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Cuando terminé, don Juan me miró.

– No entiendo por qué esa gente habla de la muerte como si la muerte fuera como la vida -dijo con suavidad.

– A lo mejor así lo entienden ellos. ¿Piensa usted que los tibetanos ven?

– Difícilmente. Cuando uno aprende a ver, ni una sola de las cosas que conoce prevalece. Ni una sola. Si los tibetanos vieran, sabrían de inmediato que ninguna cosa es ya la misma. Una vez que vemos, nada es conocido; nada permanece como solíamos conocerlo cuando no veíamos.

– Quizá, don Juan, ver no sea lo mismo para todos.

– Cierto. No es lo mismo. Pero eso no significa que prevalezcan los significados de la vida. Cuando uno aprende a ver, ni una sola cosa es la misma.

– Los tibetanos piensan, obviamente, que la muerte es como la vida. ¿Cómo piensa usted que sea la muerte? -pregunté.

– Yo no pienso que la muerte sea como nada, y creo que los tibetanos han de estar hablando de otra cosa. En todo caso, no están hablando de la muerte.

– ¿De qué cree usted que estén hablando?

– A lo mejor tú puedes decírmelo. Tú eres el que lee.

Traté de decir algo más, pero él empezó a reír.

– Acaso los tibetanos de veras ven -prosiguió don Juan-, en cuyo caso deben haberse dado cuenta de que lo que ven no tiene ningún sentido y entonces escribieron esa porquería porque todo les da igual, en cuyo caso lo que escribieron no es porquería de ninguna clase.

– En realidad no me importa lo que los tibetanos digan -le dije-, pero sí me importa mucho lo que diga usted. Me gustaría oír qué piensa usted de la muerte.

Se me quedó viendo un instante y luego soltó una risita. Abrió los ojos y alzó las cejas en un gesto cómico de sorpresa.

– La muerte es un remolino -dijo-. La muerte es el rostro del aliado; la muerte es una nube brillante en el horizonte; la muerte es el susurro de Mescalito en tus oídos; la muerte es la boca desdentada del guardián; la muerte es Genaro sentado de cabeza; la muerte soy yo hablando; la muerte son tú y tu cuaderno; la muerte no es nada. ¡Nada! Está aquí pero no está aquí en todo caso.

Don Juan rió con gran deleite. Su risa era como una canción; tenía una especie de ritmo de danza.

– Mis palabras no tienen sentido, ¿eh? -dijo don Juan-. No puedo decirte cómo es la muerte. Pero quizá podría hablarte de tu propia muerte. No hay manera de saber cómo será de cierto, pero sí podría decirte cómo sea tal vez.

En ese punto me asusté y repuse que yo sólo quería saber lo que la muerte parecía ser para él; recalqué que me interesaban sus opiniones sobre la muerte en un sentido general, pero no buscaba enterarme en detalle de la muerte personal de nadie, y menos de la mía.

– Yo nada más puedo hablar de la muerte en términos personales -dijo él-. Tú querías que te hablara de la muerte. ¡Muy bien! Entonces no tengas miedo de oír tu propia muerte.

Admití que me hallaba demasiado nervioso para hablar de ella. Dije que deseaba hablar de la muerte en términos generales, como él mismo había hecho la vez que me contó que al momento de la muerte de su hijo Eulalio la vida y la muerte se mezclaron como una niebla de cristales.

– Te dije que la vida de mi hijo se expandió a la hora de su muerte personal -repuso-. Yo no hablaba de la muerte en general, sino de la muerte de mi hijo. La muerte, sea lo que sea, hizo expandir su vida.

Yo quería a toda costa sacar la conversación del terreno de lo particular, y mencioné que había estado leyendo relatos de gente que murió varios minutos y fue revivida a través de técnicas médicas. En todos los casos que leí, las personas involucradas habían declarado, al revivir, que no podían recordar nada en absoluto; que la muerte era simplemente una sensación de oscurecimiento.

– Eso es perfectamente comprensible -dijo él-. La muerte tiene dos etapas. La primera es un oscurecimiento. Es una etapa sin sentido, muy semejante al primer efecto de Mescalito, cuando uno experimenta una ligereza que lo hace sentirse feliz, completo, y todo en el mundo está en calma. Pero ése es sólo un estado superficial; no tarda en desvanecerse y uno entra en un nuevo terreno, el terreno de la dureza y el poder. Esa segunda etapa es el verdadero encuentro con Mescalito. La muerte es muy parecida. La primera etapa es un oscurecimiento superficial. Pero la segunda es la verdadera etapa en que uno se encuentra con la muerte; un breve momento, después de la primera oscuridad, hallamos que, de algún modo, somos otra vez nosotros mismos. Y entonces la muerte choca contra nosotros con su callada furia y su poder, hasta que disuelve nuestras vidas en la nada.

– ¿Cómo puede usted tener la certeza de que está hablando de la muerte?

– Tengo mi aliado. El humito me ha enseñado con gran claridad mi muerte inconfundible. Por eso nada más puedo hablar de la muerte personal.

Las palabras de don Juan me ocasionaron una profunda aprensión y una ambivalencia dramática. Tuve el presentimiento de que iba a describirme los detalles exteriores y vulgares de mi muerte y a decir cómo o cuándo moriría yo. La simple idea de saber eso me hacía desesperar y a la vez picaba mi curiosidad. Desde luego, podría haberle pedido describir su propia muerte, pero sentí que tal petición sería bastante descortés y la cancelé automáticamente.

Don Juan parecía disfrutar mi conflicto. Su cuerpo se retorcía de risa.

– ¿Quieres saber cómo podría ser tu muerte? -me preguntó con deleite infantil en el rostro.

Su malicioso placer en acosarme me daba ánimos. Casi mellaba mi aprensión.

– Bueno, dígame -dije, y mi voz se quebró.

Don Juan tuvo una formidable explosión de risa. Agarrándose el estómago, rodó de lado y repitió burlonamente: "Bueno, dígame", con una quebradura en su voz. Luego se enderezó y tomó asiento, asumiendo una tiesura fingida, y con tono trémulo dijo:

– La segunda etapa de tu muerte muy bien podría ser como sigue.

Sus ojos me examinaron con curiosidad aparentemente genuina. Reí. Me daba cuenta de que sus bromas eran el único recurso capaz de suavizar la idea de la propia muerte.

– Tú manejas mucho -siguió diciendo-, así que tal vez te encuentres, en un momento dado, nuevamente al volante. Será una sensación muy rápida que no te dará tiempo de pensar. De pronto, digamos, te encuentras manejando, como has hecho miles de veces. Pero antes de que puedas recapacitar, notas una formación extraña frente a tu parabrisas. Si miras más de cerca verás que es una nube que parece un remolino brillante. Parece, digamos, una cara, allí en medio del cielo, frente a ti. Mientras la miras, la ves moverse hacia atrás hasta que sólo es un punto brillante en la distancia, y luego notas que empieza a moverse otra vez hacia ti; gana velocidad y, en un parpadeo, se estrella contra el parabrisas de tu coche. Eres fuerte; estoy seguro de que la muerte necesitará un par de golpes para ganarte.

"Para entonces ya sabes dónde estás y qué te está pasando; el rostro retrocede otra vez hasta una posición en el horizonte, toma vuelo y choca contra ti. El rostro entra dentro de ti y entonces sabes: era el rostro del aliado, o era yo hablando, o tú escribiendo. La muerte no era nada todo el tiempo. Nada. Era un puntito perdido en las hojas de tu cuaderno. Pero entra en ti con fuerza incontrolable y te expande; te aplana y te extiende por todo el cielo y la tierra y más allá. Y eres como una niebla de cristales diminutos yéndose, yéndose.

La descripción de mi muerte me afectó mucho. Cuán distinta a lo que yo esperaba oír. Durante un largo rato no pude pronunciar palabra.

– La muerte entra por el vientre -prosiguió don Juan-. Se mete por la abertura de la voluntad. Esa zona es la parte más importante y sensible del hombre. Es la zona de la voluntad y también la zona por la que todos morimos. Lo sé porque mi aliado me guió hasta esa etapa, Un brujo templa su voluntad dejando que su muerte lo alcance, y cuando está plano y empieza a expandirse, su voluntad impecable entra en acción y convierte nuevamente la niebla en una persona.