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Después de darme estas instrucciones me hizo repetirlas hasta que las memoricé. Luego estuvimos largo rato sentados en silencio. Un par de veces intenté revivir la conversación, pero él me obligó a callar con un gesto imperativo.

Oscurecía cuando don Juan se puso en pie y, sin una palabra, empezó a trepar el cerro. Fui tras él. En la cima, ejecuté todos los movimientos prescritos. Don Juan me observaba atentamente a corta distancia. Actué con mucho cuidado y con lentitud deliberada. Traté de sentir algún cambio perceptible de temperatura, pero no podía descubrir si la palma de mi mano se calentaba o no. Para entonces había oscurecido bastante, pero aún pude correr hacia el este sin tropezar en los arbustos. Dejé de correr al hallarme sin aliento, lo cual sucedió no demasiado lejos de mi punto de partida. Me encontraba cansado y tenso en extremo. Me dolían los antebrazos y las pantorrillas.

Repetí allí todos los movimientos marcados y obtuve los mismos resultados negativos. Corrí en lo oscuro dos veces más, y entonces, al girar el brazo por tercera vez, mi mano se calentó sobre un punto hacia el este. El cambio de temperatura fue tan definido que me sorprendió. Me senté a esperar a don Juan. Le dije que había percibido un cambio de temperatura en mi mano. Me indicó que procediera, y recogí todas las ramas secas que pude hallar y encendí un fuego. Él se sentó a mi izquierda, a medio metro de distancia.

El fuego trazaba extrañas siluetas danzantes. A ratos las llamas se hacían iridiscentes; se volvían azulosas y luego blanco brillante. Expliqué ese insólito juego de colores asumiendo que lo producía alguna propiedad química específica de las varas y ramas secas que reuní. Otro aspecto muy poco usual del fuego eran las chispas: Las nuevas ramas que yo seguía añadiendo creaban chispas desmesuradas. Pensé que eran como pelotas de tenis que parecían estallar en el aire.

Miré el fuego fijamente, como creía que don Juan me había recomendado, y me maree. El me dio su guaje de agua y me hizo seña de beber. El agua me relajó y me produjo una deliciosa sensación de frescura.

Don Juan se inclinó para susurrarme al oído que no tenía que clavar la vista en las llamas, que sólo observara en la dirección del fuego. Tras casi una hora de observar, sentía yo un gran frío viscoso. En cierto momento en que estaba a punto de agacharme a recoger una vara, algo como un insecto o una mancha en mi retina pasó, cruzando de derecha a izquierda, entre mi persona y el fuego. Inmediatamente me retraje. Miré a don Juan y él me indicó, con un movimiento de barbilla, mirar de nuevo las llamas. Un momento después, la misma sombra cruzó en dirección opuesta.

Don Juan se puso en pie rápidamente y empezó a apilar tierra suelta encima de las ramas ardientes hasta apagar por entero las llamas. Ejecutó la maniobra con velocidad increíble. Cuando me moví para ayudarlo, ya él había acabado de extinguir el fuego. Pisoteó la tierra sobre los rescoldos y luego casi me arrastró cuesta abajo y hacia la salida del valle. Caminaba muy aprisa, sin volver la cabeza, y no me permitió hablar en absoluto.

Cuando llegamos a mi coche, horas después, le pregunté qué era la cosa que vi. Sacudió la cabeza imperativamente y viajamos en completo silencio.

Entró directamente en su casa cuando llegamos a ella en las primeras horas del día, y nuevamente me calló cuando hice por hablar.

Don Juan estaba sentado afuera, detrás de su casa. Parecía haber aguardado mi despertar, pues al salir yo se puso a hablar. Dijo que la sombra de la noche pasada era un espíritu, una fuerza que pertenecía al sitio particular donde yo la vi. Calificó de inútil a ese ser específico.

– Sólo existe allí -dijo-. No tiene secretos de poder; por eso no tenía caso quedarse. Sólo habrías visto una sombra rápida y pasajera yendo de un lado a otro toda la noche. Pero hay otras clases de seres que pueden darte secretos de poder, si tienes la suerte de encontrarlos.

Desayunamos entonces y estuvimos un buen rato sin hablar. Después de comer nos sentamos frente a la casa.

– Hay tres clases de seres -dijo él de pronto-: los que no dan nada porque no tienen nada que dar, los que sólo causan susto, y los que tienen regalos. El que viste anoche era de los silenciosos; no tiene nada que dar; es sólo una sombra. Pero casi siempre hay otro tipo de ser asociado con el silencioso: un espíritu malvado cuya única cualidad es causar miedo y que siempre ronda la morada de un silencioso. Por eso decidí que nos fuéramos cuanto antes. Ese espíritu fastidioso sigue a la gente hasta su casa y le hace la vida imposible. Conozco gente que a causa de ellos ha tenido que irse de su casa. Siempre hay quienes creen que pueden sacarle mucho a esa clase de ser, pero el simple hecho de que haya un espíritu por la casa no significa nada. Luego tratan de atraerlo, o lo siguen por la casa bajo la impresión de que puede revelarles secretos. Pero lo único que sacan es una experiencia espantosa. Conozco unas personas que se turnaban para vigilar a uno de esos seres malvados que los siguió hasta su casa. Meses enteros vigilaron al espíritu; al final, otra gente tuvo que entrar a sacarlos de la casa; se habían debilitado y estaban consumiéndose. Por esa razón lo único prudente que puede hacerse con esa clase de espíritus cargosos es olvidarlos y dejarlos en paz."

Le pregunté cómo atraía la gente a los espíritus. Dijo que primero se ponían a pensar dónde sería más probable que el espíritu apareciera y luego colocaban armas en su camino, con la esperanza de que las tocase, pues era sabido que a los espíritus les gustan los atavíos de guerra. Don Juan dijo que cualquier clase de armamento, cualquier objeto tocado por un espíritu se convertía por derecho en objeto de poder. Sin embargo, se sabía que el tipo avieso de ser nunca tocaba nada, sino sólo producía la ilusión auditiva de ruido.

Pregunté entonces a don Juan en qué forma tales espíritus causan miedo. Dijo que su manera más común de asustar a la gente era aparecer como una sombra oscura, con figura de hombre, que recorría la casa creando un estruendo temible o bien sonido de voces, o como una sombra oscura que de repente se abalanzaba desde un rincón oscuro.

Don Juan dijo que la tercera clase de espíritus era un verdadero aliado, un dador de secretos; ese tipo especial existía en sitios solitarios y abandonados, sitios casi inaccesibles. Dijo que quien deseara hallar a uno de estos seres debía viajar lejos e ir solo. En un sitio distante y solitario, tenía que dar solo todos los pasos necesarios. Tenía que sentarse junto a su hoguera, e irse de inmediato si veía la sombra. Pero debía quedarse si encontraba otras condiciones, como un viento fuerte que matara su fuego y le impidiera encenderlo nuevamente durante cuatro intentos; o si en un árbol cercano se rompía una rama. La rama tenía que romperse en realidad, y había que cerciorarse de que no sólo era el ruido de una rama rota.

Otras condiciones que debían tenerse en cuenta eran piedras que rodaran, o guijarros arrojados al fuego, o cualquier ruido constante, y entonces había que caminar en la dirección en que ocurriera cualquiera de estos fenómenos, hasta que el espíritu se revelara.

Un ser de ésos tenía muchos modos de poner a prueba a un guerrero. Saltaba de pronto a su paso, bajo la apariencia más horrenda, o agarraba al hombre por la espalda y no lo soltaba y lo tenía sujeto en el suelo durante horas. También podía derribarle un árbol encima. Don Juan dijo que ésas eran fuerzas verdaderamente peligrosas, y aunque incapaces de matar a un hombre mano a mano, podían matarlo de susto, o dejarle caer objetos, o al aparecer de pronto para hacerlo tropezar, perder pie y rodar a un precipicio.

Me dijo que si alguna vez encontraba yo uno de esos seres bajo circunstancias inapropiadas, por ningún motivo debía tratar de luchar con él, porque me mataría. Me robaría el alma. De modo que debía tirarme al suelo y soportar hasta el amanecer.