– ¿Qué me hizo usted, don Genaro? -pregunté.
– Nada más te puse la mano en el hombro -dijo con aire de inocencia.
– Vuélvalo a hacer -dije.
Se negó. Don Juan intervino en ese punto y me pidió describir a don Genaro lo que percibí en mi última experiencia. Pensé que deseaba una descripción seria de lo que me había ocurrido, pero mientras más serio me ponía más risa les daba. Me interrumpí dos o tres veces, pero me instaron a continuar.
– El aliado viene a ti sin que tus sentimientos cuenten -dijo don Juan cuando hube terminado mi relato-. Digo, no tienes que hacer nada para llamarlo. Puedes estar allí sentado rascándote la panza, o pensando en mujeres, y entonces, de repente, te tocan el hombro, te volteas y el aliado está de pie junto a ti.
– ¿Qué puedo hacer si ocurre algo así? -pregunté.
– ¡Espera! ¡Espera! ¡Un momento! -dijo don Genaro-. Esa no es buena pregunta. No debes preguntar qué puedes hacer tú: por supuesto que no puedes hacer nada. Debes preguntar qué puede hacer un guerrero.
– ¡Está bien! -dije-. ¿Qué otra cosa puede hacer un guerrero?
Don Genaro parpadeó y chasqueó los labios, como buscando una palabra exacta. Me miró con fijeza, la mano en la barbilla.
– Un guerrero se mea en los calzones -dijo con solemnidad indígena.
Don Juan se cubrió el rostro y don Genaro dio palmadas en el suelo, estallando en una risa ululante.
– El susto es algo que uno no puede nunca superar -dijo don Juan cuando la risa se calmó-. Cuando un guerrero se ve en tales aprietos, sencillamente le vuelve la espalda al aliado sin pensarlo dos veces. Un guerrero no se entrega; por eso no puede morir de susto. Un guerrero permite que el aliado venga sólo cuando él ya está listo y preparado. Cuando es lo bastante fuerte para forcejear con el aliado, ensancha su abertura y va para afuera, agarra al aliado, lo tiene sujeto y le clava la vista exactamente el tiempo que necesita; luego hace los ojos a un lado y suelta al aliado y lo deja ir. Un guerrero, mi amiguito, es alguien que siempre manda.
– ¿Qué sucede si uno mira demasiado tiempo a un aliado? -pregunté.
Don Genaro me miró de hito en hito e hizo un gesto cómico como forzándome a bajar los ojos.
– Quién sabe -dijo don Juan-. Tal vez Genaro te cuente lo que le pasó a él.
– Tal vez -dijo don Genaro, y chasqueó la lengua.
– ¿Me lo cuenta, por favor?
Don Genaro se puso en pie, estiró los brazos haciendo crujir los huesos, y abrió los ojos hasta tenerlos redondos, con aspecto de locura.
– Genaro va a hacer temblar el desierto -dijo y se adentró en el chaparral.
– Genaro está decidido a ayudarte -dijo don Juan en tono de confidencia-. Te hizo lo mismo en su casa y estuviste a punto de ver.
Pensé que se refería a lo ocurrido en la cascada, pero hablaba de unos extraños sonidos retumbantes que oí en casa de don Genaro.
– A propósito, ¿qué era? -pregunté-. Nos reímos, pero usted nunca me explicó qué cosa era.
– Nunca habías preguntado.
– Sí pregunté.
– No. Me has preguntado de todo menos de eso.
Don Juan me miró acusadoramente.
– Ese es el arte de Genaro -dijo-. Sólo Genaro puede hacer eso. Casi viste entonces.
Le dije que nunca se me había ocurrido asociar el "ver" con los extraños ruidos que oí entonces.
– ¿Y por qué no? -preguntó, contundente.
– Ver, para mí significa los ojos -dije.
Me escudriñó un momento como si algo anduviera mal conmigo.
– Yo nunca dije que ver fuera asunto nada más de los ojos -dijo, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
– ¿Cómo hace don Genaro esos ruidos? -insistí.
– Ya te dijo cómo los hace -dijo don Juan, cortante.
En ese momento oí un retumbar extraordinario.
Me incorporé de un salto y don Juan se echó a reír. El retumbar era como un tumultuoso alud. Escuchándolo, me hizo gracia enterarme de que mi inventario de experiencias sonoras procede claramente del cine. El hondo trueno que escuchaba me parecía la banda sonora de una película donde todo el costado de una montaña cayera en un valle.
Don Juan se agarraba las costillas, como si le dolieran de reír. El atronador retumbar sacudía el suelo bajo mis pies. Oí claramente los golpes de lo que parecía ser un peñasco monumental rodando sobre sus costados. Oí una serie de golpes demoledores que me dieron la impresión de que el peñasco rodaba inexorablemente hacia mí. Experimenté un instante de confusión suprema. Mis músculos estaban tensos; todo mi cuerpo se disponía a la fuga.
Miré a don Juan. Me observaba. Oí entonces el golpe más tremendo que había percibido en mi vida. Era como si un peñasco gigantesco hubiera caído allí atrás de la casa. Todo se cimbró, y en ese momento tuve una peculiar percepción. Por un instante "vi" en verdad un peñasco del tamaño de una montaña, allí mismo, tras la casa. No era como si una imagen se sobrelapara a la casa y el paisaje que yo tenía enfrente. Tampoco fue la visión de un peñasco real. Fue más bien como si el ruido creara la imagen de un peñasco rodando sobre sus monumentales costados. Yo estaba "viendo" el sonido. El carácter inexplicable de mi percepción me arrojó a las profundidades de la confusión y la desesperanza. Jamás en mi vida habría concebido que mis sentidos fueran capaces de percibir en tal forma. Tuve un ataque de susto racional y decidí correr como si en ello fuera mi vida. Don Juan me agarró el brazo y me ordenó vigorosamente no correr ni volver el rostro, sino enfrentar la dirección en que don Genaro se había ido.
Oí después una serie de estampidos, parecida al ruido de rocas cayendo y apilándose unas sobre otras, y luego todo quedó en silencio otra vez. Pocos minutos más tarde, don Genaro regresó y tomó asiento. Me preguntó si había "visto". No supe qué decir. Me volví hacia don Juan buscando una indicación. El me observaba.
– Creo que sí -dijo, y chasqueó la lengua.
Quise decir que no sabía de qué hablaban. Me sentía terriblemente frustrado. Tenía una sensación física de ira, de incomodidad plena.
– Creo que debemos dejarlo aquí sentado solo -dijo don Juan.
Se levantaron y pasaron junto a mí.
– Carlos se está entregando a su confusión -dijo don Juan en voz muy alta.
Me quedé solo varias horas y tuve tiempo de escribir mis notas y de meditar en mi absurda experiencia. Al pensarlo, se me hizo obvio que, desde el primer momento en que vi a don Genaro bajo la ramada, la situación había adquirido un tono de farsa. Mientras más deliberaba, más me convencía de que don Juan había entregado el control a don Genaro, y esa idea me llenaba de aprensión.
Don Juan y don Genaro volvieron al crepúsculo. Se sentaron junto a mí, flanqueándome. Don Genaro se acercó más y casi se recargó contra mí. Su hombro delgado y frágil me tocó levemente y tuve la misma sensación de cuando me puso la mano. Un peso aplastante me derribó y caí en el regazo de don Juan. El me ayudó a enderezarme y preguntó en son de broma si trataba yo de dormir en sus piernas.
Don Genaro parecía deleitado; le brillaban los ojos. Quise llorar. Me sentí como un animal encorralado.
– ¿Te estoy asustando, Carlitos? -preguntó don Genaro, al parecer con preocupación genuina-. Tienes los ojos de caballo loco.
– Cuéntale un cuento -dijo don Juan-. Eso es lo único que lo calma.
Se apartaron y tomaron asiento frente a mí. Ambos me examinaron con curiosidad. En la penumbra sus ojos se veían vidriosos, como enormes estanques de agua oscura. Esos ojos eran impresionantes. No eran ojos humanos. Nos miramos un momento y luego aparté la vista. Advertí que no les tenía miedo, y sin embargo sus ojos me habían asustado hasta ponerme a temblar. Sentí una confusión muy incómoda.
Tras un rato de silencio, don Juan instó a don Genaro a contarme lo que le pasó la vez que trató de clavarle la vista a su aliado. Don Genaro estaba sentado a corta distancia, dándome la cara; no dijo nada. Lo miré; sus ojos parecían cuatro o cinco veces más grandes que los ojos humanos comunes; brillaban y tenían un influjo irresistible. Lo que parecía ser la luz de sus ojos dominaba todo en torno a éstos. El cuerpo de don Genaro se veía disminuido, y más bien parecía el cuerpo de un felino. Noté un movimiento de su cuerpo gatuno y me asusté. De una manera totalmente automática, como si lo hubiera hecho siempre, adopté una "forma de pelea" y empecé a golpearme rítmicamente la pantorrilla. Al notar mis actos, me avergoncé y miré a don Juan. Me escudriñaba como suele; sus ojos eran bondadosos y confortantes. Rió con fuerza. Don Genaro dejó oír una especie de ronroneo, se levantó y entró en la casa.