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– Hay que hablar con las plantas antes de cortarlas -dijo don Juan. Dejó caer al descuido sus palabras y repitió la frase tres veces, como para captar mi atención. Nadie había dicho una sola palabra hasta que él habló.

– Para ver a las plantas hay que hablarles personalmente -prosiguió-. Hay que llegar a conocerlas una por una; entonces las plantas te dicen todo lo que quieras saber de ellas.

Atardecía. Don Juan estaba sentado en una piedra plana, de cara a las montañas del oeste; don Genaro, junto a él, ocupaba un petate y miraba hacia el norte. Don Juan me había dicho, el primer día que estuvimos allí, que ésas eran las "posiciones" de ambos, y que yo debía sentarme en el suelo en cualquier sitio frente a los dos. Añadió que, mientras nos halláramos sentados en esas posiciones, yo tenía que mantener el rostro hacia el sureste, y mirarlos sólo en breves vistazos.

– Sí, así pasa con las plantas, ¿no? -dijo don Juan y se volvió a don Genaro, quien manifestó su acuerdo con un gesto afirmativo.

Le dije que el motivo de que yo no hubiera seguido sus instrucciones era que me sentía un poco estúpido hablando con las plantas.

– No acabas de entender que un brujo no está bromeando -dijo con severidad-. Cuando un brujo hace el intento de ver, hace el intento de ganar poder.

Don Genaro me observaba. Yo estaba tomando notas y eso parecía desconcertarlo. Me sonrió, meneó la cabeza y dijo algo a don Juan. Don Juan alzó los hombros. Verme escribir debe haber sido bastante extraño para don Genaro. Don Juan, supongo, se hallaba acostumbrado a mis anotaciones, y el hecho de que yo escribiera mientras él hablaba ya no le producía extrañeza; podía continuar hablando sin parecer advertir mis actos. Don Genaro, en cambio, no dejaba de reír, y tuve que abandonar mi escritura para no romper el tono de la conversación.

Don Juan volvió a afirmar que los actos de un brujo no debían tomarse como chistes, pues un brujo jugaba con la muerte en cada vuelta del camino. Luego procedió a relatar a don Genaro la historia de cómo una noche, durante uno de nuestros viajes, yo había mirado las luces de la muerte, siguiéndome. La anécdota resultó absolutamente graciosa; don Genaro rodó por el suelo riendo.

Don Juan me pidió disculpas y dijo que su amigo era dado a explosiones de risa. Miré a don Genaro, a quien creí todavía rodando en el suelo, y lo vi ejecutar un acto de lo más insólito. Estaba parado de cabeza sin ayuda de brazos ni piernas, y tenía las piernas cruzadas como si se encontrara sentado. El espectáculo era tan insólito que me hizo saltar. Cuando tomé conciencia de que don Genaro estaba haciendo algo casi imposible, desde el punto de vista de la mecánica corporal, él había vuelto a sentarse en una postura normal. Don Juan, empero, parecía tener conocimiento de lo involucrado, y celebró a carcajadas la hazaña de don Genaro.

Don Genaro parecía haber notado mi confusión; palmoteó un par de veces y rodó nuevamente en el suelo; al parecer quería que yo lo observara. Lo que al principio había parecido rodar en el suelo era en realidad inclinarse estando sentado, y tocar el suelo con la cabeza. Aparentemente lograba su ilógica postura ganando impulso, inclinándose varias veces hasta que la inercia llevaba su cuerpo a una posición vertical, de modo que por un instante "se sentaba de cabeza".

Cuando la risa de ambos aminoró, don Juan siguió hablando; su tono era muy severo. Cambié la posición de mi cuerpo para estar cómodo y darle toda mi atención. No sonrió ni por asomo, como suele hacer, especialmente cuando trato de prestar atención deliberada a lo que dice. Don Genaro seguía mirándome como en espera de que yo empezase a escribir de nuevo, pero ya no tomé notas. Las palabras de don Juan eran una reprimenda por no hablar con las plantas que yo había cortado, como siempre me había dicho que hiciera. Dijo que las plantas que yo maté podrían también haberme matado; expresó su seguridad de que, tarde o temprano, harían que me enfermara. Añadió que si me enfermaba como resultado de dañar plantas, yo, sin embargo, no daría importancia al hecho y creería tener solamente un poco de gripe.

Los dos viejos tuvieron otro momento de regocijo; luego don Juan se puso serio nuevamente y dijo que, si yo no pensaba en mi muerte, mi vida entera no sería sino un caos personal. Se veía muy austero.

– ¿Qué más puede tener un hombre aparte de su vida y su muerte? -me dijo.

En ese punto sentí que era indispensable tomar notas y empecé a escribir de nuevo. Don Genaro se me quedó mirando y sonrió. Luego inclinó la cabeza un poco hacia atrás y abrió sus fosas nasales. Al parecer controlaba en forma notable los músculos que operaban dichas fosas, pues éstas se abrieron como al doble de su tamaño normal.

Lo más cómico de su bufonería no eran tanto los gestos de don Genaro como sus propias reacciones a ellos. Después de agrandar sus fosas nasales se desplomó, riendo, y una vez más llevó su cuerpo a la misma extraña posición invertida de sentarse de cabeza.

Don Juan rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Me sentí algo apenado y reí con nerviosismo.

– A Genaro no le gusta que escribas -dijo don Juan a guisa de explicación.

Puse mis notas a un lado, pero don Genaro me aseguró que estaba bien escribir, porque en realidad no le importaba. Volví a recoger mis notas y empecé a escribir. El repitió los mismos movimientos hilarantes y ambos tuvieron de nuevo las mismas reacciones.

Don Juan me miró, riendo aún, y dijo que su amigo me estaba imitando; que yo tenía la tendencia de abrir las fosa nasales cada vez que escribía; y que don Genaro pensaba que tratar de llegar a brujo tomando notas era tan absurdo como sentarse de cabeza; por eso había inventado la ridícula postura de reposar en la cabeza el peso de su cuerpo sentado.

– A lo mejor a ti no te hace gracia -dijo don Juan-, pero sólo a Genaro se le puede ocurrir sentarse de cabeza, y sólo a ti se te ocurre aprender a ser brujo escribiendo de arriba abajo.

Ambos tuvieron otra explosión de risa, y don Genaro repitió su increíble movimiento.

Me agradaba. Había en sus actos enorme gracilidad y franqueza.

– Mis disculpas, don Genaro -dije señalando el bloque de notas.

– Está bien -dijo, y rió chasqueando la lengua.

Ya no pude escribir. Siguieron hablando largo rato acerca de la forma en que las plantas podían realmente matar, y de cómo los brujos las usaban en esa capacidad. Ambos me miraban continuamente al hablar, como si esperaran que escribiese.

– Carlos es como un caballo al que no le gusta la silla -dijo don Juan-. Hay que ir muy despacio con él. Lo asustaste y ahora no escribe.

Don Genaro expandió sus fosas nasales y dijo en súplica parodiada, frunciendo el ceño y la boca:

– ¡Ándale, Carlitos, escribe! Escribe hasta que se te caiga el dedo.

Don Juan se levantó, estirando los brazos y arqueando la espalda. Pese a su avanzada edad, su cuerpo se veía potente y flexible. Fue a los matorrales a un lado de la casa y yo quedé solo con don Genaro. El me miró y yo aparté los ojos, porque me hacía sentirme apenado.

– No me digas que ni siquiera vas a mirarme -dijo con una entonación extremadamente cómica.

Abrió las fosas nasales y las hizo vibrar; luego se puso en pie y repitió los movimientos de don Juan, arqueando la espalda y estirando los brazos, pero con el cuerpo contraído en una posición sumamente burlesca; era en verdad un gesto indescriptible que combinaba un exquisito sentido de la pantomima y un sentido de lo ridículo. Era una caricatura maestra de don Juan.

Don Juan regresó en ese momento y captó el gesto, y también la intención. Se sentó riendo por lo bajo.

– ¿Qué dirección lleva el viento? -preguntó como si nada don Genaro.

Don Juan señaló el oeste con un movimiento de cabeza.

– Mejor voy a donde sopla el viento -dijo don Genaro con expresión de seriedad.

Luego se volvió y sacudió un dedo en mi dirección.