Mac examinó las paredes desconchadas, los cuadros torcidos, la mesa de billar del rincón y el tablero de dardos en la otra pared. Inhaló el olor a nachos, tabaco y cerveza.
– Pues puedes creértelo.
– Déjale en paz -dijo el hombre más alto-. Puede que ahora tenga dinero, pero un hombre nunca olvida sus raíces.
– Y las mías están en la misma tierra que las tuyas, Zee.
Zee tenía una casa de una sola planta casi idéntica a aquélla en que su hermana Kate y él habían crecido, y los dos se habían sentido igualmente cómodos en cualquiera de las dos, gracias al buen humor y la amabilidad de aquel hombre.
Zee sonrió.
– La diferencia es que tu tierra es más rica ahora que la mía, Mackenzie.
Todos se echaron a reír.
– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Problemas con las mujeres? -preguntó uno de los integrantes de aquel trío.
– Yo no. Bear es quien los tiene -dijo Mac, refiriéndose al hijo de Zee, que era su mejor amigo y el dueño de aquella taberna-. Ha salido a buscarse una mujer. Yo lo sustituyo.
– Espero que la encuentre pronto. Tus copas no son como las suyas.
Un nuevo coro de risas.
– Vas a tener que pagarme el doble por el whisky después de ese comentario -replicó Mac.
– A ti también te hace falta una mujer.
Mac no contestó. Haría falta una mujer muy especial para que él se dejase cazar. Recordó el matrimonio de Zee, que había sido tan feliz como el de sus propios padres, y se preguntó, no por primera vez, si haber tenido dos ejemplos tan buenos le habría hecho idealizar la vida de familia. Pocas relaciones podrían llegar a la altura en la que habían dejado el listón las parejas con las que había convivido mientras crecía, y muy pocas mujeres respetaban los valores por los que ambas familias se habían regido.
Aun así, no podía negar que la vida en un hotel resultaba muy solitaria y que estaba empezando a agotarle. Oyó risas en el rincón del bar y miró el reloj. La gente joven empezaría a llegar enseguida, algo que no pasaba desapercibido en el trío de octogenarios, ya que los jueves era el día de las chicas, y ellos disfrutaban de lo lindo contemplando a las bellezas locales.
– Si yo estuviera en tu lugar, me agenciaría una de esas monadas que van a tu hotel y me dedicaría a disfrutar de lo lindo en lugar de estar aquí, sirviendo copas a unos vejestorios.
– Menos mal que no lo estás, Earl.
Esas monadas sólo querían tomar el sol y un marido rico. Y las que ya lo tenían iban a The Resort para echar una canita al aire.
Mac no sólo estaba cansado de contemplar la rutina, sino de ser el objetivo, lo cual hacía que aquellas sustituciones fuesen la escapada perfecta.
– Otra ronda, Mac -pidió Zee.
– Todavía no estáis ni por la mitad de la primera.
Zee apartó la cortina de cuadros blancos y rojos para mirar por la ventana. A la decoración no le iría nada mal una renovación, pensó Mac. Quizás no fuese tan malo que Bear encontrase su media naranja. Al menos, uno de los chicos del vecindario sentaría la cabeza.
– Llega la primera de la noche -exclamó Zee, entusiasmado y frotándose las manos-. Está subiendo la escalera.
Mac conocía a Zee lo suficientemente bien para ver más allá de sus comentarios. Había sido la figura del padre para él y su hermana, ya que su padre verdadero había muerto hacía casi doce años. Mac comprendía bien que era la soledad lo que empujaba a Zee a decir tonterías con tal de divertirse un poco.
Pero eso no quería decir que fuese a permitirle que asustara a un cliente desprevenido.
– Dejadla tranquila, chicos.
– Eres un petardo, Mackenzie -protestaron justo cuando se abría la puerta y aparecía ante sus ojos la imagen más penosa que había visto en toda su vida.
Era una mujer joven… escondida tras capas y capas de polvo del desierto. Su melena morena estaba alborotada, llevaba los zapatos en la mano y entraba cojeando descalza en el bar.
Un rápido vistazo a la falda y sus años de experiencia le confirmaron que era una prenda de seda y de diseño, que dejaba al descubierto unas piernas preciosas. Parecía muy sola y perdida allí, en el umbral de la puerta, con uno de los trofeos más queridos de Bear, la cabeza de un alce disecada, colgando sobre la suya.
Antes de que pudiera ver nada más, los tres hombres la rodearon, y con un suspiro de exasperación, salió de detrás de la barra y se acercó.
– ¡Dejadla respirar, por amor de Dios! -gritó.
Los hombres retrocedieron y Mac pudo ver de cerca cómo la camiseta blanca que llevaba se ceñía a sus pechos con precisión. Gracias al aire frío de la noche, los pezones se le marcaban debajo del tejido y nada quedaba para la imaginación.
Un deseo inexplicable de poner las manos sobre sus pechos y calentarla… debía llevar demasiado tiempo sin practicar el sexo con nadie, si una mujer tan desaliñada como aquélla llegaba a excitarlo.
– No se asuste, que no pretenden hacerle daño -dijo, refiriéndose a los tres hombres que la miraban con descaro.
– Gracias de todas formas -contestó con voz ahogada que podría resultar engañosamente sexy; engañosamente, porque debía deberse a que había tragado una buena ración de polvo-. Se me ha averiado el coche -explicó.
– Siéntese. Voy a traerle algo fresco de beber -dijo-. Luego ya podrá usted contarle su vida al camarero.
Además de la bebida, podía tratar de encontrar alguna camiseta que la hiciera entrar en calor y que al mismo tiempo cubriera sus innegables encantos, antes de que pudiera dejarse llevar por el instinto en lugar de por el sentido común.
La mujer levantó la mirada y obviamente le pilló mirándole los pechos. Las mejillas se le tiñeron de rojo y se cruzó ostensiblemente de brazos. Una tímida sonrisa le desarmó, al mismo tiempo que le hizo reparar en sus ojos. El impacto le produjo una especie de escalofrío. Jamás había visto un color como aquél, una combinación única de violeta y azul índigo enmarcados por unas largas pestañas y una piel clara. Una piel cuya única marca eran los churretes de rimel y lo que tenían que ser lágrimas secas.
Aquella imagen le conmovió porque la mujer era reaclass="underline" sucia, despeinada y muy distinta de las mujeres que acudían con periodicidad a rejuvenecerse a su establecimiento. En su mundo, un lugar tan alejado del pueblo en el que creció, las mujeres consideraban la cosmética y la cirugía como los medios necesarios para retener a los hombres a su lado. Una belleza natural como aquélla era una singularidad.
Y también vio en ella a alguien necesitado de otra cosa que no fuera una cartera bien repleta.
– Tengo una espalda bastante ancha -comentó ante su silencio.
– Ya me he dado cuenta.
Y sonrió. Sin previo aviso, aquella sonrisa iluminó sus ojos y ella le miró desde su gorra de béisbol negro hasta las zapatillas deportivas.
Como Bear no había establecido código alguno ni para los empleados ni para los clientes de su pequeño bar, Mac siempre se vestía con comodidad. Quizás demasiado, porque sabía que su aspecto era desaliñado. Pero a ella parecía gustarle, y que le gustase le complació aun más.
– Llevo un buen rato andando, así que ese asiento me suena a música celestial.
Dio un paso hacia delante, gritó por lo que debía ser dolor y tuvo que apoyarse en él para no caer.
– Algunas mujeres se han tirado antes a mis brazos, pero no de esta manera.
– Será porque no han andado descalzas por el desierto durante un par de kilómetros.
Mac murmuró una maldición entre dientes y la levantó en brazos.
– ¿Se puede saber qué estás haciendo? -exclamó, sorprendida.
– Ayudarte, a menos que prefieras seguir caminando…
Y bajó los brazos como si pretendiera volver a dejarla en el suelo.
Pero ella se agarró a su cuello con más fuerza de la que le había parecido que tenía.
– ¿Dispuesta a admitir que necesitas ayuda?
Asintió, y se acomodó contra él, de modo que Mac no podía dejar de sentir la curva de su pecho y la firmeza de su trasero.