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Me quejé de no sentirme bien y dije a don Juan lo que había visto. El se rió de mí, diciendo que sucumbir al susto era una entrega miserable.

– Estás asustado sin tener miedo -dijo-. Viste al aliado que te miraba, gran cosa. Espera a tenerlo cara a cara antes de cagarte en los calzones.

Me indicó levantarme y caminar hacia mi coche sin volverme en dirección del agua, y esperarlo mientras traía una soga y una pala. Me hizo manejar hasta un sitio donde habíamos hallado un tocón de árbol. Nos pusimos a cavar para sacarlo. Trabajé terriblemente duro horas enteras. No sacamos el tocón, pero me sentí mucho mejor. Regresamos a la casa y comimos y las cosas eran de nuevo perfectamente "reales" y comunes.

– ¿Qué me sucedió? -pregunté-. ¿Qué hice ayer?

– Me fumaste y luego fumaste un aliado -dijo él.

– ¿Cómo dijo?

Don Juan rió y dijo que al rato iba yo a exigirle contar todo desde el principio.

– Me fumaste -repitió-. Me miraste a la cara, a los ojos. Viste las luces que marcan la cara de un hombre. Yo soy brujo: tú viste eso en mis ojos. Pero no lo sabías, porque ésta es la primera vez que lo haces. Los ojos de los hombres no son todos iguales. Pronto lo descubrirás. Luego fumaste un aliado.

– ¿Dice usted el hombre en el campo?

– No era hombre, era un aliado que te hacía señas.

– ¿A dónde fuimos? ¿Dónde estábamos cuando vi a ese hombre, digo, a ese aliado?

Don Juan señaló con la barbilla un área frente a su casa y dijo que me había llevado a lo alto de un cerrito. Dije que el paisaje que observé no tenía nada en común con el desierto de chaparrales alrededor de su casa, y repuso que el aliado que me había "hecho señas" no era de los alrededores.

– ¿De dónde es?

– Te llevaré allí muy pronto.

– ¿Qué significa mi visión?

– Estabas aprendiendo a ver, eso era todo; pero ahora se te están cayendo los calzones porque te entregas; te has abandonado a tu susto. Capaz sería bueno que describieras todo cuanto viste.

Cuando empecé a describir la apariencia que su propio rostro me había presentado, me detuvo y dijo que eso no tenía ninguna importancia. Le dije que casi lo había visto como un "huevo luminoso". Respondió que "casi" no era suficiente, y que ver me llevaría mucho tiempo y esfuerzo.

Le interesaban la escena del campo labrado y todos los detalles que pudiera yo recordar del hombre.

– Ese aliado te estaba haciendo señas -dijo-. Cuando vino hacia ti y yo te moví la cabeza, no fue porque te estuviera poniendo en peligro sino porque es mejor esperar. Tú no tienes prisa. Un guerrero nunca está ocioso ni tiene prisa. Encontrarse con un aliado sin estar preparado es como atacar a un león a pedos.

Me gustó la metáfora. Compartimos un delicioso momento de risa.

– ¿Qué habría pasado si usted no me mueve la cabeza?

– Habrías tenido que moverla solo.

– ¿Y si no lo hacía?

– El aliado habría llegado hasta ti y te habría dado un buen susto. Si hubieras estado solo, habría podido matarte. No es aconsejable que estés sólo en las montañas o en el desierto hasta que puedas defenderte. Un aliado podría agarrarte allí solo y hacerte picadillo.

– ¿Qué significado tenían sus acciones?

– Al mirarte quería decir que te da la bienvenida. Te enseñó que necesitas un cazador de espíritus y un morral, pero no de estos rumbos; su bolsa era de otra parte del país. Tienes en tu camino tres piedras de tropiezo que te detienen; eran las peñas. Y, definitivamente, vas a sacar tus mejores poderes de cañadas y barrancas; el aliado te señaló la barranca. El resto de la escena era para ayudarte a localizar el sitio exacto donde encontrarlo. Ya sé dónde está ese sitio. Te llevaré allí muy pronto.

– ¿Quiere usted decir que el paisaje que vi existe realmente?

– Por supuesto.

– ¿Dónde?

– No te lo puedo decir.

– ¿Cómo hallaría yo ese sitio?

– Tampoco puedo decírtelo, y no porque no quiera sino porque sencillamente no sé cómo decírtelo.

Quise saber el significado de haber visto la misma escena estando en la casa. Don Juan rió e imitó la forma en que me había asido a su pierna.

– Era una reafirmación de que el aliado te quiere -dijo-. Ese era su modo de hacernos saber sin lugar a dudas de que te daba la bienvenida.

– ¿Y el rostro que vi?

– Su rostro te es familiar porque lo conoces. Lo has visto antes. Quizás es el rostro de tu muerte. Te asustaste, pero eso fue descuido tuyo. El te esperaba, y cuando se mostró sucumbiste al susto. Por suerte yo estaba allí para pegarte; si no, él se habría vuelto en tu contra, y merecido lo tenías. Para tener un aliado, hay que ser un guerrero sin mancha, o el aliado puede volverse contra uno y destruirlo.

Don Juan me disuadió de volver a Los Ángeles la mañana siguiente. Al parecer, pensaba que aún no me había recuperado por completo. Insistió en que me sentara en su cuarto, mirando al sureste, con el fin de preservar mi fuerza. Se sentó a mi izquierda, me entregó mi cuaderno y dijo que esta vez yo lo tenía agarrado: no sólo debía quedarse conmigo, sino también hablar conmigo.

– Tengo que llevarte otra vez al agua al anochecer -dijo-. Todavía no estás macizo y no deberías quedarte solo hoy. Te haré compañía toda la mañana; en la tarde estarás mejor.

Su preocupación me puso muy aprensivo.

– ¿Qué anda mal conmigo? -pregunté.

– Topaste un aliado.

– ¿Qué quiere usted decir con eso?

– No debemos hablar hoy de aliados. Hablemos de cualquier otra cosa.

Yo no tenía en realidad ningún deseo de hablar. Había empezado a sentirme ansioso e inquieto. A don Juan, al parecer, la situación le resultaba totalmente ridícula; rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

– No me salgas con que, ahora que deberías hablar, no vas a hallar nada que decir -dijo, sus ojos brillando con malicia. Su humor era muy reconfortante.

Un solo tema me interesaba en ese momento: el aliado. Qué familiar su rostro; no era como si yo lo conociese o lo hubiera visto antes. Era otra cosa. Cada vez que empezaba a pensar en ese rostro, mi mente experimentaba un bombardeo de pensamientos ajenos, como si alguna parte de mí mismo conociera el secreto pero no permitiese que el resto de mí se le acercara. La sensación de que el rostro del aliado era familiar resultaba tan extraña que me había forzado a un estado de melancolía mórbida. Don Juan había dicho que podía ser el rostro de mi muerte. Creo que esa frase me tenía sujeto. Quería desesperadamente preguntar acerca de ella y sentía con claridad que don Juan estaba conteniéndome. Llené los pulmones un par de veces y acabé preguntando.

– ¿Qué es la muerte, don Juan?

– No sé -dijo él, sonriendo.

– Quiero decir, ¿cómo describiría usted la muerte? Quiero sus opiniones. Creo que todo el mundo tiene opiniones definidas acerca de la muerte.

– No sé de qué estás hablando.

Yo tenía el Libro tibetano de los muertos en la cajuela de mi coche. Se me ocurrió usarlo como tema de conversación, ya que trataba de la muerte. Dije que iba a leérselo e hice por levantarme. Don Juan me indicó permanecer sentado y fue él por el libro.

– La mañana es mala hora para los brujos -dijo para explicar el que yo debiera estarme quieto-. Estás demasiado débil para salir de mi cuarto. Aquí adentro estás protegido. Si ahora te echaras a andar, lo más probable es que hallaras un desastre terrible. Un aliado podría matarte en el camino o en el matorral, y luego, cuando encontraran tu cuerpo, dirían que moriste misteriosamente o que tuviste un accidente.

Yo no estaba en posición ni de humor para poner en duda sus decisiones, así que me estuve quieto casi toda la mañana, leyéndole y explicándole algunas partes del libro. Escuchó con atención, sin interrumpirme para nada. Dos veces tuve que parar durante periodos cortos, mientras él traía agua y comida, pero apenas quedaba desocupado nuevamente me urgía a continuar la lectura. Parecía muy interesado.