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No podía caminar más, por ningún motivo. Pensé en leones de montaña y traté de subir a un árbol, pero mis brazos no soportaron mi peso. Reclinado contra una roca, me resigné a morir allí. Me hallaba convencido de que sería pasto de pumas o de otros merodeadores. No tenía fuerza ni para lanzar una piedra. No tenía hambre ni sed. A eso del mediodía había hallado un arroyito y bebí en abundancia, pero el agua no ayudó a restaurar mi vigor. Sentado allí, en el colmo de la desesperanza, sentía más pesar que miedo. Estaba tan cansado que no me importaba mi destino, y me dormí.

Desperté cuando algo me sacudió. Don Juan se inclinaba sobre mí. Me ayudó a enderezarme y me dio agua y atole. Dijo, riendo, que me veía muy mal. Traté de narrarle lo ocurrido, pero me hizo callar y dijo que yo había fallado el tiro, que el sitio donde quedamos de encontrarnos estaba como a cien metros de distancia. Luego, medio llevándome a cuestas, me condujo cuesta abajo. Dijo que me llevaba a una corriente grande y que iba a lavarme allí. En el camino, me tapó las orejas con hojas que traía en su morral y luego me cubrió los ojos, poniendo una hoja sobre cada uno y asegurando ambas con un trozo de tela. Me hizo quitarme la ropa y me ordenó poner las manos sobre los ojos y oídos para asegurarme de que no podía ver ni oír nada.

Don Juan frotó todo mi cuerpo con hojas y luego me echó a un río. Sentí que era un río grande. Era profundo. Yo estaba de pie y no tocaba fondo. Don Juan me sostenía por el codo derecho. Al principio no sentí la frialdad del agua, pero poco a poco me fue calando y por fin se hizo intolerable. Don Juan me jaló a tierra y me secó con unas hojas de aroma peculiar. Me vestí y él me condujo; caminamos una buena distancia antes de que me quitara las hojas de los oídos y los ojos. Me preguntó si tenía fuerzas para caminar de regreso a mi coche. Lo extraño era que me sentía muy fuerte. Incluso ascendí corriendo una ladera empinada para demostrarlo.

En el camino a mi coche, fui muy cerca de don Juan. Tropecé veintenas de veces; él se reía. Noté que su risa era especialmente vigorizante, y se convirtió en el punto focal de mi recuperación; mientras más reía él, mejor me sentía yo.

Al día siguiente, narré a don Juan el curso de los eventos desde la hora en que me dejó. No dejó de reír durante todo mi recuento, especialmente cuando le dije que había creído que era otra de sus tretas.

– Siempre piensas que te están engañando -dijo-. Confías demasiado en ti mismo. Actúas como si conocieras todas las respuestas. No conoces nada, mi amiguito, nada.

Esta era la primera vez que don Juan me llamaba "mi amiguito". Me tomó por sorpresa. Lo advirtió y sonrió. Había en su voz un gran calor, y eso me puso muy triste. Le dije que era descuidado e incompetente porque tal era la inclinación inherente de mi personalidad; y que nunca me sería posible comprender su mundo. Me sentía hondamente conmovido. El me dio ánimos y aseveró que me había portado muy bien.

Le pregunté el significado de mi experiencia.

– No tiene significado -dijo-. Lo mismo podría pasarle a cualquiera, especialmente a alguien como tú que ya tiene la abertura ensanchada. Es muy común. Cualquier guerrero que haya salido en busca de aliados te puede hablar de lo que hacen. Lo que te hicieron a ti no fue nada. Pero tu abertura está de par en par y por eso andas tan nervioso. No se convierte uno en guerrero de la noche a la mañana. Ahora debes irte a tu casa, y no regreses hasta que sanes y estés cerrado.

XVII

No regresé a México en varios meses; aproveché el tiempo para trabajar en mis notas de campo y por primera vez en diez años, desde que inicié el aprendizaje, las enseñanzas de don Juan empezaron a cobrar verdadero sentido. Sentí que los largos periodos en que debía ausentarme del aprendizaje habían tenido sobre mi un efecto calmante y benéfico; me daban la oportunidad de revisar mis hallazgos y de ponerlos en un orden intelectual adecuado a mi preparación e interés. Sin embargo, los sucesos acontecidos en mi última visita al campo señalaban una falacia en mi optimismo de comprender el conocimiento de don Juan.

El 16 de octubre de 1970 escribí las últimas páginas de mis notas de campo. Los eventos que entonces tuvieron lugar marcaron una transición. No sólo cerraron un ciclo de enseñanza, sino que también abrieron otro, tan distinto de lo que yo había hecho hasta allí que, tengo el sentimiento, éste es el punto en el que debo terminar mi reportaje.

Al acercarme a la casa de don Juan lo vi sentado en su sitio de costumbre, bajo la ramada frente a la puerta. Me estacioné a la sombra de un árbol y fui hacia él, saludándolo en alta voz. Noté entonces que no estaba solo. Había otro hombre sentado tras una alta pila de leña. Ambos me miraban. Don Juan agitó la mano y lo mismo hizo el otro. A juzgar por su atavío, no era indio, sino mexicano del suroeste de los Estados Unidos. Llevaba pantalones de mezclilla, una camisa beige, un sombrero tejano y botas de vaquero.

Hablé a don Juan y luego miré al hombre; me sonreía. Me le quedé viendo un momento.

– Aquí está Carlitos -dijo el hombre a don Juan- y ya no me habla. ¡No me digas que está enojado conmigo!

Antes de que yo pudiera decir algo, ambos se echaron a reír, y sólo entonces me di cuenta de que el extraño era don Genaro.

– No me reconociste, ¿verdad? -preguntó, aún riendo.

Tuve que admitir que su vestuario me desconcertó.

– ¿Qué hace usted por estas partes del mundo, don Genaro? -pregunté.

– Vino a disfrutar el aire caliente -dijo don Juan-. ¿Verdad?

– Verdad -repitió don Genaro-. No tienes idea de lo que el aire caliente puede hacerle a un cuerpo viejo como el mío.

– ¿Qué le hace a su cuerpo? -pregunté.

– El aire caliente le dice a mi cuerpo cosas extraordinarias -respondió.

Se volvió hacia don Juan, los ojos brillantes.

– ¿Verdad?

Don Juan meneó la cabeza afirmativamente.

Les dije que la época de los cálidos vientos de Santa Ana era para mí la peor parte del año, y que resultaba sin duda extraño que don Genaro viniese a buscar él aire caliente mientras que yo huía de él.

– Carlos no aguanta el calor -dijo don Juan a don Genaro-. Cuando hace calor se pone como niño y se sofoca.

– ¿Seso qué?

– Se so… foca.

– ¡Válgame! -dijo don Genaro, fingiendo preocuparse, e hizo un gesto desesperado en forma indescriptiblemente graciosa.

A continuación, don Juan le explicó que yo me había ido varios meses a causa de un revés con los aliados.

– ¡Conque por fin te encontraste con un aliado! -dijo don Genaro.

– Creo que así fue -repuse cauteloso.

Rieron a carcajadas. Don Genaro me palmeó la espalda dos o tres veces. Fue un contacto muy ligero, que interpreté como gesto amistoso de interés. Mirándome, dejó descansar la mano sobre mi hombro y tuve una sensación de contento plácido, que sólo duró un instante, porque al siguiente don Genaro me hizo algo inexplicable. De pronto sentí que me había puesto en la espalda el peso de un peñasco. Tuve la impresión de que aumentaba el peso de su mano, que reposaba en mi hombro derecho, hasta que me hizo doblarme por completo y me golpeé la cabeza en el piso.

– Hay que ayudar a Carlitos -dijo don Genaro, y lanzó una mirada cómplice a don Juan.

Erguí de nuevo la espalda y me volví hacia don Juan, pero él apartó los ojos. Tuve un momento de vacilación y la molesta idea de que don Juan actuaba como desapegado, desentendido de mí. Don Genaro reía; parecía aguardar mi reacción.

Le pedí ponerme otra vez la mano en el hombro, pero no quiso hacerlo. Lo insté a que por lo menos me dijera qué me había hecho. Chasqueó la lengua. Me volví nuevamente a don Juan y le dije que el peso de la mano de don Genaro casi me había aplastado,

– Yo no sé nada de eso -dijo don Juan en un tono cómicamente objetivo-. A mí no me puso la mano en el hombro.