– La sola idea de despegarme de todo lo que conozco me da escalofríos -dije.
– ¡Has de estar bromeando! Lo que debería darte escalofríos es no tener nada que esperar más que una vida de hacer lo que siempre has hecho. Piensa en el hombre que planta maíz año tras año hasta que está demasiado viejo y cansado para levantarse y se queda echado como un perro viejo. Sus pensamientos y sentimientos, lo mejor que tiene, vagan sin ton ni son y se fijan en lo único que ha hecho: plantar maíz. Para mí, ése es el desperdicio más aterrador que existe.
"Somos hombres y nuestra suerte es aprender y ser arrojados a mundos nuevos, inconcebibles."
– ¿Hay de veras algún mundo nuevo para nosotros? -pregunté, medio en broma.
– No hemos agotado nada, idiota -dijo él, imperioso-. Ver es para hombres impecables. Templa tu espíritu, llega a ser un guerrero, aprende a ver, y entonces sabrás que no hay fin a los mundos nuevos para nuestra visión.
XI
Don Juan no me hizo marcharme después de que cumplí sus encargos, como había dado en hacer últimamente. Dijo que podía quedarme, y al día siguiente, 28 de junio de 1969, me anunció que iba a fumar de nuevo.
– ¿Voy a tratar de ver otra vez al guardián?
– No, eso ya no. Es otra cosa.
Don Juan llenó sosegadamente su pipa, la encendió y me la entregó. No experimenté aprensión alguna. Una agradable soñolencia me envolvió de inmediato. Cuando hube terminado de fumar todo el cuenco de mezcla, don Juan guardó su pipa y me ayudó a ponerme de pie. Habíamos estado sentados, el uno frente al otro, en dos petates que él colocó en el centro de su cuarto. Dijo que íbamos a dar un paseo y me animó a caminar, empujándome suavemente. Di un paso y mis piernas se doblaron. No sentí dolor cuando mis rodillas dieron contra el piso. Don Juan sostuvo mi brazo y me empujó nuevamente a mis pies.
– Tienes que caminar -dijo- igual que como te levantaste la otra vez. Debes usar tu voluntad.
Yo parecía hallarme pegado al suelo. Intenté dar un paso con el pie derecho y casi perdí el equilibrio. Don Juan asió mi brazo derecho a la altura del sobaco y me aventó con suavidad hacia adelante, pero las piernas no me sostuvieron, y habría caído sobre la cara si don Juan no hubiese tomado mi brazo y amortiguado mi caída. Me sostuvo por el sobaco derecho y me hizo reclinarme en él. Yo no sentía nada, pero estaba seguro de que mi cabeza reposaba en su hombro; mi perspectiva de la habitación era sesgada. Me arrastró en esa postura alrededor de la ramada. Dimos dos vueltas en forma por demás penosa; finalmente, supongo, mi peso se hizo tan grande que don Juan tuvo que dejarme caer en el suelo. Supe que no le sería posible moverme. En cierto modo, era como si una parte de mí quisiera deliberadamente hacerse pesada como el plomo. Don Juan no hizo ningún esfuerzo por levantarme. Me miró un instante; yo yacía sobre la espalda, encarándolo. Traté de sonreírle y él empezó a reír; luego se agachó y me golpeó el vientre con la palma de la mano. Tuve una sensación de lo más peculiar. No era dolorosa ni agradable ni nada que se me ocurriera. Fue más bien una sacudida. Inmediatamente, don Juan empezó a rodarme. Yo no sentía nada: supuse que me hacía rodar porque mi visión del pórtico cambiaba de acuerdo con un movimiento circular. Cuando don Juan me tuvo en la posición que deseaba, retrocedió unas pasos.
– ¡Párate! -ordenó imperiosamente-. Párate como el otro día. No te andes con tonterías. Sabes cómo pararte. ¡Párate ya!
Apliqué mi atención a recordar las acciones que había ejecutado en aquella ocasión, pero no podía pensar con claridad; era como si mis pensamientos tuviesen voluntad propia por más que yo trataba de controlarlos. Finalmente, se me ocurrió la idea de que si decía "arriba", como había hecho antes, me levantaría sin duda alguna. Dije:
– Arriba -claro y fuerte, pero nada sucedió.
Don Juan me miró con disgusto evidente y luego caminó hacia la puerta. Yo estaba acostado sobre el lado izquierdo y tenía a la vista el área frente a la casa; la puerta quedaba a mi espalda, de modo que cuando don Juan se perdió de vista detrás de mí supuse inmediatamente que había entrado.
– ¡Don Juan! -exclamé, pero no respondió.
Tuve un avasallador sentimiento de impotencia y desesperación. Quería levantarme. Dije: -Arriba- una y otra vez, como si ésa fuera la palabra mágica que me haría moverme. No pasó nada. Sufrí un ataque de frustración y tuve una especie de berrinche. Quería golpearme la cabeza contra el piso y llorar. Pasé momentos de tortura deseando moverme o hablar y sin poder hacer ninguna de las dos cosas. Me hallaba en verdad inmóvil, paralizado.
– ¡Don Juan, ayúdeme! -logré berrear por fin.
Don Juan regresó y tomó asiento frente a mí, riendo. Dijo que me estaba poniendo histérico y que cuanto me hallara experimentando carecía de importancia. Me alzó la cabeza y, mirándome de lleno, dijo que yo sufría un ataque de falso miedo. Me dijo que no me agitara.
– Tu vida se está complicando -dijo-. Líbrate de lo que te está haciendo perder la compostura. Quédate aquí calmado y recomponte.
Puso mi cabeza en el suelo. Pasó por encima de mí y todo lo que pude percibir fue el arrastrar de sus huaraches mientras se alejaba.
Mi primer impulso fue agitarme de nuevo, pero no pude reunir la energía necesaria para llevarme a ese punto. En vez de ello, me sentí deslizar a un raro estado de serenidad; un gran sentimiento de calma me envolvió. Supe cuál era la complejidad de mi vida. Era mi niño. Más que ninguna otra cosa en el mundo, yo quería ser su padre. Me gustaba la idea de moldear su carácter y llevarlo a excursiones y enseñarle "cómo vivir", y sin embargo aborrecía la idea de coaccionarlo para que adoptara mi forma de vida, pero eso era precisamente lo que yo tendría que hacer: coaccionarlo por medio de la fuerza o por medio de ese mañoso conjunto de razones y recompensas que llamamos comprensión.
"Debo soltarlo -pensé-. No debo adherirme a él. Debo ponerlo en libertad."
Mis pensamientos evocaron un aterrador sentimiento de melancolía. Empecé a llorar. Mis ojos se llenaron de lágrimas y se nubló mi visión del pórtico. De pronto tuve una gran urgencia de levantarme a buscar a don Juan para explicarle lo de mi niño, y cuando me di cuenta ya estaba mirando el pórtico desde una posición erecta. Me volví hacia la casa y hallé a don Juan parado frente a mí. Al parecer había estado allí detrás todo el tiempo.
Aunque no pude sentir mis pasos, debo haber caminado hacia él, pues me moví. Don Juan se acercó sonriendo y me sostuvo de los sobacos. Su cara estaba muy cerca de la mía.
– Bien, muy bien -dijo alentador.
En ese instante cobré conciencia de que algo extraordinario tenía lugar allí mismo. Tuve al principio la sensación de hallarme tan sólo recordando un evento ocurrido años antes. Una vez había visto yo muy de cerca la cara de don Juan; también entonces bajo los efectos de su mezcla para fumar, tuve la sensación de que el rostro se hallaba sumergido en un tanque de agua. Era enorme y luminoso y se movía. La imagen fue tan breve que no hubo tiempo para evaluarla realmente. Pero esta vez don Juan me sostenía y su rostro no estaba a más de treinta centímetros del mío y tuve tiempo de examinarlo. Al levantarme y darme la vuelta, vi definitivamente a don Juan; "el don Juan que conozco" caminó definitivamente hacia mí y me sostuvo. Pero cuando enfoqué su rostro no vi a don Juan tal como suelo verlo; vi un objeto grande frente a mis ojos. Sabía que era el rostro de don Juan, pero ése no era un conocimiento guiado por mi percepción; era más bien una conclusión lógica por parte mía; después de todo, mi memoria confirmaba que un momento antes "el don Juan que conozco" me sostenía de los sobacos. Por lo tanto, el extraño objeto luminoso frente a mí tenía que ser el rostro de don Juan; había en él cierta familiaridad, pero ningún parecido con lo que yo llamaría el "verdadero" rostro de don Juan. Lo que me encontraba mirando era un objeto redondo con luminosidad propia. Cada una de sus partes se movía. Percibí un fluir contenido, ondulatorio, rítmico; era como si el fluir estuviese encerrado en sí mismo, sin pasar nunca de sus límites, y sin embargo el objeto frente a mis ojos exudaba movimiento en cualquier sitio de su superficie. Pensé que exudaba vida. De hecho, estaba tan vivo que me ensimismé mirando su movimiento. Era un oscilar hipnótico. Se hizo cada vez más absorbente, hasta no serme posible discernir qué era el fenómeno frente a mis ojos.