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Planteé a don Juan una posibilidad, usándolo a él mismo como ejemplo, y le pregunté que haría si él tuviese un accidente en el que perdiera las piernas.

– Si no puedo evitarlo, y pierdo las piernas -dijo-, ya no podré ser un hombre, así que me uniré a lo que me está esperando allá.

Hizo un arco con la mano para señalar a todo al derredor.

Argumenté que me malinterpretaba. Yo había querido hacer referencia a la imposibilidad de que cualquier individuo previera todas las variables implicadas en sus acciones de cada día.

– Todo lo que puedo decirte -dijo don Juan- es que un guerrero nunca está disponible; nunca está parado en el camino esperando las pedradas. Así corta al mínimo el chance de lo imprevisto. Lo que tú llamas accidentes son casi siempre muy fáciles de evitar, excepto para los tontos que viven por las puras.

– No es posible vivir estratégicamente todo el tiempo -dije-. Imagínese que alguien lo está esperando con un rifle de alta potencia con mira telescópica; puede darle con exactitud a quinientos metros de distancia. ¿Qué haría usted?

Don Juan me miró con aire de incredulidad y luego se echó a reír.

– ¿Qué haría usted? -insistí.

– ¿Si alguien me está esperando con un rifle de mira telescópica? -dijo, obviamente en son de burla.

– Si alguien está escondido fuera de vista, esperándolo. No tiene usted el menor chance. No puede parar una bala.

– No, no puedo. Pero sigo sin entender lo que quieres decir.

– Quiero decir que toda su estrategia no puede servirle de nada en una situación así.

– Ah, pero sí sirve. Si alguien me está esperando en un sitio con un rifle de alta potencia con mira telescópica, sencillamente no llego a ese sitio.

XIII

Mi siguiente intento de "ver" tuvo lugar el 3 de septiembre de 1969. Don Juan me hizo fumar dos cuencos de la mezcla. Los efectos inmediatos fueron idénticos a los experimentados anteriormente. Recuerdo que, cuando mi cuerpo se hallaba adormecido por completo, don Juan me tomó del sobaco derecho y me condujo al espeso chaparral desértico que se extiende por kilómetros alrededor de su casa. No recuerdo qué hicimos don Juan o yo después de entrar en el matorral, ni cuánto tiempo anduvimos; en determinado momento me descubrí sentado en la cima de un cerrito. Don Juan había tomado asiento a mi izquierda, tocándome. Yo no podía sentirlo, pero lo veía con el rabo del ojo. Tuve la sensación de que me había estado hablando, aunque no lograba recordar sus palabras. De cualquier modo sentía saber exactamente lo que había dicho, pese al hecho de que no me era posible recobrarlo en mi memoria lúcida. Sentía que sus palabras eran como los vagones de un tren que se aleja, y la última era como un cabús cuadrangular. Yo sabía cuál era esa última palabra, pero no podía decirla ni pensar claramente en ella. Era un estado de semivigilia, con la imagen onírica de un tren de palabras.

Entonces oí muy levemente la voz de don Juan que me hablaba.

– Ahora debes mirarme -dijo, volviendo mi rostro hacia el suyo. Repitió la frase tres o cuatro veces.

Al mirar, descubrí de inmediato el mismo efecto de resplandor que dos veces antes había percibido en su cara; era un movimiento hipnotizante, un cambio ondulatorio de luz dentro de áreas contenidas. No había límites precisos para esas áreas, y sin embargo la luz ondulante no se derramaba: se movía dentro de fronteras invisibles.

Paseé la vista sobre el objeto resplandeciente frente a mí, y en el acto empezó a perder su brillo y los rasgos familiares del rostro de don Juan surgieron, o más bien se superpusieron al resplandor falleciente. Luego debo haber fijado una vez más la mirada: las facciones de don Juan se desvanecieron y el brillo se intensificó. Yo había puesto mi atención en una zona que debía ser, el ojo izquierdo. Advertí que allí el movimiento del resplandor no estaba contenido. Percibí algo como explosiones de chispas. Las explosiones eran rítmicas, y despedían unas como partículas de luz que volaban hacia mí con fuerza aparente y luego se retiraban como si fueran fibras de hule.

Don Juan debe haber hecho girar mi cabeza. De pronto me hallé mirando un campo de labranza.

– Ahora mira al frente -oí decir a don Juan.

Frente a mí, a unos doscientos metros, había un cerro grande y largo; toda la cuesta estaba arada. Surcos horizontales corrían paralelos desde la base hasta la cima del cerro. Noté que en el campo labrado había cantidad de piedras chicas y tres enormes peñascos que interrumpían la rectitud de los surcos. Justamente delante de mí había unos arbustos que me impedían observar los detalles de una barranca o cañada al pie del cerro. Desde donde me hallaba, la cañada parecía un corte profundo, con vegetación verde marcadamente distinta del cerro yermo. El verdor parecían ser árboles que crecían en el fondo de la cañada. Sentí una brisa soplar en mis ojos. Tuve un sentimiento de paz y quietud profunda. No se escuchaban pájaros ni insectos.

Don Juan volvió a hablarme. Me tomó un momento entender lo que decía.

– ¿Ves un hombre en ese campo? -preguntaba repetidamente.

Quise decirle que no había nadie en el campo, pero no pude vocalizar las palabras. Desde atrás, don Juan tomó mi cabeza entre sus manos -yo veía sus dedos sobre mi ceño y mis mejillas- y me hizo barrer todo el campo, moviéndome despacio la cabeza de derecha a izquierda y luego en dirección contraria.

– Observa cada detalle. Tu vida puede depender de ello -lo oí decir una y otra vez.

Me hizo recorrer cuatro veces el horizonte visual de 180 grados frente a mi. En cierto momento, cuando había movido mi cabeza hacia la extrema izquierda, creí ver algo que se movía en el campo. Tuve una breve percepción de movimiento con el rabo del ojo derecho. Don Juan empezó a volver mi cabeza hacia la derecha y pude enfocar la mirada en el campo. Vi un hombre caminar a lo largo de los surcos. Era un hombre común vestido como campesino mexicano; llevaba huaraches, pantalones gris claro, camisa beige de manga larga, sombrero de paja y un morral café claro colgado del hombro derecho con una correa.

Don Juan notó, sin duda, que yo había visto al hombre. Me preguntó repetidamente si el hombre me miraba o si venía en mi dirección. Quise decirle que el hombre se alejaba dándome la espalda, pero sólo pude pronunciar: "No." Don Juan dijo que si el hombre se volvía y se acercaba, yo debía gritar, y él me haría volver la cabeza para protegerme.

No experimenté ningún sentimiento de miedo o aprensión o participación. Observaba fríamente la escena. El hombre se detuvo a medio campo. Quedó parado con el pie derecho en la saliente de un gran peñasco redondo, como si estuviera atando su huarache. Luego se enderezó, sacó de su morral un cordel y lo enredó en su mano izquierda. Me dio la espalda y, enfrentando la cima del cerro, se puso a escudriñar el área ante sus ojos. Supuse que lo hacía por la forma en que movía la cabeza, volviéndola despacio y de continuo a la derecha; lo vi de perfil, y luego empezó a volver todo su cuerpo hacia mí, hasta que estuvo mirándome. Echó la cabeza bruscamente hacia atrás, o la movió de manera que supe, sin lugar a dudas, que me había visto. Extendió al frente su brazo izquierdo, señalando el suelo, y con el brazo en tal postura empezó a caminar hacia mí.

– ¡Ahí viene! -grité sin ninguna dificultad.

Don Juan debe haber vuelto mi cabeza, porque después estaba yo mirando el chaparral. Me dijo que no clavara la vista, sino mirara "a la ligera" las cosas, pasándoles los ojos por encima. Dijo que iba a pararse a corta distancia, frente a mí, y luego a caminar en mi dirección, y que yo debía observarlo hasta ver su resplandor.

Vi a don Juan retirarse unos veinte metros. Caminaba con increíble rapidez y agilidad, tanto que yo apenas podía creer que fuera don Juan. Se volvió a encararme y me ordenó mirarlo.

Su rostro brillaba: parecía una mancha de luz. La luz se derramaba por el pecho casi hasta la mitad del cuerpo. Era como si yo estuviera mirando una luz a través de párpados entrecerrados. El resplandor parecía expanderse y amainar. Don Juan debe haber empezado a caminar hacia mí, pues la luz se hizo más intensa y mejor discernible.