Lo cual no le estaba resultando nada fácil, teniendo en cuenta que ella le tocaba cada vez que pasaba a su lado. Y aunque no hubiera sido así, quedaba su olor a melocotón.
Después se la encontró dormida en la habitación al llegar él, y no era de extrañar. Estar de pie toda la noche era agotador para cualquiera, y sobre todo para alguien que no estaba acostumbrado a hacerlo. Tras una noche de sueño inquieto, se despertó el sábado cerca de las doce del mediodía. Samantha seguía durmiendo, así que había aprovechado para acercarse a The Resort, antes de volver a The Hungry Bear a tiempo de abrir, con una bolsa de tortillas en la mano.
Ella no le preguntó por su ausencia, pero él se sintió obligado a explicarle. Una cosa más que sabía de ella: su confianza incondicional y su comprensión.
¿Cómo se lo tomaría cuando supiera la verdad? Seguro que lo perdonaba. Aunque era su belleza lo que en principio lo había atraído de ella, ahora eso se complementaba con otras cosas mucho más importantes: Samantha lo comprendía. Lo había hecho desde el principio.
Al igual que él la comprendía a ella: era una mujer que, a pesar del cansancio, lo sustituía tras la barra alegremente, una mujer con valores familiares profundos, una mujer sensible que confiaba en él. No es que se hubiera olvidado de cómo era acariciar sus formas, o cómo respondía a sus caricias, pero ahora lo que le atraía de ella iba mucho más allá del envoltorio.
Salir el día anterior con ella había sido un error. No había mantenido la distancia de seguridad y Samantha invadía sus pensamientos, sus sueños… ¿su futuro?
Y, por otro lado, ¿cómo demonios iba a mantener la distancia si ella no evitaba los roces casuales, la risa o las preguntas sobre clientes que los habían conducido a compartir bromas íntimas?
Mac no pudo soportarlo más, se acercó a ella y la rodeó por la cintura desde atrás.
– ¡Ah! -exclamó, dando un respingo-. No vuelvas a darme un susto así.
– ¿Por qué no? Así puedo abrazarte.
Ella se dio la vuelta en sus brazos y le rodeó el cuello.
– Tú puedes abrazarme como quieras.
Ese pensamiento le gustó.
– He llamado a Theresa y le es imposible venir esta noche.
– ¿Y?
Tomó un bocado de uno de los nachos y él le lamió los labios salados. Ella sonrió.
– Pues que vuelvo a estar falto de mano de obra.
Ella retrocedió y extendió los brazos.
– ¿Y qué son éstas sino unas manos dispuestas a ayudar?
Luego deslizó esas manos bajo su camisa y las apoyó en su pecho. Con las confidencias que habían compartido el día anterior, se sentía más cómoda con él.
– Estás de vacaciones -objetó él entre dientes.
Sentir así el calor de sus manos lo excitaba de una forma increíble.
– Define la palabra vacaciones.
– Un descanso de la realidad. Hacer lo que a uno le gusta hacer.
– Exacto -replicó, haciéndole cosquillas con las uñas-. Trabajar en este bar es una ruptura con la realidad de trabajo de nueve a cinco de todos los días -le levantó la camisa y lo besó en el pecho-. Y acariciarte es algo con lo que disfruto, no te quepa la menor duda -y probó el sabor de su piel antes de mirarlo de nuevo a los ojos-. A menos que a ti no te guste, claro.
Como si no lo supiera… Su única respuesta posible fue un gemido.
– ¿Eso es un sí? -le preguntó, sonriendo.
No había dejado de desearla ni un minuto, pero lo que experimentó en aquel momento fue increíble. Si no tuvieran que abrir en quince minutos, sería incapaz de mantener el control. Pero quería que su primera vez fuese en un lugar mejor que cualquiera de las mesas del Hungry Bear. A ser posible una cama de sábanas de hilo y todo el tiempo del mundo por delante.
Enredó los dedos en su pelo. Un solo beso. Saborear un instante sus labios. E inclinó la cabeza para besarla… justo en el momento en que alguien aporreó la puerta del bar.
– Abre -pidió alguien desde el exterior, y al no recibir respuesta inmediata, añadió-: ¡Que he perdido la llave, Mac!
Era Zee. Samantha le bajó la camisa.
– Podía haber llamado antes.
Él la miró divertido.
– Es que abrimos dentro de unos minutos.
– Voy arriba a lavarme. Vuelvo enseguida.
Le dio tiempo para que subiera las escaleras antes de abrirle a Zee.
– Voy. ¡Voy! -le gritó, y el insistente aporreo de la puerta continuó mientras abría la cerradura.
– Sigue estando cerrado, incluso para ti.
Zee le ignoró y entró.
– Te conozco desde que no sabías quitarte los mocos, así que no me vengas con tonterías.
Sí, ya… pero eso no le daba derecho a interrumpir su vida sexual y volverle loco. Aunque aquel lugar era de su hijo, y la verdad era que quería a aquel viejo cascarrabias como a un padre.
Siguió a Zee hasta uno de los taburetes de la barra y se sentó.
– ¿Dónde está tu amiga? -preguntó.
– La has asustado.
– Ja. Lo que pasa es que debe haber recuperado la cordura y estará disfrutando de un buen hotel.
Mac se apoyó en un codo.
– Si quieres saber algo, no tienes más que preguntarlo.
– Ya lo he hecho. ¿Dónde está tu amiga?
– Arriba.
– Es lo que me imaginaba -Zee le dio una palmada en el hombro-. ¿Es que tu padre y yo no os hemos enseñado nada? Primero el idiota de mi hijo permite que una mujer le deje plantado y ahora, tú.
– ¿Y yo qué he hecho?
– En mis tiempos, un hombre se casaba con una mujer antes de llevársela a la cama. Sé que ahora no es lo mismo, pero maldita sea, hombre, ¿qué tal un poco de romanticismo antes de acostarte con ella?
– Es que no me he acostado con ella.
Todavía. Había dormido junto a ella, eso sí, y a Zee eso tampoco le parecería bien. Demonios… Mac suspiró. Tenía treinta y cinco años, su padre había muerto hacía ya doce años, Zee se había ofrecido a guiarlo sin que nadie se lo pidiera y siempre parecía aparecer cuando necesitaba el consejo de un padre.
No era que se lo hubiera pedido precisamente en aquel momento, pero lo respetaba lo suficiente para escuchar lo que tuviera que decirle.
– No quiero que me cuentes los detalles -le dijo-. No me hace falta -añadió, mirándolo con sus ojos azules-. Y haz el favor de limpiarte el carmín de los labios. Pareces un mariquita.
Mac murmuró un juramento y se limpió la boca con una servilleta de papel.
– Sólo quiero que pienses con la cabeza y no con… bueno, ya sabes.
– Sí, ya sé.
– ¿Y es buena?
Mac se echó a reír.
– Ese sí que es el Zee que yo esperaba.
– Debe serlo, si todavía sigue aquí -replicó el viejo, tomando un puñado de frutos secos de uno de los cuencos que Samantha había llenado antes.
– Los caballeros no se benefician a una dama y luego desaparecen. Eso es lo que tú siempre dices.
– Yo no. Tu padre. La única forma que tuve de convencer a la madre de Bear de que se casara conmigo fue arruinando su reputación -sonrió-. ¿Ya le has dicho a Sammy Jo la verdad?
– No -la respuesta le valió otra palmada en la espalda-. Es de Nueva Jersey -añadió, como si eso lo explicase todo.
Por primera vez pensó en el hecho de que no sólo Samantha se marcharía en unos días para la conferencia, sino que tenía una vida y un padre que la esperaban en el este. Una extraña sensación de vacío acompañó la admisión, y supo que sería algo con lo que tendría que enfrentarse, y pronto.
Zee se encogió de hombros.
– Ah, yo creía que los hermanos Wright habían inventado ya el aeroplano.
– Eh, que hace menos de cuarenta y ocho horas que la conozco -replicó. Era gracioso, pero tenía la sensación de conocerla de hacía mucho más tiempo-. Apenas nos conocemos.
Y al mismo tiempo se conocían ya más íntimamente sin el beneficio del sexo que lo que había llegado a conocer a otras mujeres.