Dos días más tarde, el 11 de noviembre, fumé nuevamente la mezcla de don Juan.
Le había pedido dejarme fumar de nuevo para hallar al guardián. No se lo pedí en un arranque momentáneo, sino después de larga deliberación. Mi curiosidad con respecto al guardián era desproporcionadamente mayor que mi miedo, o que la desazón de perder mi claridad.
El procedimiento fue el mismo. Don Juan llenó una vez el cuenco de la pipa, y cuando hube terminado todo el contenido la limpió y la guardó.
El efecto fue marcadamente más lento; cuando empecé a sentirme un poco mareado don Juan se acercó y, sosteniendo mi cabeza en sus manos, me ayudó a acostarme sobre el lado izquierdo. Me dijo que estirara las piernas y me relajara, y luego me ayudó a poner el brazo derecho frente a mi cuerpo, al nivel del pecho. Volteó mi mano para que la palma presionara contra el petate, y dejó que mi peso descansara sobre ella. No hice nada por ayudarlo ni por estorbarlo, pues no supe qué estaba haciendo.
Tomó asiento frente a mí y me dijo que no me preocupara por nada. Dijo que el guardián vendría, y que yo tenía un asiento de primera fila para verlo. Añadió, en forma casual, que el guardián podía causar gran dolor, pero que había un modo de evitarlo. Dos días atrás, dijo, me había hecho sentarme al juzgar que yo ya tenía suficiente. Señaló mi brazo derecho y dijo que lo había puesto deliberadamente en esa posición para que yo pudiera usarlo como una palanca con la cual impulsarme hacia arriba cuando así lo deseara.
Cuando hubo terminado de decirme todo eso, mi cuerpo estaba ya adormecido por completo. Quise presentar a su atención el hecho de que me sería imposible empujarme hacia arriba porque había perdido el control de mis músculos. Traté de vocalizar las palabras, pero no pude. Sin embargo, él parecía habérseme anticipado, y explicó que el truco estaba en la voluntad. Me instó a recordar la ocasión, años antes, en que yo había fumado los hongos por vez primera. En dicha ocasión caí al suelo y salté a mis pies nuevamente por un acto de lo que él llamó, en ese entonces, mi "voluntad"; me "levanté con el pensamiento". Dijo que ésa era, de hecho, la única manera posible de levantarse.
Lo que decía me resultaba inútil, pues yo no recordaba lo que en realidad había hecho años antes. Tuve un avasallador sentido de desesperación y cerré los ojos.
Don Juan me aferró por el cabello, sacudió vigorosamente mi cabeza y me ordenó, imperativo, no cerrar los ojos. No sólo los abrí, sino que hice algo que me pareció asombroso. Dije:
– No sé cómo me levanté aquella vez.
Quedé sobresaltado. Había algo muy monótono en el ritmo de mi voz, pero claramente se trataba de mi voz, y sin embargo creí con toda honestidad que no podía haber dicho eso, porque un minuto antes me hallaba incapacitado para hablar.
Miré a don Juan. El volvió el rostro hacia un lado y rió.
– Yo no dije eso -dije.
Y de nuevo me sobresaltó mi voz. Me sentí exaltado. Hablar bajo estas condiciones se volvía un proceso regocijante. Quise pedir a don Juan que explicara mi habla, pero me descubrí nuevamente incapaz de pronunciar una sola palabra. Luché con fiereza por dar voz a mis pensamientos, pero fue inútil. Desistí y en ese momento, casi involuntariamente, dije:
– ¿Quién habla, quién habla?
Esa pregunta causó tanta risa a don Juan que en cierto momento se fue de lado.
Al parecer me era posible decir cosas sencillas, siempre y cuando supiera exactamente qué deseaba decir.
– ¿Estoy hablando? ¿Estoy hablando? -pregunté.
Don Juan me dijo que, si no dejaba yo mis juegos, saldría a acostarse bajo la ramada y me dejaría solo con mis payasadas.
– No son payasadas -dije.
El asunto me parecía de gran seriedad. Mis pensamientos eran muy claros; mi cuerpo, sin embargo, estaba entumido: no podía sentirlo. No me hallaba sofocado, como alguna vez anterior bajo condiciones similares; estaba cómodo porque no podía sentir nada; no tenía el menor control sobre mi sistema voluntario, y no obstante podía hablar. Se me ocurrió la idea de que, si podía hablar, probablemente podría levantarme, como don Juan había dicho.
– Arriba -dije en inglés, y en un parpadeo me hallaba de pie.
Don Juan meneó la cabeza con incredulidad y salió de la casa.
– ¡Don Juan! -llamé tres veces.
Regresó.
– Acuésteme -pedí.
– Acuéstate tú solo -dijo-. Parece que estás en gran forma.
Dije: -Abajo- y de pronto perdí de vista el aposento. No podía ver nada. Tras un momento, la habitación y don Juan volvieron a entrar en mi campo de visión. Pensé que debía haberme acostado con la cara contra el piso, y que él me había alzado la cabeza agarrándome del cabello.
– Gracias -dije con voz muy lenta y monótona.
– De nada -repuso, remedando mi entonación, y tuvo otro ataque de risa.
Luego tomó unas hojas y empezó a frotarme con ellas los brazos y los pies.
– ¿Qué hace usted? -pregunté.
– Te estoy sobando -dijo, imitando mi penoso hablar monótono.
Su cuerpo se sacudía de risa. Sus ojos brillaban, amistosos. Me agradaba verlo. Sentí que don Juan era compasivo y justo y gracioso. No podía reír con él, pero me habría gustado hacerlo. Otro sentimiento de regocijo me invadió, y reí; fue un sonido tan horrible que don Juan se desconcertó un instante.
– Más vale que te lleve a la zanja -dijo-, porque si no te vas a matar a payasadas.
Me puso en pie y me hizo caminar alrededor del cuarto. Poco a poco empecé a sentir los pies, y las piernas, y finalmente todo el cuerpo. Mis oídos reventaban con una presión extraña. Era como la sensación de una pierna o un brazo que se han dormido. Sentía un peso tremendo sobre la nuca y bajo el cuero cabelludo, arriba de la cabeza.
Don Juan me llevó apresuradamente a la zanja de irrigación atrás de su casa; me arrojó allí con todo y ropa. El agua fría redujo gradualmente la presión y el dolor, hasta que desaparecieron por entero.
Me cambié de ropa en la casa y tomé asiento y de nuevo sentí el mismo tipo de alejamiento, el mismo deseo de permanecer callado. Pero esta vez noté que no era claridad de mente ni poder de enfocar; más bien era una especie de melancolía y una fatiga física. Por fin, me quedé dormido.
12 de noviembre, 1968
Esta mañana, don Juan y yo fuimos a los cerros cercanos a recoger plantas. Caminamos unos diez kilómetros sobre terreno extremadamente áspero. Me cansé mucho. Nos sentamos a descansar, a iniciativa mía, y él abrió una conversación diciendo que se hallaba satisfecho de mis progresos.
– Ahora sé que era yo quien hablaba -dije-, pero en esos momentos podría haber jurado que era alguien más.
– Eras tú, claro -dijo-.
– ¿Por qué no pude reconocerme?
– Eso es lo que hace el humito. Uno puede hablar sin darse cuenta; uno puede moverse miles de kilómetros y tampoco darse cuenta. Así es también como se pueden atravesar las cosas. El humito se lleva el cuerpo y uno está libre, como el viento; mejor que el viento: al viento lo para una roca o una pared o una montaña. El humito lo hace a uno tan libre como el aire; quizás hasta más libre: el aire se queda encerrado en una tumba y se vicia, pero con la ayuda del humito nada puede pararlo a uno ni encerrarlo.
Las palabras de don Juan desataron una mezcla de euforia y duda. Sentí una incomodidad avasalladora, una sensación de culpa indefinida.
– ¿Entonces uno de verdad puede hacer todas esas cosas, don Juan?
– ¿Tú qué crees? Preferirías creer que estás loco, ¿no? -dijo, cortante.
– Bueno, para usted es fácil aceptar todas esas cosas. Para mi es imposible.
– Para mi no es fácil. No tengo ningún privilegio sobre ti. Esas cosas son igualmente difíciles de aceptar para ti o para mí o para cualquier otro.