muerte de una persona a quien ama?

Tomado por sorpresa, don Juan me miró extrañado.

– Digamos su nieto Lucio -dije-. ¿Serían desatino controlado los actos de usted en caso de que él muriera?

– Digamos mi hijo Eulalio, es mejor ejemplo -repuso con calma don Juan-. Lo aplastó un derrumbe cuando trabajaba en la construcción de la Carretera Panamericana. La manera como actué con él en el momento de su muerte fue desatino controlado. Cuando llegué a la zona de explosivos, casi estaba muerto, pero su cuerpo era tan fuerte que seguía moviéndose y pataleando. Me puse frente a él y les dije a los muchachos de la cuadrilla que ya no lo acarrearan; me obedecieron y se quedaron allí parados alrededor de mi hijo, mirando su cuerpo maltrecho. Yo también me quedé allí parado, pero sin mirar. Cambié mis ojos para ver cómo su vida personal se deshacía, se extendía incontrolable más allá de sus limites, como una neblina de cristales, porque así es como la vida y la muerte se mezclan y se expanden. Eso fue lo que hice en la hora de la muerte de mi hijo. Eso es todo lo que uno podría hacer, y es desatino controlado. Si lo hubiera mirado, lo hubiera visto quedarse quieto y habría sentido un grito por dentro, porque ya nunca más miraría su hermosa figura caminando por la tierra. En lugar de eso vi su muerte, y no hubo tristeza ni sentimiento. Su muerte era igual a todo lo demás.

Don Juan guardó silencio unos instantes. Parecía triste, pero entonces sonrió y golpeteó mi cabeza con un dedo.

– Puedes decir que, en el caso de la muerte de un persona a quien amo, mi desatino controlado es cambiar los ojos.

Pensé en la gente que yo amo, y una oleada de pena, terriblemente opresiva, me envolvió.

– Dichoso usted, don Juan -dije-. Usted puede cambiar los ojos, mientras que yo no puedo sino mirar.

Mis frases lo hicieron reír.

– ¡Qué dichoso ni qué la chingada! -dijo-. Es trabajo duro.

Ambos reímos. Tras un largo silencio empecé a interrogarlo de nuevo, quizá sólo para disipar mi propia tristeza.

– Entonces, don Juan, si le he entendido correctamente -dije-, los únicos actos en la vida de un hombre de conocimiento que no son desatino controlado son aquéllos que realiza con su aliado o con Mescalito. ¿No es cierto?

– Es cierto -dijo chasqueando la lengua-. Mi aliado y Mescalito no están al nivel de nosotros los seres humanos. Mi desatino controlado se aplica sólo a mí mismo y a los actos que realizo en compañía de mis semejantes.

– Sin embargo -dije-, es una posibilidad lógica pensar que un hombre de conocimiento puede también considerar desatino controlado sus actos con su aliado o con Mescalito, ¿verdad?

Me miró un momento.

– Estás pensando otra vez -dijo-. Un hombre de conocimiento no piensa, por lo tanto no puede encontrarse con esa posibilidad. Aquí estoy yo, por ejemplo. Yo digo que mi desatino controlado se aplica a los actos que realizo en compañía de mis semejantes; lo digo porque puedo ver a mis semejantes. Sin embargo, no puedo ver a mi aliado y eso lo hace incomprensible para mi, así que ¿cómo voy a controlar mi desatino si no lo veo? Con mi aliado o con Mescalito yo soy solamente un hombre que sabe cómo ver y se desconcierta con lo que ve; un hombre que sabe que jamás entenderá todo lo que lo rodea.

"Ahí estás tú, por ejemplo. A mí no me importa si te haces o no hombre de conocimiento; sin embargo, a Mescalito le importa. Si no le importara, no daría tantos pasos para mostrar que se ocupa de ti. Yo me doy cuenta de que se ocupa y actúo de acuerdo con eso, pero sus razones me son incomprensibles."

VI

Justamente cuando subíamos en mi coche para iniciar un viaje al estado de Oaxaca, el 5 de octubre de 1968, don Juan me detuvo.

– Te he dicho antes -dijo con expresión grave- que nunca hay que revelar el nombre ni el paradero de un brujo. Creo que entendiste que nunca debías revelar mi nombre ni el sitio donde está mi cuerpo. Ahora voy a pedirte que hagas lo mismo con un amigo mío, un amigo a quien llamarás Genaro. Vamos a ir a su casa; pasaremos allí un tiempo.

Aseguré a don Juan no haber traicionado jamás su confianza.

– Lo sé -dijo sin alterar su seriedad-. Pero me preocupa que vayas a volverte descuidado.

Protesté, y don Juan dijo que su propósito era únicamente recordarme que, cada vez que uno se descuidaba en asuntos de brujería, estaba jugando con una muerte inminente y sin sentido, la cual podía evitarse siendo precavido y alerta.

– Ya no tocaremos este asunto -dijo-. Una vez que salgamos de mi casa no mencionaremos a Genaro ni pensaremos en él. Quiero que desde ahora pongas en orden tus pensamientos. Cuando lo conozcas debes ser claro y no tener dudas en tu mente.

– ¿A qué clase de dudas se refiere usted, don Juan?

– A cualquier clase de dudas. Cuando lo conozcas, debes ser claro como el cristal. ¡El te va a ver!

Sus extrañas admoniciones me produjeron una gran aprensión. Mencioné que acaso no debía conocer en absoluto a su amigo. Pensé que sólo debía llevar a don Juan cerca de donde aquél vivía y dejarlo allí.

– Lo que te dije fue sólo una precaución -dijo él-. Ya conociste a un brujo, Vicente, y casi te mató. ¡Ten cuidado esta vez!

Cuando llegamos a la parte central de México, nos tomó dos días caminar desde donde dejé mi coche hasta la casa del amigo, una chocita encaramada en la ladera de una montaña. El amigo de don Juan estaba en la puerta, como si nos aguardara. Lo reconocí de inmediato. Ya había tenido contacto con él, aunque brevemente, cuando llevé mi libro a don Juan. Aquella vez no lo había mirado en realidad, sino muy por encima, y tuve la impresión de que era de la misma edad que don Juan. Sin embargo, al verlo en la puerta de su casa advertí que definitivamente era más joven. No tendría muchos años más de los sesenta. Era más bajo y más esbelto que don Juan, muy moreno y magro. Tenía el cabello espeso, veteado de gris y un poco largo; le cubría en parte las orejas y la frente. Su rostro era redondo y duro. Una nariz muy prominente lo hacía parecer un ave de presa con pequeños ojos oscuros.

Habló primero con don Juan. Don Juan asintió con la cabeza. Conversaron brevemente. No hablaban en español, así que no entendí lo que decían. Luego don Genaro se volvió hacia mí.

– Sea usted bienvenido a mi humilde choza -dijo en español y en tono de disculpa.

Sus palabras eran una fórmula de cortesía que yo había oído antes en diversas áreas rurales de México. Pero al decirlas rió gozoso, sin ninguna razón evidente, y supe que estaba ejerciendo su desatino controlado. No le importaba en lo más mínimo que su casa fuera una choza. Don Genaro me simpatizó mucho.

Durante los dos días siguientes, fuimos a las montañas para recoger plantas. Don Juan, don Genaro y yo salíamos cada día al romper el alba. Los dos viejos se encaminaban juntos a una parte especifica, pero no identificada, de las montañas, y me dejaban solo en cierta zona del bosque. Yo tenía allí una sensación exquisita. No advertía el paso del tiempo, ni me daba aprensión el quedarme solo; la experiencia extraordinaria que tuve ambos días fue una inexplicable capacidad para concentrarme en la delicada tarea de hallar las plantas específicas que don Juan me había confiado recoger.

Regresábamos a la casa al caer la tarde, y los dos días mi cansancio me hizo dormirme en el acto.

Pero el tercer día fue distinto. Los tres trabajamos juntos, y don Juan pidió a don Genaro enseñarme cómo seleccionar determinadas plantas. Regresamos alrededor del mediodía y los dos viejos estuvieron sentados frente a la casa horas enteras, en completo silencio, como si se hallaran en estado de trance. Pero no estaban dormidos. Caminé un par de veces alrededor de ellos; don Juan seguía con los ojos mis movimientos, y lo mismo hacía don Genaro.