Con mucha calma, don Juan me dijo que me adhiriera a una burbuja siguiéndola.
– Regresa otra vez -dijo-. ¡Entra en la niebla! ¡En la niebla!
Al regresar advertí que las burbujas se movían más despacio y que tenían ahora el tamaño de un balón. De hecho, eran tan grandes y lentas que yo podía examinar cualquiera detalladamente. No eran en realidad burbujas: no eran como una burbuja de jabón, ni como un globo, ni como ningún recipiente esférico. No contenían nada, pero se contenían. Tampoco eran redondas, aunque al percibirlas por vez primera yo habría podido jurar que lo eran y la imagen que acudió a mi mente fue "burbujas". Las observaba como si me hallase mirando por una ventana: es decir, el marco de la ventana no me permitía seguirlas, sólo verlas entrar y salir de mi campo de percepción.
Pero cuando dejé de verlas como burbujas fui capaz de seguirlas; en el acto de seguirlas me adherí a una y floté con ella. Sentía realmente estar en movimiento. De hecho, yo era la burbuja, o esa cosa que parecía burbuja.
Entonces oí el sonido agudo de la voz de don Juan. Me sacudió, y perdí el sentimiento de ser "aquello". El sonido era en extremo temible: una voz remota, muy metálica, como si don Juan hablara por un altoparlante. Discerní algunas palabras.
– Mira las orillas -dijo.
Vi un gran cuerpo de aguas. El agua se precipitaba. Se oía su fragor.
– Mira las orillas -me ordenó de nuevo don Juan.
Vi un muro de concreto.
El sonido del agua se hizo terriblemente fuerte; el sonido me envolvió. Entonces cesó instantáneamente, como si lo cortaran. Tuve la sensación de negrura, de sueño.
Me di cuenta de estar echado en la zanja de riego. Don Juan tarareaba salpicando agua en mi rostro. Luego me sumergió en la zanja. Jaló mi cabeza hasta sacarla por encima de la superficie y me dejó descansarla en la ribera mientras él me sostenía por el cuello de la camisa. Tuve una sensación de lo más agradable en los brazos y las piernas. Los estiré. Los ojos, cansados, me ardían; alcé la mano derecha para frotarlos. Fue un movimiento difícil. Mi brazo pesaba. Apenas pude sacarlo del agua, pero cuando salió estaba cubierto por una asombrosa masa de neblina verde. Puse el brazo frente a mis ojos. Podía ver su contorno: una masa verde más oscura, rodeada por un intenso resplandor verdoso. Rápidamente me incorporé y, parado a media corriente, miré mi cuerpo: pecho, brazos y piernas eran verdes, verde profundo. El matiz era tan intenso que me dio la sensación de una sustancia viscosa. Parecía yo una figurita que don Juan me había hecho años antes con una raíz de datura.
Don Juan me dijo que saliera. Detecté alarma en su voz.
– Estoy verde -dije.
– Deja ya -repuso, imperioso-. No tienes tiempo. Sal de ahí. El agua está a punto de atraparte. ¡Salta! ¡Fuera! ¡Fuera!
Me llené de pánico y salí de un salto.
– Esta vez debes decirme todo lo que ocurrió -dijo, secamente, cuando estuvimos sentados frente a frente en su cuarto.
No le interesó la manera como mi experiencia había transcurrido; sólo quería saber qué había encontrado cuando él me dijo que mirara la orilla. Le interesaban los detalles. Describí el muro que había visto.
– ¿Estaba a tu izquierda o a tu derecha? -preguntó.
Le dije que en realidad el muro había estado frente a mí. Pero él insistió en que tenía que ser a la derecha o a la izquierda.
– Cuando lo viste por primera vez; ¿dónde estaba? Cierra los ojos y no los abras hasta que te acuerdes.
Se puso en pie y, habiendo yo cerrado los ojos, hizo girar mi cuerpo hasta ponerme cara al este, la misma dirección que yo había enfrentado al sentarme frente a la corriente. Me preguntó en qué dirección me había movido.
Dije que había ido hacia adelante, derecho, para enfrente. Insistió en que yo debía recordar y concentrarme en el momento en que aún veía el agua como burbujas.
– ¿Para qué lado corrían? -preguntó.
Don Juan me instó a hacer memoria, y finalmente tuve que admitir que las burbujas había parecido moverse hacia mi derecha. Pero no me hallaba tan absolutamente seguro como él deseaba. Bajo su interrogatorio, empecé a darme cuenta de mi incapacidad para clasificar la percepción. Las burbujas se habían desplazado a la derecha cuando las vi primero, pero al hacerse más grandes fluyeron para todas partes. Algunas parecían venir directamente hacia mí, otras parecían seguir cada dirección posible. Había burbujas que se movían encima de mi y abajo de mí. De hecho, estaban en todo mi derredor. Recordaba haber oído su efervescencia; por lo tanto, debo haberlas percibido auditiva además de visualmente.
Cuando las burbujas crecieron tanto que pude "montar" en una de ellas, las "vi" frotarse una contra otra como globos.
Mi excitación crecía con el recuerdo de los detalles de mi percepción. Pero don Juan no se interesaba en lo más mínimo. Le dije que había visto hervir las burbujas. No era un efecto puramente auditivo ni puramente visual, sino algo indiscriminado y sin embargo claro como el cristal; las burbujas raspaban una contra otra. Yo no veía ni oía su movimiento, lo sentía; yo era parte del sonido y del transcurso.
Al relatar mi experiencia me conmoví en lo más hondo. Tomé el brazo de don Juan y lo sacudí en un ataque de agitación intensa. Me había dado cuenta de que las burbujas no tenían límite externo; sin embargo, estaban contenidas y sus bordes cambiaban de forma y eran disparejos, dentellados. Las burbujas se fundían y separaban con gran velocidad, pero su movimiento no era vertiginoso. Era un movimiento rápido y a la vez lento.
Otra cosa que recordé en el momento del relato fue la calidad cromática que las burbujas parecían tener. Eran transparentes y muy brillantes y se veían casi verdes, aunque no era un color como yo acostumbro a percibir los colores.
– Te estás atascando -dijo don Juan-. Esas cosas no son importantes. Te estás fijando en lo que no vale la pena. La dirección es lo único importante.
Sólo pude recordar que me había movido sin ningún punto de referencia, pero don Juan concluyó que, si las burbujas habían fluido constantemente hacia mi derecha -el sur- al principio, el sur era la dirección que debía interesarme. De nuevo me instó, imperioso, a acordarme de si el muro estaba a mi derecha o a mi izquierda. Luché por hacer memoria.
Cuando don Juan "me llamó" y salí a la superficie, por así decirlo, creo que el muro estaba a mi izquierda. Me hallaba muy cerca de él y pude discernir los surcos y protuberancias del molde o armadura de madera en donde se vertió el concreto. Se habían usado tiras de madera muy delgadas, creando un diseño compacto. El muro era sumamente alto. Uno de sus extremos podía verse, y noté que no tenía esquina, sino que se curvaba para dar vuelta.
Don Juan guardó silencio un instante, como si pensara la forma de descifrar mi experiencia; luego dijo que yo no había logrado gran cosa, que no había colmado sus esperanzas.
– ¿Qué debí haber hecho?
En vez de responder hizo un gesto frunciendo los labios.
– Te fue muy bien -dijo-. Hoy aprendiste que un brujo usa el agua para moverse.
– ¿Pero vi?
Me miró con una expresión curiosa. Alzó los ojos al techo y dijo que yo tendría que entrar en la niebla verde muchas veces hasta poder contestar mi propia pregunta. Cambió sutilmente el curso de nuestra conversación, diciendo que yo no había aprendido en realidad a moverme por medio del agua, pero había aprendido que un brujo puede hacerlo, y él me había hecho mirar la orilla de la corriente con el propósito de que yo ratificara mi movimiento.
– Ibas muy rápido -dijo-, tan rápido como alguien que sabe ejecutar esta técnica. Tuve que apurarme para que no me dejaras atrás.