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Don Juan había abierto una llaga purulenta en mi vida. Me sentí aturdido, acongojado. Un pozo de tristeza sin alivio me llamaba, y sucumbí a él. Sentí sobre mí el peso de mis acciones. El recuerdo de aquel niñito con nariz de botón, cuyo nombre era Joaquín, me produjo una angustia tan vívida que lloré. Hablé a don Juan de mi tristeza por ese niño que jamás tuvo nada, ese joaquincito que no tenía dinero para ver a un médico y cuyo brazo nunca sanó debidamente. Y todo lo que yo pude darle fueron mis victorias pueriles. Me sentía lleno de vergüenza.

– Déjate de babosadas -dijo don Juan, imperioso-. Diste bastante. Tus victorias eran fuertes y eran tuyas. Diste bastante. Ahora debes cambiar tu promesa.

– ¿Cómo la cambio? ¿Lo digo y ya?

– Una promesa de ésas no se cambia nada más con decirlo. Quizá muy pronto puedas saber qué se hace para cambiarla. Entonces a lo mejor hasta llegas a ver.

– ¿Puede usted darme algunas sugerencias, don Juan?

– Debes esperar con paciencia, sabiendo que esperas y sabiendo qué cosa esperas. Ese es el modo del guerrero. Y si se trata de cumplir tu promesa, debes conocer que la estás cumpliendo. Entonces llegará un momento en el que tu espera habrá terminado y ya no tendrás que honrar tu promesa. No hay nada que puedas hacer por la vida de ese niño. Sólo él podría cancelar ese acto.

– ¿Pero cómo?

– Aprendiendo a reducir a nada sus necesidades. Mientras piense que fue una víctima, su vida será un infierno. Y mientras tú pienses lo mismo, tu promesa vale. Lo que nos hace desdichados es la necesidad. Pero si aprendemos a reducir a nada nuestras necesidades, la cosa más pequeña que recibamos será un verdadero regalo. Ten paz: le hiciste un buen regalo a Joaquín. Ser pobre o necesitado es sólo un pensamiento; y lo mismo es odiar, o tener hambre, o sentir dolor.

– No puedo creer eso en verdad, don Juan. ¿Cómo pueden ser sólo pensamientos el hambre y el dolor?

– Para mí, ahora, son sólo pensamientos. Eso es todo lo que sé. He logrado esa hazaña. Esa hazaña es poder y ese poder es todo lo que tenemos, fíjate bien, para oponernos a las fuerzas de nuestras vidas; sin ese poder somos basuras, polvo en el viento.

– No dudo que usted lo hay logrado, don Juan, ¿pero cómo puede un hombre común, digamos yo o el Joaquincito, llegar a eso?

– A nosotros, como individuos, nos toca oponernos a las fuerzas de nuestras vidas. Esto te lo he dicho mil veces: sólo un guerrero puede sobrevivir. Un guerrero sabe que espera y sabe lo que espera, y mientras espera no quiere nada y así cualquier cosita que recibe es más de lo que puede tomar. Si necesita comer halla el modo, porque no tiene hambre; si algo lastima su cuerpo halla el modo de pararlo, porque no siente dolor. Tener hambre o sentir dolor significa que uno se ha entregado y que ya no se es guerrero; las fuerzas de su hambre y su dolor lo destruirán.

Quise seguir discutiendo el tema, pero me detuve al darme cuenta de que con la discusión estaba levantando una barrera para protegerme de la fuerza devastadora de la prodigiosa hazaña de don Juan, que me había tocado tan hondo y con tal poder, ¿Cómo supo? Pensé que tal vez le había contado la historia del niño con nariz de botón durante uno de mis estados profundos de realidad no ordinaria. No recordaba haberlo hecho, pero el olvido bajo tales condiciones era comprensible.

– ¿Cómo supo usted de mi promesa, don Juan?

– La vi.

– ¿La vio usted cuando tomé Mescalito, o cuando fumé su mezcla?

– La vi hoy. Ahorita.

– ¿Vio usted todo el episodio?

– Ahí vas otra vez. Ya te dije: no tiene caso hablar de cómo es ver. No es nada.

No prolongué más el asunto. Emotivamente me hallaba convencido.

– Yo también hice una vez un juramento -dijo don Juan de repente.

El sonido de su voz me hizo saltar.

– Prometí a mi padre que viviría para destruir a sus asesinos. Años enteros cargué con esa promesa. Ahora la promesa está cambiada. Ya no me interesa destruir a nadie. No odio a los yoris. No odio a nadie. He aprendido que los incontables caminos que uno recorre en su vida son todos iguales. Los opresores y los oprimidos se encuentran al final, y lo único que sigue valiendo es que la vida fue demasiado corta para ambos. Hoy no me siento triste porque mis padres murieran como murieron; me siento triste porque eran indios. Vivieron como indios y murieron como indios y nunca se dieron cuenta de que antes que nada eran gente.

X

Volvía visitar a don Juan el 30 de mayo de 1969, y de buenas a primeras le dije que deseaba hacer un nuevo intento por "ver". Meneó la cabeza negativamente y rió, y me sentí impelido a protestar. Me dijo que yo debía ser paciente y que el tiempo no era propicio, pero yo insistí obstinadamente en que me hallaba preparado.

No pareció molestarse con mi insistencia. Sin embargo, trató de cambiar el tema. No cedí, y le pedí consejo acerca de cómo superar mi impaciencia.

– Debes actuar como guerrero -dijo.

– ¿Cómo?

– Uno aprende a actuar como guerrero actuando, no hablando.

– Dijo usted que un guerrero piensa en su muerte. Yo hago eso todo el tiempo; por lo visto no es suficiente.

Pareció tener un estallido de impaciencia e hizo con los labios un sonido chasquearte. Le dije que no era mi intención hacerlo enojar, y que si no me necesitaba allí en su casa, estaba dispuesto a regresar a Los Ángeles. Don Juan me dio palmaditas en la espalda y dijo que jamás se enojaba conmigo; sencillamente, había supuesto que yo sabía lo que significaba ser un guerrero.

– ¿Qué puedo hacer para vivir como un guerrero? -pregunté.

Se quitó el sombrero y se rascó las sienes. Me miró con fijeza y sonrió.

– Te gusta que todo te lo deletreen, ¿verdad?

– Mi mente trabaja en esa forma.

– No hay necesidad de ser así.

– No sé cómo cambiar. Por eso le pido que me diga exactamente qué hacer para vivir como guerrero; si lo supiera, podría hallar un modo de adaptarme a ello.

Debe de haber pensado que mis frases eran humorísticas; me palmeó la espalda mientras reía.

Tuve la impresión de que en cualquier momento me pediría marcharme, de modo que rápidamente tomé asiento en mi petate, frente a él, y empecé a hacerle más preguntas. Quise saber por qué tenía que esperar.

Me explicó que si yo trataba de "ver" a lo loco, antes de "sanar las heridas" que recibí luchando contra el guardián, lo más probable era que volviese a encontrarme con el guardián aunque no anduviera buscándolo. Don Juan me aseguró que nadie en esa posición podría sobrevivir tal encuentro.

– Debes olvidar por completo al guardián antes de embarcarte nuevamente en la empresa de ver -dijo.

– ¿Cómo es posible olvidar al guardián?

– Un guerrero tiene que usar su voluntad y su paciencia para olvidar. De hecho, un guerrero no tiene más que su voluntad y su paciencia, y con ellas construye todo lo que quiere.

– Pero yo no soy un guerrero.

– Has empezado a aprender las brujerías. Ya no te queda más tiempo para retiradas ni para lamentos. Sólo tienes tiempo para vivir como un guerrero y trabajar por la paciencia y la voluntad, quieras o no quieras.

– ¿Cómo trabaja un guerrero por ellas?

Don Juan meditó largo rato antes de responder.

– Creo que no hay manera de hablar de eso -dijo por fin-. Y menos de la voluntad. La voluntad es algo muy especial. Ocurre misteriosamente. No hay en realidad manera de decir cómo la usa uno, excepto que los resultados de usar la voluntad son asombrosos. Acaso lo primero que se debe hacer es saber que uno puede desarrollar la voluntad. Un guerrero lo sabe y se pone a esperar. Tu error es no saber que estás esperando a tu voluntad.