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No sentí nada que viniera a mí, pero la visión de los afanes de don Juan y el escalofriante sonido que producía me tenían casi en estado de trance.

Don Juan aflojó los músculos y me miró. Al tocar me daba la espalda y encaraba el sureste, igual que yo; al relajarse me dio la cara.

– No me mires cuando toco -dijo-. Pero no vayas a cerrar los ojos. Por nada del mundo. Mira el suelo enfrente de ti y escucha.

Tensó de nuevo la cuerda y se puso a tocar. Miré al suelo y me concentré en el sonido. Nunca lo había oído en toda vida.

Me asusté mucho. La extraña reverberación llenó la cañada estrecha y empezó a resonar. De hecho, el sonido que don Juan producía me llegaba como un eco desde el contorno de los muros de la cañada. Don Juan también debe haber notado eso, y aumentó la tensión de su cuerda. Aunque don Juan había cambiado totalmente el tono, el eco pareció amainar, y luego concentrarse en un punto, hacia el sureste.

Don Juan redujo por grados la tensión de la cuerda, hasta que oí un apagado vibrar final. Metió la cuerda en su morral y vino hacia mí. Me ayudó a incorporarme. Noté entonces que los músculos de mis brazos y piernas estaban tiesos, como piedras; me hallaba literalmente empapado de sudor. No tenía idea de haber transpirado a tal grado. Gotas de sudor caían en mis ojos y los hacían arder.

Don Juan casi me sacó a rastras del lugar. Traté de decir algo, pero me puso la mano en la boca.

En vez de salir de la cañada por donde habíamos entrado, don Juan dio un rodeo. Trepamos la ladera del monte y fuimos a dar a unos cerros muy lejos de la boca de la cañada.

Caminamos hacia la casa en silencio de tumba. Ya había oscurecido cuando llegamos. Traté nuevamente de hablar, pero don Juan volvió a taparme la boca.

No comimos ni encendimos la lámpara de petróleo. Don Juan puso mi petate en su cuarto y lo señaló con la barbilla. Interpreté el gesto como indicación de que me acostara a dormir.

– Ya sé lo que te conviene hacer -me dijo don Juan apenas desperté la mañana siguiente-. Vas a empezarlo hoy. No hay mucho tiempo, ya sabes.

Tras una pausa muy larga e incómoda me sentí compelido a preguntarle:

– ¿Qué me tenía usted haciendo ayer en la cañada?

Don Juan rió como un niño.

– Nada más toqué al espíritu de ese ojo de agua -dijo-. A esa clase de espíritus hay que tocarlos cuando el ojo de agua está seco, cuando el espíritu se ha retirado a la montaña. Ayer, dijéramos, lo desperté de su sueño. Pero no lo tomó a mal y señaló tu dirección afortunada. Su voz vino de esa dirección.

Don Juan señaló el sureste.

– ¿Qué era la cuerda que usted tocó, don Juan?

– Un cazador de espíritus.

– ¿Puedo verlo?

– No. Pero te haré uno. O mejor aun, tú mismo te harás el tuyo algún día, cuando aprendas a ver.

– ¿De qué está hecho, don Juan?

– El mío es un jabalí. Cuando tengas uno te darás cuenta de que está vivo y puede enseñarte los diversos sonidos de su gusto. Con práctica, llegarás a conocer tan bien a tu cazador de espíritus, que juntos harán sonidos llenos de poder.

– ¿Por qué me llevó usted a buscar el espíritu del ojo de agua, don Juan?

– Eso lo sabrás muy pronto.

A eso de las 11:30 a.m. nos sentamos bajo su ramada, donde él preparó su pipa para que yo fumase.

Me dijo que me levantara cuando mi cuerpo estuviese totalmente adormecido; lo logré con gran facilidad. Me ayudó a caminar un poco. Quedé sorprendido de mi control; pude dar dos vueltas a la ramada por mí mismo. Don Juan permanecía junto a mí, pero sin guiarme ni apuntalarme. Luego, tomándome por el brazo me llevó a la zanja de irrigación. Me hizo sentar en el borde y me ordenó imperiosamente mirar el agua y no pensar en nada más.

Traté de enfocar mi mirada en el agua, pero su movimiento me distraía. Mi mente y mis ojos empezaron a vagar a otros elementos del entorno inmediato. Don Juan me sacudió la cabeza de arriba a abajo y me ordenó de nuevo mirar sólo el agua y no pensar en absoluto. Dijo que quedarse viendo el agua móvil era difícil, y que había que seguir tratando. Intenté tres veces, y en cada ocasión otra cosa me distrajo. Don Juan, con gran paciencia, me sacudía la cabeza. Finalmente noté que mi mente y mis ojos se enfocaban en el agua; pese a su movimiento yo me sumergía en la visión de su liquidez. El agua se alteró levemente. Parecía más pesada, verde grisácea pareja. Me era posible distinguir las ondas que hacía al moverse. Eran ondulaciones extremadamente marcadas. Y entonces tuve de pronto la sensación de no estar mirando una masa de agua móvil sino una imagen del agua; lo que tenía ante mis ojos era un segmento congelado del agua fluyente. Las ondas estaban inmóviles. Podía mirar cada una. Luego empezaron a adquirir una fosforescencia verde, y una especie de niebla verde manó de ellas. La niebla se expandía en ondas, y al moverse abrillantaba su verdor, hasta ser un brillo deslumbrante que todo lo cubría.

No sé cuánto tiempo permanecí junto a la zanja. Don Juan no me interrumpió. Me hallaba inmerso en el verde resplandor de la niebla. Podía sentirlo en todo mi derredor. Me confortaba. No tenía yo pensamientos ni sensaciones. Sólo tenía una tranquila percepción, la percepción de un verdor brillante y apaciguador.

Una gran frialdad y humedad fue lo siguiente de lo que tuve conciencia. Gradualmente me di cuenta de que estaba sumergido en la zanja. En cierto momento el agua se metió en mi nariz, y la tragué y me hizo toser. Tenía una molesta comezón en la nariz, y estornudé repetidamente. Me puse en pie y solté un estornudo tan fuerte que una ventosidad lo acompañó. Don Juan aplaudió riendo.

– Si un cuerpo se pedorrea, es que está vivo -dijo.

Me hizo seña de seguirlo y caminamos a su casa.

Pensé quedarme callado. En cierto sentido, esperaba hallarme en un estado de ánimo solitario y hosco, pero realmente no me sentía cansado ni melancólico. Me sentía más bien alegre, y me cambié de ropa muy rápido. Empecé a silbar. Don Juan me miró con curiosidad y fingió sorprenderse; abrió la boca y los ojos. Su gesto era muy gracioso, y me reí bastante más de lo que venía al caso.

– Estás medio loco -dijo, y rió mucho por su parte.

Le expliqué que no deseaba caer en el hábito de sentirme malhumorado después de usar su mezcla para fumar. Le dije que después de que él me sacó de la zanja de irrigación, durante mis intentos por encontrarme con el guardián, yo había quedado convencido de que podría "ver" si me quedaba mirando el tiempo suficiente las cosas a mi alrededor.

– Ver no es cosa de mirar y estarse quieto -dijo él-. Ver es una técnica que hay que aprender. O a lo mejor es una técnica que algunos de nosotros ya conocemos.

Me escudriñó como insinuando que yo era uno de quienes ya conocían la técnica.

– ¿Tienes fuerzas para caminar? -preguntó.

Dije que me sentía bien, lo cual era cierto. No tenía hambre, aunque no había comido en todo el día. Don Juan puso en una mochila algo de pan y carne seca, me la dio y con la cabeza me hizo gesto de seguirlo.

– ¿Dónde vamos? -pregunté.

Señaló los cerros con un leve movimiento de cabeza. Nos encaminamos hacia la misma cañada donde estaba el ojo de agua, pero no entramos en ella. Don Juan trepó por las peñas a nuestra derecha, en la boca misma de la cañada. Ascendimos la ladera. El sol estaba casi en el horizonte. Era un día templado, pero yo sentía calor y sofoco. Apenas podía respirar.

Don Juan me llevaba mucha ventaja y tuvo que detenerse para que yo lo alcanzara. Dijo que me hallaba en pésimas condiciones físicas y que acaso no era prudente ir más allá. Me dejó descansar como una hora. Seleccionó un peñasco liso, casi redondo, y me dijo que me acostara allí. Acomodó mi cuerpo sobre la roca. Me dijo que estirara brazos y piernas y los dejara colgar. Mi espalda se hallaba ligeramente arqueada y mi cuello relajado, así que mi cabeza colgaba también. Me hizo permanecer en esa postura unos quince minutos. Luego me indicó descubrir mi región abdominal. Eligió cuidadosamente algunas ramas y hojas y las amontonó sobre mi vientre desnudo. Sentí una tibieza instantánea en todo el cuerpo. Don Juan me tomó entonces por los pies y me dio vuelta hasta que mi cabeza apuntó hacia el sureste.