– Tiene usted razón, don Juan -dije.
– Por supuesto -dijo, riendo.
Me instó a hablar de mi niñez. Empecé a contarle mis años de miedo y soledad y me metí a describirle lo que yo consideraba mi abrumadora lucha por sobrevivir y conservar mi espíritu. Rió de la metáfora de "conservar mi espíritu".
Hablé largo rato. El escuchaba con expresión grave. Entonces, en un momento dado, sus ojos volvieron a "asirme" y dejé de hablar. Tras una pausa momentánea, don Juan dijo que nadie me había humillado nunca, y que ése era el motivo de que yo no fuera realmente malo.
– Todavía no has sido derrotado -dijo,
Repitió la frase cuatro o cinco veces, de manera que me sentí obligado a preguntarle qué quería decir con ella. Explicó que la derrota era una condición inevitable de la vida. Los hombres eran victoriosos o derrotados y, según eso, se convertían en perseguidores o en víctimas. Estas dos condiciones prevalecían mientras uno no "veía"; el "ver" disipaba la ilusión de la victoria, la derrota o el sufrimiento. Añadió que yo debía aprender a "ver" mientras fuese victorioso, para evitar el tener jamás el recuerdo de una humillación.
Protesté: no era victorioso ni lo había sido nunca, en nada; mi vida era, si acaso, una derrota.
Rió y arrojó al suelo su sombrero.
– Si tu vida es la derrota que dices, pisa mi sombrero -me desafió en broma.
Argumenté sinceramente mi parecer. Don Juan se puso serio. Sus ojos se achicaron hasta convertirse en finas ranuras. Dijo que las razones por las que yo consideraba mi vida una derrota no eran la derrota en sí. Luego, en un movimiento rápido y completamente inesperado, me tomó la cabeza entre las manos colocando sus palmas contra mis sienes. Sus ojos cobraron fiereza al mirar los míos. Asustado, aspiré por la boca, profunda e involuntariamente. Soltó mi cabeza y se reclinó contra la pared, aún escudriñándome. Se había movido con tal rapidez que, cuando se relajó y se recargó cómodamente en la pared, yo seguía a la mitad de mi aspiración profunda. Me sentí mareado, incómodo.
– Veo un niño que llora -dijo don Juan tras una pausa.
Lo repitió varias veces, como si yo no comprendiera. Tuve el sentimiento de que su frase se refería a mí, de modo que no le presté verdadera atención.
– ¡Oye! -dijo, exigiendo mi concentración total-. Veo un niño que llora.
Le pregunté si ese niño era yo. Dijo que no. Le pregunté entonces si era una visión de mi vida o sólo un recuerdo de la suya. No respondió.
– Veo un niño -siguió diciendo-. Llora y llora.
– ¿Es un niño que yo conozco? -pregunté.
– Sí.
– ¿Es mi niño?
– No.
– ¿Está llorando ahora?
– Está llorando ahora -dijo con convicción.
Pensé que don Juan tenía una visión de un niño que yo conocía y que en ese mismo instante estaba llorando. Pronuncié los nombres de todos los niños que conocía, pero él dijo que esos niños no tenían que ver con mi promesa, y que el niño que lloraba era muy importante con relación a ella.
Las aseveraciones de don Juan parecían incongruentes. Había dicho que yo prometí algo a alguien durante mi infancia, y que el niño que lloraba en ese preciso momento era importante para mi promesa. Le dije que sus palabras no tenían sentido. Repitió calmadamente que "veía" a un niño llorar en ese momento, y que el niño estaba herido.
Luché seriamente por dar a sus afirmaciones algún tipo de ilación ordenada, pero no podía relacionarlas con nada de lo cual yo tuviera conciencia.
– No doy en el clavo -dije-, porque no puedo recordar haber hecho a nadie una promesa importante, y menos a un niño.
Achicó de nuevo los ojos y dijo que el niño que lloraba en ese preciso momento era un niño de mi infancia.
– ¿Era niño durante mi niñez y sigue llorando ahora? -pregunté.
– Es un niño que está llorando ahora -insistió.
– ¿Se da usted cuenta de lo que dice, don Juan?
– Sí.
– No tiene sentido. ¿Cómo puede ser un niño ahora, si lo fue cuando yo mismo era niño?
– Es un niño y está llorando ahora -dijo con terquedad.
– Explíqueme eso, don Juan.
– No. Tú me lo tienes que explicar a mí.
A fe, me resultaba imposible sondear aquello a lo cual se refería.
– ¡Está llorando! ¡Está llorando! -siguió diciendo don Juan en tono hipnótico-. Y ahora te abraza. ¡Está herido! ¡Está herido! Y te mira. ¿Sientes sus ojos? Está hincado y te abraza. Es más chico que tú. Vino a ti corriendo. Pero tiene el brazo roto. ¿Sientes su brazo? Ese niño tiene una nariz que parece botón. ¡Si! Es una nariz de botón.
Mis oídos empezaron a zumbar y perdí la noción de hallarme en la casa de don Juan. Las palabras "nariz de botón" me arrojaron de inmediato en una escena de mi niñez. ¡Yo conocía a un niño con nariz de botón! Don Juan se había colado en uno de los sitios más recónditos de mi vida. Supe entonces de qué promesa hablaba. Experimenté exaltación, desesperación, reverencia temerosa hacia don Juan y su espléndida maniobra. ¿Cómo demonios sabía lo del niño con nariz de botón de mi infancia? El recuerdo evocado en mí por don Juan me agitó a tal grado que el poder de mi memoria me hizo retroceder a un tiempo en el que yo tenía ocho años. Esa fue sin duda la época más atormentada de mi niñez. El carácter dulce y apacible de mis padres no contribuyó de ninguna manera a prepararme para el embate de mis compañeros de escuela y primos de mi edad. Había más de veinte niños con quien vérmelas día a día. Eran fuertes y, sin darse cuenta, absolutamente brutales. Su crueldad llegaba a extremos verdaderamente extravagantes. Yo sentía entonces estar rodeado de enemigos, y en los torturantes años siguientes libré una guerra sórdida y desesperada. Finalmente, por medios que a estas alturas sigo sin conocer, logré someter a todos mis primos. Era en verdad victorioso. Ya no tenía competidores que contaran. Sin embargo, yo no me di cuenta de eso, ni tampoco sabía cómo detener mi guerra, que lógicamente se extendió a los terrenos de la escuela.
Los salones de la escuela rural a la que asistía eran mixtos, y los años primero y tercero estaban separados únicamente por un espacio entre los pupitres. Fue allí donde conocía un niño de nariz plana, a quien fastidiaban con el apodo "Nariz de botón". Cursaba el primer año. Yo solía ensañarme con él al azar, sin verdadera intención de hacerlo.
Pero él parecía simpatizar conmigo a pesar de cuanto le hacía. Solía seguirme a todas partes e incluso guardaba el secreto de que yo era el responsable de algunas de las maldades que desconcertaban al director. Sin embargo, yo seguía molestándolo. Un día derribé a propósito un pesado pizarrón de caballete; cayó sobre él; el pupitre donde se hallaba sentado absorbió parte del impacto, pero así y todo el golpe le rompió la clavícula. Cayó al suelo. Lo ayudé a levantarse y vi el dolor y el susto en sus ojos mientras él me miraba y se me abrazaba. El choque de verlo sufrir con un brazo destrozado fue más de lo que pude soportar. Durante años, yo había batallado sañudamente contra mis primos, y había vencido; había sojuzgado a mis enemigos; me había sentido bueno y poderoso hasta el momento en que la figura llorosa del niñito con nariz de botón demolió mis victorias. Allí mismo abandoné la batalla. En todas las formas de que era capa, me hice el propósito de no triunfar nunca más. Pensé que tendrían que cortarle el brazo, y prometí que si el niño se curaba yo jamás volvería a ser victorioso. Renuncié por él a mis victorias. Así fue como lo comprendí entonces.