– ¡Allí está! -dijo.
Vi a una mujer caminar hacia la carretera por el borde de un campo de cultivo. Llevaba una canasta colgada del brazo derecho. Sólo hasta entonces advertí que nos hallábamos estacionados cerca de una encrucijada. Había dos veredas estrechas que corrían paralelas a ambos lados de la carretera, y otro sendero más ancho y transitado, perpendicular a los otros; obviamente, la gente que usaba ese sendero tenía que cruzar el camino pavimentado.
Cuando la mujer estaba aún en el camino de tierra, don Juan me hizo bajar del coche.
– Hazlo ahora -dijo con firmeza.
Lo obedecí. La mujer estaba casi en la carretera. Corrí y la alcancé. Estaba tan cerca de ella que sentí sus ropas en mi rostro. Saqué de mi camisa la pezuña de jabalí y lancé con ella una estocada. No sentí resistencia alguna al objeto romo. Vi una sombra fugaz frente a mí, como un cortinaje; mi cabeza giró hacia la derecha y vi a la mujer parada a quince metros de distancia, en el otro lado del camino. Era una mujer bastante joven, morena, de cuerpo fuerte y rechoncho. Me sonreía. Tenía dientes blancos y grandes y su sonrisa era plácida. Había entrecerrado los ojos, como para protegerlos del viento. Seguía con la canasta colgada del brazo.
Tuve entonces un momento de confusión única. Me volví para mirar a don Juan. El hacía gestos frenéticos, llamándome. Corrí en su dirección. Tres o cuatro hombres se acercaban presurosos. Subí en el coche y hundiendo el acelerador me alejé en dirección opuesta.
Traté de preguntar a don Juan qué había ocurrido, pero no pude hablar; una presión avasalladora hacía reventar mis oídos; sentía asfixiarme. El parecía complacido: empezó a reír. Era como si mi fracaso no le importara. Yo apretaba tanto el volante que no podía mover las manos; estaban congeladas; mis brazos se hallaban rígidos y lo mismo mis piernas. De hecho, no podía quitar el pie del acelerador.
Don Juan me dio palmadas en la espalda y dijo que me calmara. Poco a poco disminuyó la presión en mis oídos.
– ¿Qué sucedió allá? -pregunté al fin.
Rió como niño travieso, sin responder. Luego me preguntó si había notado la manera en que la mujer se quitó del paso. Elogió su excelente velocidad. Las palabras de don Juan parecían tan incongruentes que yo no podía en realidad seguir el hilo. ¡Elogiaba a la mujer! Dijo que su poder era impecable, y ella una enemiga despiadada.
Pregunté a don Juan si mi fracaso no le importaba. Su cambio de humor me sorprendía y molestaba. Cualquiera hubiera dicho que se hallaba alegre.
Me dijo que parara. Me estacioné al lado del camino. El puso su mano en mi hombro y me miró penetrantemente a los ojos.
– Todo lo que te he hecho hoy fue una trampa -dijo de buenas a primeras-. La regla es que un hombre de conocimiento tiene que atrapar a su aprendiz. Hoy te he atrapado, y te he hecho una treta para que aprendas.
Quedé atónito. No podía organizar mis ideas. Don Juan explicó que todo el asunto con la mujer era una trampa; que ella jamás había sido una amenaza para él; y que su propia labor fue la de ponerme en contacto con ella, bajo las condiciones específicas de abandono y poder que yo había experimentado al tratar de atravesarla. Encomió mi determinación y la llamó un acto de poder que demostró a la Catalina mi gran capacidad para el esfuerzo. Don Juan dijo que, aunque yo lo ignoraba, no había hecho más que lucirme ante ella.
– Jamás pudiste tocarla -dijo-, pero le enseñaste tus garras. Ahora sabe que no tienes miedo. Le has hecho un desafío. La usé para tenderte la trampa porque esa mujer es poderosa y es incansable y nunca olvida. Los hombres, por lo general, están demasiado ocupados para ser enemigos implacables.
Sentí una ira terrible. Le dije que no había que jugar con los sentimientos y las lealtades más profundos de una persona.
Don Juan rió hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas, y lo odié. Tuve un deseo avasallador de darle un golpe y marcharme; había en su risa, sin embargo, un ritmo tan extraño que me tenía paralizado casi por entero.
– No te enojes tanto -dijo don Juan apaciguadoramente.
Y dijo que sus actos jamás habían sido una farsa, que también él había puesto en juego su vida mucho tiempo antes, cuando su propio benefactor lo había atrapado igual que él a mí. Don Juan dijo que su benefactor era un hombre cruel que no pensaba en él como el mismo don Juan pensaba en mí. Añadió con mucha severidad que la mujer había probado su fuerza contra él y que en verdad trató de matarlo.
– Ahora sabe que yo estaba jugando con ella -dijo, riendo-, y por eso te odiará a ti. A mí no puede hacerme nada, pero se desquitará contigo. Todavía no sabe qué tanto poder tienes, así que vendrá a probarte, poco a poco. Ahora no tienes otra alternativa que aprender para defenderte, o serás presa de esa señora. No es cosa de burla.
Don Juan me recordó la forma en que la mujer se había apartado en un vuelo.
– No te enojes -dijo-. No fue una trampa común. Fue la regla.
Había algo verdaderamente enloquecedor en la forma como la mujer se apartó de mí. Yo mismo lo había presenciado: saltó el ancho de la carretera en un parpadeo. No tenía yo manera de librarme de tal certeza. Desde ese momento, enfoqué toda mi atención en aquel incidente y poco a poco acumulé "evidencia" de que la Catalina en verdad me perseguía. La consecuencia final fue que tuve que abandonar el aprendizaje bajo la presión de mi miedo irracional.
Unas horas después, en las primeras de la tarde, regresé a la casa de don Juan. El parecía haberme estado esperando. Se me acercó cuando bajaba del coche y me examinó con mirada curiosa, caminando en torno mío dos veces.
– ¿Por qué los nervios? -preguntó antes de que yo tuviera tiempo de decir nada.
Le expliqué que algo me había ahuyentado esa mañana, y que había empezado a sentir algo que me rondaba, como antes. Don Juan se sentó y pareció sumergirse en pensamientos. Su rostro tenía una expresión inusitadamente seria. Parecía fatigado. Me senté junto a él y ordené mis notas.
Tras una pausa muy larga, su rostro se iluminó y sus labios sonrieron.
– Lo que sentiste en la mañana era el espíritu del ojo de agua -dijo-. Te he dicho que debes estar preparado para encontrarte de repente con esas fuerzas. Creí que entendías.
– Entendí.
– ¿Entonces por qué el miedo?
No pude responder.
– El espíritu sigue tu rastro -dijo él-. Ya te topó en el agua. Te aseguro que te topará otra vez, y probablemente no estarás preparado y ese encuentro será tu fin.
Las palabras de don Juan me produjeron genuina preocupación. Lo que sentía era, sin embargo, extraño; me preocupaba, pero no tenía miedo. Lo que me ocurría, fuera lo que fuese, no había podido provocar mis viejos sentimientos de terror ciego.
– ¿Qué debo hacer? -pregunté.
– Olvidas con demasiada facilidad -respondió-. El camino del conocimiento se anda a la mala. Para aprender necesitamos que nos echen espuelas. En el camino del conocimiento siempre estamos peleando con algo evitando algo, preparados para algo; y ese algo es siempre inexplicable, más grande y poderoso que nosotros. Las fuerzas inexplicables vendrán a ti. Ahora es el espíritu del ojo de agua, luego será tu propio aliado, por eso en este momento no tienes otra tarea que el prepararte a la lucha. Hace años la Catalina te espoleó, pero esa era sólo una bruja y esa trampa fue de principiante.
"El mundo está en verdad lleno de cosas temibles, y nosotros somos criaturas indefensas rodeadas por fuerzas que son inexplicables e inflexibles. El hombre común, en su ignorancia, cree que se puede explicar o cambiar esas fuerzas; no sabe realmente cómo hacerlo, pero espera que las acciones de la humanidad las expliquen o las cambien tarde o temprano. El brujo, en cambio, no piensa en explicarlas ni en cambiarlas; en vez de ello, aprende a usar esas fuerzas. El brujo se ajusta los remaches y se adapta a la dirección de tales fuerzas. Ese es su truco. La brujería no es gran cosa cuando le hallas el truco. Un brujo apenas anda mejor que un hombre de la calle. La brujería no lo ayuda a vivir una vida mejor; de hecho yo diría que le estorba; le hace la vida incómoda, precaria. Al abrirse al conocimiento, un brujo se hace más vulnerable que el hombre común. Por un lado, sus semejantes lo odian y le temen y se esfuerzan por acabarlo; por otro lado, las fuerzas inexplicables e inflexibles que a todos nos rodean, por el derecho de que estamos vivos, son para el brujo la fuente de un peligro todavía mayor. Que un semejante lo atraviese a uno duele, cómo no, pero ese dolor no es nada en comparación con el topetazo de un aliado. Un brujo, al abrirse al conocimiento, pierde sus resguardos y se hace presa de tales fuerzas y sólo tiene un medio de equilibrio: su voluntad; por eso debe sentir y actuar como un guerrero. Te lo repito una vez más: sólo como guerrero es posible sobrevivir en el camino del conocimiento. Lo que ayuda a un brujo a vivir una vida mejor es la fuerza de ser guerrero.