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– Mi héroe -suspiró, apoyando la cabeza en su hombro.

– Dios, qué responsabilidad.

Seguía oliendo a melocotón a pesar de la caminata, y el esfuerzo de Mac por controlar la excitación resultó dolorosamente fallido.

La acomodó en la silla más cercana e inspeccionó la planta de sus pies.

– Tengo gasas y antiséptico arriba -sugirió. O se imaginaba tenerlo, ya que Bear había tenido que intervenir en más de una ocasión en alguna pelea de madrugada, y él había ido a ayudarle a limpiar el local, y a su amigo.

– ¿Arriba? -aulló, y carraspeó para repetir la pregunta-. ¿Dónde? ¿Es una habitación? ¿Un apartamento?

– Un apartamento -contestó, sorprendido.

– Con ducha, ¿verdad?

Mac arqueó las cejas.

– Ducha y bañera. ¿Por qué?

– Curiosidad. ¿Y vives ahí?

– Sí.

Al menos, durante una semana. Por razones que no quería analizar, decidió no decirle que sólo estaba echando una mano a un amigo. Hacía mucho tiempo que no le gustaba a nadie por ser Mac a secas, y no Ryan Mackenzie, propietario de The Resort.

Y en parte, no podía culpar a nadie más aparte de a sí mismo. El dinero le había llegado a Mackenzie cuando era demasiado joven y arrogante para comprender cómo la gente y, más en concreto las mujeres, reaccionarían. Un hombre soltero y adinerado era un primer premio, y estúpidamente se había convertido en el objetivo de cazafortunas.

Afortunadamente, tener que ocuparse de su madre y de su hermana pequeña le había obligado a darse cuenta de sus errores y a madurar rápidamente. Las mujeres de su familia confiaban en él tanto económica como emocionalmente, y no podía defraudarlas. Había aprendido a ser cauto, y ésa era la razón por la que decidió guardar silencio.

La vulnerabilidad de aquella mujer le llamaba la atención, y quería tener la oportunidad de ser un hombre corriente y moliente, sin que otras nociones se interpusieran en su camino.

Ella seguía allí sentada, manoseando el borde de su falda.

– ¿Vives solo? -preguntó, en esta ocasión sin mirarlo a los ojos.

– Completamente.

– Ah. Bien.

Y enrojeció.

De descarada a tímida, y de tímida a descarada, pensó.

– ¿Por qué bien?

– Por mis pies -se obligó a levantarse sin ayuda-. Y por mi dignidad. ¿Podrías dejarme usar tu cuarto de baño?

Él asintió.

– Y mientras, me ocuparé de enviar una grúa por el coche y le diré a uno de los chicos que se ocupe de tu equipaje.

– ¿Los chicos?

– Te rodearon al entrar. Ahora te están mirando desde el otro rincón del bar.

Ella sonrió.

– Ah, esos chicos. ¿Conducen?

– No legalmente.

Su risa llenó la habitación y otros rincones de sí mismo que creía congelados.

– Y en cuanto a lo del equipaje… ¿cómo sabes que lo llevo?

– Pues porque todo en ti grita que eres una turista -replicó, mirándola de arriba abajo.

Mac fue a ayudarla a caminar, pero ella se lo impidió.

– Puedo sola.

– De acuerdo, pero voy detrás de ti por si necesitas ayuda. Por esas escaleras -le indicó, señalando el tramo de escalera que salía de un rincón-. Ocupaos del bar un momento, chicos -le dijo al grupo de clientes habituales en los que Bear confiaba tanto como en él.

Empezaron a subir las escaleras. La falda de la mujer terminaba en la mitad de sus muslos, lo cual no era problema estando al mismo nivel, pero no se le había ocurrido pensar en la vista de que iba a disfrutar en cuanto estuvieran a mitad de las escaleras. Tampoco se había imaginado lo sexy y femenina que sería su ropa interior, un retazo de encaje que atormentó su ya de por si hiperactiva libido. El calor le llegó en oleadas y empezó a sudar.

Y pensar que había estado a punto de decirle a Bear que no podía ayudarlo porque durante aquella semana llegarían varias convenciones al hotel… Se alegraba de haberlas confiado a las manos de sus empleados. No habría querido perderse aquello por nada del mundo.

Y mientras la seguía escaleras arriba, se dio cuenta de que había visto más de aquella mujer de lo que había visto a cualquier otra desde hacía mucho. Y ni siquiera sabía su nombre.

Había encontrado al hombre que buscaba. La pena era que no supiera qué hacer con él. Samantha cerró la puerta del baño y se quitó la falda para sacudirla en la bañera. ¿Quién iba a imaginarse que el primer hombre con el que se encontrara, de menos de ochenta años, iba a ser el que buscaba?

No había sido demasiado sutil con las preguntas, pero teniéndole delante y mirándola con aquellos ojos oscuros y aquel bigote dibujando el perfil de su sonrisa, había sido incapaz de pensar con claridad.

Se le imaginó esperándola al otro lado de la puerta y el pulso se le aceleró con una mezcla de anticipación y temor. Que aquel extraño de pelo oscuro era el hombre perfecto no cabía duda. Camarero de un bar fuera de cualquier gran ciudad, era un hombre con el que disfrutar y al que nunca volvería a ver. Siempre y cuando hiciese acopio del valor suficiente, claro.

Localizó las toallas que él le había dicho que estaban en una estantería y colgó una en la percha de la pared. Miró a su alrededor. El baño era pequeño, pero disponía de todo lo necesario de una forma bastante masculina. Nada de adornos. Sólo un cepillo de dientes y un frasco de loción para después del afeitado esperaban sobre la encimera. Samantha se acercó el frasco a la nariz, lo olió y de pronto, dejó de estar sola. Su aroma la rodeó. Él la rodeaba.

Nunca había estado con un hombre que llevase bigote. ¿Provocaría eso sensaciones diferentes? Cerró los ojos y su imaginación tomó el mando. Unos labios firmes y suaves al mismo tiempo subían por sus piernas y podía sentir su bigote acariciándolas. Se cubrió los pechos con las manos e imaginó que eran las de él, que sus dedos eran los que insuflaban vida propia a sus pezones.

Abrió los ojos y se encontró sola en aquel baño extraño, tan avergonzada como excitada. Nunca había hecho una cosa así. Nunca se había sentido así. Sin mirarse a sí misma en el espejo, bajó las manos y abrió el agua de la ducha.

¿Cómo podía desear de aquel modo a un desconocido? No tenía respuesta para aquella preguntadlo mismo que no sabía cómo iba a llevar a cabo aquella seducción. Perfilar un plan en la seguridad de su apartamento le había resultado fácil, pero en aquel momento, cara a cara con aquel extraño tan sexy y masculino…

Se estremeció. Todo lo que le quedaba era aquella semana. Jamás se le habría ocurrido pensar que iba a tener que pasar por algo así en su vida, pero tampoco se habría imaginado que el bienestar de su padre podía estar en sus manos. Y si todo lo que le quedaba de vida propia era aquella semana, estaba dispuesta a aprovecharla. La oportunidad de hacerlo le esperaba al otro lado de la puerta.

Si quería encontrar el camino a sus brazos, tendría que empezar por lavarse, pero antes necesitaba un buen vaso de agua para aliviar la sequedad de tanto polvo. Llenó un vaso en el lavabo y por casualidad se vio reflejada en el espejo. Lo que vio hizo que el vaso se le cayera de las manos. Con la cara llena de tiznajos y lágrimas y el pelo hecho una fregona, ¿cómo podría haberle seducido? ¿Cómo iba a sentirse siquiera interesado?

Sin previo aviso, la puerta se abrió de par en par y tuvo compañía.

– ¿Qué demonios ha sido eso?

Inmediatamente se cubrió con la toalla, pero aun así era ya demasiado tarde porque su amor imaginario estaba en la puerta contemplándola casi desnuda, porque el pequeño triángulo de tela que la cubría dejaba al descubierto más de lo que quería que él viera en aquel momento.

– ¿Y bien?

Ella no contestó. No podía. Estaba mucho más preocupada por taparse. Intentó descolgar la toalla de la percha, pero el temblor de las manos se lo impedía.

– Esas cosas deberían estar prohibidas -le oyó decir.