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– Y tú no hagas caso si oyes ruidos raros -dijo-. Cuando Genaro caga, las montañas se estremecen.

Saltó a los matorrales y un momento después oí un ruido muy extraño, un retumbar profundo, ultraterreno. No supe qué interpretación darle. Miré a don Juan buscando un indicio, pero él estaba doblado de risa.

17 de octubre, 1968

No recuerdo qué cosa motivó a don Genaro a hablarme sobre el orden del "otro mundo", como él lo llamaba. Dijo que un maestro brujo era un águila, o más bien que podía convertirse en águila. En cambio, un brujo malo era un tecolote. Don Genaro dijo que un brujo malo era hijo de la noche y que para un hombre así los animales más útiles eran el león de montaña u otros felinos salvajes, o bien las aves nocturnas, el tecolote en especial. Dijo que los "brujos líricos", o simples aficionados, preferían otros animales: el cuervo, por ejemplo. Don Juan rió; había estado escuchando en silencio.

Don Genaro se volvió a él y dijo:

– Eso es cierto; tú lo sabes, Juan.

Luego dijo que un maestro brujo podía llevar consigo a su discípulo en un viaje y atravesar literalmente las diez capas del otro mundo. El maestro, siempre y cuando fuera un águila, podía empezar en la capa de abajo y luego atravesar cada mundo sucesivo hasta llegar a la cima. Los brujos malos y los líricos, dijo, sólo podían cuando mucho atravesar tres capas.

Don Genaro describió aquellos pasos diciendo:

– Empiezas en el mero fondo y entonces tu maestro te lleva en su vuelo y al rato, ¡pum! Atraviesas la primera capa. Luego, un ratito después, ¡pum! Atraviesas la segunda; y ¡pum! Atraviesas la tercera…

En tal forma don Genaro me llevó hasta la última capa del mundo. Cuando hubo terminado de hablar, don Juan me miró y sonrió sabiamente.

– Las palabras no son la predilección de Genaro -dijo-, pero si quieres recibir una lección, él te enseñará acerca del equilibrio de las cosas.

Don Genaro asintió con la cabeza; frunció la boca y entrecerró los párpados.

Su gesto me pareció delicioso.

Don Genaro se puso en pie y lo mismo hizo don Juan.

– Muy bien -dijo don Genaro-. Vamos, pues. Podemos ir a esperar a Néstor y Pablito. Ya terminaron. Los jueves terminan temprano.

Ambos subieron en mi coche, don Juan en el asiento delantero. No les pregunté nada; simplemente eché a andar el motor. Don Juan me guió a un sitio que según dijo era la casa de Néstor; don Genaro entró en la casa y un rato después salió con Néstor y Pablito, dos jóvenes que eran sus aprendices. Todos subieron en mi coche y don Juan me indicó tomar el camino hacia las montañas del oeste.

Dejamos el auto al lado del camino de tierra y seguimos la ribera de un río, que tendría cinco o seis metros de ancho, hasta una cascada visible desde donde me había estacionado. Atardecía. El paisaje era impresionante. Directamente sobre nuestras cabezas había una nube enorme, oscura, azulosa, que parecía un techo flotante; tenía un borde bien definido y la forma de un gigantesco semicírculo. Hacia el oeste, en las altas montañas de la Cordi llera Central, la lluvia parecía estar descendiendo sobre las laderas. Se veía como una cortina blancuzca que caía sobre los picos verdes. Al este se hallaba el valle largo y hondo; sobre él sólo había nubes desparramadas, y el sol brillaba allí. El contraste entre ambas áreas era magnífico. Nos detuvimos al pie de la cascada; tenía quizás unos cuarenta y cinco metros de altura: el rugido era muy fuerte.

Don Genaro se puso un cinturón del que colgaban siete o más objetos. Parecían guajes pequeños. Se quitó el sombrero y dejó que colgara, sobre su espalda, de un cordón atado alrededor de su cuello. Se puso en la cabeza una banda que sacó de un morral hecho de gruesa tela de lana. La banda era también de lana de diversos colores; el que más resaltaba era un amarillo vívido. En la banda insertó tres plumas. Parecían ser plumas de águila. Noté que los sitios donde las insertó no eran simétricos. Una pluma quedó sobre la curva posterior de su oreja derecha, otra unos centímetros más adelante y la tercera sobre la sien izquierda. Luego se quitó los huaraches, los enganchó o ató a la cintura de sus pantalones y aseguró el cinturón por encima de su poncho. El cinturón estaba hecho, al parecer, de tiras de cuero entretejidas. No pude ver si don Genaro lo amarró o si tenía hebilla. Don Genaro caminó hacia la cascada.

Don Juan manipuló una piedra redonda hasta dejarla en una posición firme, y tomó asiento en ella. Los dos jóvenes hicieron lo mismo con otras piedras y se sentaron a su izquierda. Don Juan señaló el sitio junto a él, a su derecha, y me indicó traer una piedra y sentarme a su lado.

– Hay que hacer una línea aquí -dijo, mostrándome que los tres se hallaban sentados en fila.

Para entonces, don Genaro había llegado al pie del desplomadero y había empezado a trepar por una vereda a la derecha de la cascada. Desde donde nos encontrábamos, la vereda se veía bastante empinada. Había muchos arbustos que don Genaro usaba como barandales. En cierto momento pareció perder pie y casi se deslizó hacia abajo, como si la tierra estuviera resbaladiza. Un momento después ocurrió lo mismo, y por mi mente cruzó la idea de que tal vez don Genaro era demasiado viejo para andar escalando. Lo vi resbalar y trastabillar varias veces antes de llegar al punto en que la vereda terminaba.

Experimenté una especie de aprensión cuando empezó a trepar por las rocas. No podía figurarme qué iba a hacer.

– ¿Qué hace? -pregunté a don Juan en un susurro.

Don Juan no me miró.

– ¿No ves que está trepando? -dijo.

Don Juan miraba directamente a don Genaro. Tenía los ojos fijos, los párpados entrecerrados. Estaba sentado muy erecto, con las manos descansando entre las piernas, sobre el borde de la piedra.

Me incliné un poco para ver a los dos jóvenes. Don Juan hizo un ademán imperativo para hacerme volver a la línea. Me retraje de inmediato. Tuve sólo un vislumbre de los jóvenes. Parecían igual de atentos que él.

Don Juan hizo otro ademán y señaló en dirección de la cascada.

Miré de nuevo. Don Genaro había trepado un buen trecho por la pared rocosa. En el momento en que miré se hallaba encaramado en una saliente; avanzaba despacio, centímetro a centímetro, para rodear un enorme peñasco. Tenía los brazos extendidos, como abrazando la roca. Se movió lentamente hacia su derecha y de pronto perdió pie. Di una boqueada involuntaria. Por un instante, su cuerpo entero pendió en el aire. Me sentí seguro de que caería, pero no fue así. Su mano derecha había aferrado algo, y muy ágilmente sus pies volvieron a la saliente. Pero antes de seguir adelante se volvió a mirarnos. Fue apenas un vistazo. Había, sin embargo, tal estilización en el movimiento de volver la cabeza, que empecé a dudar. Recordé que había hecho lo mismo, volverse a mirarnos, cada vez que resbalaba. Yo había pensado que don Genaro debía de sentirse apenado por su torpeza y que volteaba a ver si lo observábamos.

Trepó un poco más hacia la cima, sufrió otra pérdida de apoyo y quedó colgando peligrosamente de la salediza superficie de roca. Esta vez se sostenía con la mano izquierda. Al recuperar el equilibrio se volvió nuevamente a mirarnos. Resbaló dos veces más antes de llegar a la cima. Desde donde nos hallábamos sentados, la cresta de la cascada parecía tener de seis a ocho metros de ancho.

Don Genaro permaneció inmóvil un momento. Quise preguntar a don Juan qué iba a hacer don Genaro allá arriba, pero don Juan parecía tan absorto en observar que no me atrevía a molestarlo.

De pronto, don Genaro saltó hacia el agua. Fue una acción tan completamente inesperada que sentí un vacío en la boca del estómago. Fue un salto magnífico, extravagante. Durante un segundo tuve la clara sensación de haber visto una serie de imágenes superpuestas de su cuerpo en vuelo elíptico hasta la mitad de la corriente.

Al aminorar mi sorpresa, advertí que don Genaro había aterrizado en una piedra al borde de la caída: una piedra apenas visible desde donde nos encontrábamos.