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– Pronto sabremos como andas -dijo crípticamente.

No dijo nada más. Tras un rato salió de la casa. Lo seguí y me paré frente a él, no sabiendo si sentarme o si descargar unos paquetes que le había traído.

– ¿Será peligroso? -pregunté, sólo por decir algo.

– Todo es peligroso -respondió.

Don Juan no parecía dispuesto a decirme ninguna otra cosa; reunió unos bultos pequeños que estaban apilados en un rincón y los puso en una bolsa de red. No ofrecí ayudarlo por saber que si quisiera mi ayuda la habría pedido. Luego se acostó en su petate. Me dijo que me calmase y descansara. Me acosté en mi petate y traté de dormir, pero no estaba cansado; la noche anterior había parado en un motel y dormido hasta mediodía, sabiendo que en sólo tres horas de viaje llegaría a la casa de don Juan. El tampoco dormía. Aunque sus ojos estaban cerrados, noté un movimiento de cabeza rítmico, casi imperceptible. Se me ocurrió la idea de que tal vez canturreaba para sí mismo.

– Comamos algo -dijo de pronto don Juan, y su voz me hizo saltar-. Vas a necesitar toda tu energía. Debes estar en buena forma.

Preparó sopa, pero yo no tenía hambre.

Al siguiente día, 9 de noviembre, don Juan sólo me dejó comer un bocado y me dijo que descansara. Estuve acostado toda la mañana, pero sin poder relajarme. No imaginaba qué tenía en mente don Juan y, peor aun, no me hallaba seguro de lo que yo mismo tenía en mente.

A eso de las 3 pm, estábamos sentados bajo su ramada. Yo tenía mucha hambre. Varias veces había sugerido que comiéramos, pero don Juan había rehusado.

– Llevas tres años sin preparar tu mezcla -dijo de repente-. Tendrás que fumar mi mezcla, así que digamos que la he juntado para ti. Sólo necesitarás un poquito. Llenaré una vez el cuenco de la pipa. Te lo fumas todo y luego descansas. Entonces vendrá el guardián del otro mundo. No harás nada más que observarlo. Observa cómo se mueve; observa todo lo que hace. Tu vida puede depender de lo bien que vigiles.

Don Juan había dejado caer sus instrucciones en forma tan abrupta que no supe qué decir, ni siquiera qué pensar. Mascullé incoherencias durante un momento. No podía organizar mis ideas. Finalmente, pregunté la primera cosa clara que me vino a la mente:

– ¿Quién es ese guardián?

Don Juan se negó, de plano, a participar en conversación, pero yo estaba demasiado nervioso para dejar de hablar e insistí desesperadamente en que me hablara del guardián.

– Ya lo verás -dijo con despreocupación-. Custodia el otro mundo.

– ¿Qué mundo? ¿El mundo de los muertos?

– No es el mundo de los muertos ni el mundo de nada. Sólo es otro mundo. No tiene caso hablarte de él. Velo tú mismo.

Con eso, don Juan entró en la casa. Lo seguí a su cuarto.

– Espere, espere, don Juan. ¿Qué va usted a hacer?

No respondió. Sacó su pipa de un envoltorio y tomó asiento en un petate en el centro de la habitación, mirándome inquisitivo. Parecía esperar mi consentimiento.

– Eres medio tonto -dijo con suavidad-. No tienes miedo. Nada más dices que tienes miedo.

Meneó lentamente la cabeza de lado a lado. Luego tomó la bolsita de la mezcla de fumar y llenó el cuenco de la pipa.

– Tengo miedo, don Juan. De veras tengo miedo.

– No, no es miedo.

Traté con desesperación de ganar tiempo e inicié una larga discusión sobre la naturaleza de mis sentimientos. Mantuve con toda sinceridad que tenía miedo, pero él señaló que yo no jadeaba ni mi corazón latía más rápido que de costumbre.

Pensé unos momentos en lo que había dicho. Se equivocaba; yo sí tenía muchos de los cambios físicos que suelen asociarse con el miedo, y me hallaba desesperado. Un sentido de condenación inminente permeaba todo en mi derredor. Tenía el estómago revuelto y la seguridad de estar pálido; mis manos sudaban profusamente; y sin embargo pensé realmente que no tenía miedo. No tenía el sentimiento de miedo al que había estado acostumbrado durante toda mi vida. El miedo que siempre había sido idiosincrásicamente mío no estaba presente. Hablaba caminando de un lado a otro frente a don Juan, que seguía sentado en el petate, sosteniendo su pipa y mirándome en forma inquisitiva; y al considerar el asunto llegué a la conclusión de que lo que sentía, en vez de mi miedo usual, era un profundo sentimiento de desagrado, una incomodidad ante la mera idea de la confusión creada por la ingestión de plantas alucinógenas.

Don Juan se me quedó viendo un instante; luego miró más allá de mi, guiñando como si se esforzara por discernir algo en la distancia.

Seguí caminando de un lado a otro enfrente de él hasta que en tono enérgico me indicó tomar asiento y calmarme. Estuvimos sentados en silencio unos minutos.

– No quieres perder tu claridad, ¿verdad? -dijo abruptamente.

– Eso es muy cierto, don Juan -dije.

Rió, al parecer con deleite.

– La claridad, el segundo enemigo de un hombre de conocimiento, ha descendido sobre ti.

"No tienes miedo -dijo con voz reconfortante-, pero ahora odias perder tu claridad, y como eres un idiota, llamas miedo a eso."

Rió chasqueando la lengua.

– Tráeme unos carbones -ordenó.

Su tono era amable y confortante. Automáticamente me puse en pie y fui a la parte trasera de la casa; saqué algunas brasas del fuego, las puse sobre una pequeña laja y regresé a la habitación.

– Ven aquí a la ramada -llamó desde afuera don Juan, en voz alta.

Había colocado un petate en el sitio donde yo suelo sentarme. Puse los carbones a su lado y él los sopló para activar el fuego. Yo iba a sentarme, pero me detuvo y me dijo que tomara asiento en el borde derecho del petate. Luego metió una brasa en la pipa y me la tendió. La tomé. Me asombraba la silenciosa energía con que don Juan me había guiado. No se me ocurrió nada que decir. Ya no tenía más argumentos. Me hallaba convencido de que no sentía miedo, sino sólo renuencia a perder mi claridad.

– Fuma, fuma -me ordenó con gentileza-. Nada más un cuenco esta vez.

Chupé la pipa y oí el chirriar de la mezcla al encenderse. Sentí una capa instantánea de hielo dentro de la boca y la nariz. Di otra fumada y el recubrimiento se extendió a mi pecho. Cuando hube fumado por última vez sentí que todo el interior de mi cuerpo se hallaba recubierto por una peculiar sensación de calor frío.

Don Juan tomó la pipa de mis manos y golpeó el cuenco contra la palma de la suya, para aflojar el residuo. Luego, como siempre hace, se mojó el dedo de saliva y frotó el interior del cuenco.

Mi cuerpo estaba aterido, pero podía moverse. Cambié de postura para hallarme más cómodo.

– ¿Qué va a pasar? -pregunté.

Tuve cierta dificultad para vocalizar.

Con mucho cuidado, don Juan metió la pipa en su funda y la envolvió en un largo trozo de tela. Luego se sentó erguido, encarándome. Yo me sentía mareado; los ojos se me cerraban involuntariamente. Don Juan me movió con energía y me ordenó permanecer despierto. Dijo que yo sabía muy bien que de quedarme dormido moriría. Eso me sacudió. Pensé que probablemente don Juan sólo lo decía para mantenerme despierto, pero por otro lado se me ocurrió también que podía tener razón. Abrí los ojos tanto como pude y eso hizo reír a don Juan. Dijo que yo debía esperar un rato y tener los ojos abiertos todo el tiempo, y que en un momento dado podría ver al guardián del otro mundo.

Sentía un calor muy molesto en todo el cuerpo; traté de cambiar de postura, pero ya no podía moverme. Quise hablar a don Juan; las palabras parecían estar tan dentro de mí que no podía sacarlas. Entonces caí sobre el costado izquierdo y me hallé mirando desde el piso a don Juan.

Se inclinó para ordenarme, en un susurro, que no lo mirara, sino fijase la vista en un punto del petate que estaba directamente frente a mis ojos. Dijo que yo debía mirar con un ojo, el izquierdo, y que tarde o temprano vería al guardián.

Fijé la mirada en el sitio indicado, pero no vi nada. En cierto momento, sin embargo, advertí un mosquito que volaba frente a mis ojos. Se posó en el petate. Seguí sus movimientos. Se acercó mucho a mí; tanto, que mi percepción visual se emborronó. Y entonces, de pronto, sentí como si me hubiera puesto de pie. Era una sensación muy desconcertante que merecía algo de cavilación, pero no había tiempo para ello. Tenía la sensación total de estar mirando al frente desde mi acostumbrado nivel ocular; y lo que veía estremeció la última fibra de mi ser. No hay otra manera de describir la sacudida emocional que experimenté. Allí mismo, encarándome, a poca distancia, había un animal gigantesco y horrendo. ¡Algo verdaderamente monstruoso! Ni en las más locas fantasías de la ficción había yo encontrado nada parecido. Lo miré con desconcierto absoluto y extremo.