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Me dijo algo. Pugné por comprender y perdí mi visión del resplandor, y entonces vi a don Juan como lo veo todos los días; se hallaba a medio metro de distancia. Tomó asiento encarándome.

Al concentrar mi atención en su rostro empecé a percibir un vago resplandor. Luego fue como si delgados haces de luz se entrecruzaran. El rostro de don Juan se veía como si alguien le echara el cardillo de espejos diminutos; conforme la luz se intensificaba, la faz perdió sus contornos y de nuevo era un objeto brillante amorfo. Percibí una vez más el efecto de explosiones pulsantes de luz enlanadas desde un espacio que debe haber sido su ojo izquierdo. No enfoqué allí mi atención, sino que deliberadamente miré una zona adyacente que supuse el ojo derecho. De inmediato capté la visión de un estanque de luz, claro y transparente. Era una luz líquida.

Noté que percibir era más que avistar: era sentir. El estanque de luz oscura y líquida tenía una profundidad extraordinaria. Era "amistoso", "bueno". La luz que emanaba de allí, en vez de estallar, giraba en lento remolino hacia adentro, creando reflejos exquisitos. El resplandor tenía un modo tan bello y delicado de tocarme, de confortarme, que me daba sensación de delicia.

Vi un anillo simétrico de brillantes rayones de luz expandirse rítmicamente sobre la planicie vertical del área resplandeciente. El anillo creció hasta cubrir casi toda la superficie y luego se contrajo a un punto de luz en medio del charco brillante. Vi el anillo expandirse y contraerse varias veces. Luego me eché atrás cuidando de no perder la visión, y pude ver ambos ojos. Distinguí el ritmo de ambos tipos de explosiones luminosas. El ojo izquierdo despedía rayos de luz que sobresalían de la planicie vertical, mientras los del ojo derecho irradiaban sin proyectarse. El ritmo de ambos ojos alternaba: la luz del ojo izquierdo estallaba hacia afuera mientras los haces radiantes del ojo derecho se contraían y giraban hacia adentro. Luego, la luz del ojo derecho se extendía para cubrir toda la superficie resplandeciente mientras la luz del ojo izquierdo se retraía.

Don Juan debe haberme dado vuelta una vez más, pues de nuevo me hallé mirando el campo de labranza. Lo oí decirme que observara al hombre.

El hombre estaba de pie junto al peñasco, mirándome. Yo no podía discernir sus facciones: el sombrero le cubría la mayor parte de la cara. Tras un momento puso su morral bajo el brazo derecho y empezó a alejarse hacia mi diestra. Caminó casi hasta el final del área labrada, cambió de dirección y dio unos pasos hacia la cañada. Entonces perdí control sobre mi enfoque y el hombre desapareció junto con la escena total. La imagen de los arbustos del desierto se superpuso a ella.

No recuerdo cómo volví a casa de don Juan, ni lo que él hizo para "regresarme". Al despertar, yacía sobre mi petate en el cuarto de don Juan. El acudió a mi lado y me ayudó a levantarme. Me sentía mareado; tenía el estómago revuelto. En forma muy rápida y eficiente, don Juan me arrastró hasta los arbustos al lado de su casa. Vomité y él rió.

Luego me sentí mejor. Miré mi reloj; eran las 11:00 p.m. Me dormí de nuevo y a la una de la tarde siguiente creí ser otra vez yo mismo.

Don Juan me preguntó repetidamente cómo me sentía. Yo tenía la sensación de hallarme distraído. No podía concentrarme realmente. Caminé un rato por la casa, bajo el escrutinio atento de don Juan. Me seguía a todas partes. Sentí que no había nada que hacer y volví a dormirme. Desperté al atardecer, muy mejorado. En torno mío hallé muchas hojas aplastadas. De hecho, desperté bocabajo encima de un montón de hojas. Su olor era muy fuerte. Recuerdo haber cobrado conciencia de aquel olor antes de despertar por entero.

Fui atrás de la casa y hallé a don Juan sentado junto a la zanja de irrigación. Al ver que me acercaba, hizo gestos frenéticos para detenerme y hacerme volver a la casa.

– ¡Corre para adentro! -gritó.

Entré corriendo en la casa y él llegó un instante después.

– No me sigas nunca -dijo-. Si quieres verme espérame aquí.

Me disculpé. El me dijo que no me desperdiciara en disculpas tontas que no tenían el poder de cancelar mis actos. Dijo que había tenido muchas dificultades para regresarme y que había estado intercediendo por mí ante el agua.

– Ahora tenemos que correr el riesgo y lavarte en el agua -dijo.

Le aseguré que me sentía muy bien. El se quedó largo rato mirándome a los ojos.

– Ven conmigo -dijo-. Voy a meterte en el agua.

– Estoy muy bien -dije-. Mire, estoy tomando notas.

Me jaló de mi petate con fuerza considerable.

– ¡No te entregues! -dijo-. Cuando menos lo pienses vas a quedarte dormido otra vez. A lo mejor esta vez ya no podré despertarte.

Corrimos a la parte trasera de su casa. Antes de que llegáramos al agua me dijo, en un tono de lo más dramático, que cerrara bien los ojos y no los abriera hasta que él lo indicase. Me dijo que si miraba el agua, aun por un instante, podría morir. Me llevó de la mano y me echó de cabeza en el canal de riego.

Conservé los ojos cerrados mientras él me sumergía y me sacaba del agua; esto duró horas. Experimenté un cambio notable. Lo que había de mal en mi antes de entrar en el agua era tan sutil que no lo noté hasta comparar ese estado con el sentimiento de bienestar y claridad que tuve mientras don Juan me hizo permanecer en la zanja.

El agua se metió en mi nariz y empecé a estornudar. Don Juan me sacó y me llevó, sin dejarme abrir los ojos, hasta la casa. Me hizo cambiarme de ropa y luego me guió a su cuarto, me condujo a sentarme en mi petate, dispuso la dirección de mi cuerpo y me dijo que abriera los ojos. Los abrí, y lo que vi me hizo saltar hacia atrás y agarrarme de su pierna. Experimenté un momento tremendamente confuso. Don Juan me golpeó con los nudillos en la parte más alta de la cabeza. Fue un golpe rápido, no duro ni doloroso, sino más bien como un choque.

– ¿Qué pasa contigo? ¿Qué viste? -preguntó.

Al abrir los ojos yo había visto la misma escena que observé antes. Había visto al mismo hombre. Pero esta vez se hallaba casi tocándome. Vi su rostro. Había en él cierto aire de familiaridad. Casi supe quién era. La escena se desvaneció cuando don Juan me pegó en la cabeza.

Alcé los ojos a don Juan. Tenía la mano lista para pegarme de nuevo. Riendo, preguntó si quería yo otro coscorrón. Solté su pierna y me relajé sobre mi petate. Me ordenó mirar directamente hacia adelante y por ningún motivo volverme en dirección del agua atrás de su casa.

Hasta entonces advertí que el cuarto estaba en tinieblas. Por un instante no estuve seguro de tener abiertos los ojos. Los toqué para asegurarme. Llamé a don Juan en voz alta y le dije que algo andaba mal con mis ojos; no podía yo ver nada, cuando un momento antes lo había visto dispuesto a pegarme. Oí su risa a la derecha, sobre mi cabeza, y luego encendió su linterna de petróleo. Mis ojos se adaptaron a la luz en cuestión de segundos. Todo estaba como siempre: las paredes de ramas y argamasa y las raíces medicinales secas, extrañamente contrahechas, que colgaban de ellas; el techo de paja; la linterna de petróleo colgada de una viga. Yo había visto la habitación cientos de veces, pero ahora sentí que había algo único en ella y en mí mismo. Esta era la primera vez que yo no creía en la "realidad" definitiva de mi percepción. Había estado acercándome con cautela hacia tal sentimiento, y acaso lo había intelectualizado en diversas ocasiones, pero jamás me había hallado al borde de la duda seria. Ahora, sin embargo, no creí que el cuarto fuera "real", y por un momento tuve la extraña sensación de que se trataba de una escena que desaparecería si don Juan me golpeaba la cabeza con los nudillos. Empecé a temblar sin tener frío. Espasmos nerviosos recorrían mi espina. Sentía la cabeza pesada, sobe todo en la zona directamente encima de la nuca.