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Lindsay cerró los ojos fuertemente.

– Nunca ha sido mío, así que no lo puedo perder.

– No importa lo que pienses. Una de mis normas es que nunca es demasiado tarde para arreglar un daño. Él no sacaría tiempo de sus asuntos importantes y se vendría a California por un par de horas sólo porque te haya tomado cariño. Le importas. Ha sufrido incluso humillaciones por conocerte, Lindsay. Y aun así, apareció ayer en la piscina. Para sufrir otro rechazo por tu parte.

– No digas nada más -dijo Lindsay con la voz alterada-. Me siento peor con cada palabra que me dices.

– Muy bien. Cuento con que te sientas tan mal que hagas algo al respecto. Pero me imagino que vas a tener que desarrollar un plan de lo más espectacular para atraerlo. Si es eso lo que quieres, claro.

Lindsay se retorció las manos.

– Lo deseo, pero quiero que las cosas sigan sin ser complicadas y eso no es posible. Él no es un hombre normal y corriente y, con el tiempo, me temo que quiera cosas de mí que yo puedo no querer o poder hacer. Terminaremos peleando. Como me peleaba con mis padres.

– Ahora nos estamos acercando a la verdad. Lo que me estás diciendo es que Andrew Cordell te ha pedido cosas poco razonables, como tus padres, ¿no?

– Bueno, sí… no. No exactamente. Pero…

– ¡Pero nada! Cielo Santo. ¡Dale una oportunidad al hombre! -gritó Beth y en ese momento sonó el teléfono.

Lindsay fue a contestar a la cocina, deseando que fuera Andrew el que llamaba. Beth la siguió. Pero no, era su padre.

Beth le dijo entonces al oído:

– Voy a casa de mi madre. Llámame más tarde y charlaremos un rato más. Y, por Dios, no le cierres las puertas de tu vida a ese hombre. Por lo menos dale una oportunidad, a no ser que estés dispuesta a vivir con las consecuencias.

Lindsay le dio un abrazo y más calmada de lo que había estado antes, se dispuso a hablar con sus padres.

Les contó lo de la visita de Andrew el día anterior, trató de tranquilizarlos y, después de prometerles que les haría una visita un día de esos, se despidió. Cuando colgó, tuvo la tentación de llamar a información para preguntar el número de la casa del gobernador en Carson City, pero tuvo miedo de que él la fuera a rechazar.

Otra alternativa era escribirle una carta, pero eso le pareció demasiado impersonal. Sólo le quedaba una solución, ir a Carson City y verlo en persona.

– ¿No fue eso lo que él había hecho el día anterior con ella? ¿No lo había hecho porque quería ver la reacción que producía en ella su presencia?

Tenía su día libre al día siguiente, y el siguiente era el Cuatro de Julio, la fiesta nacional. Tenía dos días para ir en coche. ¿Estaría él en la ciudad? Sabía que pasaba todo su tiempo libre en el rancho de su cuñado con Randy. Tal vez la madre de Beth conociera a alguien en Nevada y pudiera averiguar algo acerca de dónde estaría él, sin levantar sospechas.

Andrew y Randy estaban en medio del desfile con que se celebraba la independencia del país, rodeados por todas las demás personalidades del estado. Iban montados en una carreta como las de los pioneros, tirada por los caballos del rancho. Andrew se ajustó su Stetson y miró a su hijo y a Troy, que iban a su lado en el pescante, antes de echar a andar los caballos.

– Debe de estar todo Carson City aquí, viendo el desfile -dijo Troy entre el tumulto.

Cada pocos metros alguien llamaba a Andrew por su nombre y él les gritaba algo apropiado, riéndose alegremente.

Se suponía que ese era uno de los deberes más placenteros de un gobernador, pero estaba de lo más deprimido desde su vuelta de Los Angeles. El poco tiempo que había pasado con Lindsay había creado un vacío en su interior que nada parecía llenar.

Randy le estaba ofreciendo todo su amor y apoyo, lo que estaba cimentando más aún su relación. Sin su hijo, Andrew no se podía imaginar que la vida tuviese sentido.

Ahora que Troy era parte de la familia y los iba a visitar con frecuencia, la mansión parecía más llena de vida y Andrew descubrió que le gustaba que el hermano de Alex anduviera por allí y le había tomado cariño al chico. En esos días, incluso se estaba quedando en su casa mientras su hermana estaba en el hospital con su hijo, Zackery Sean Quinn IV.

– Hey, vosotros dos. Antes de ir al rancho a hacer el picnic de esta tarde, vamos a pasar por el hospital para ver cómo lo lleva el pequeño Sean.

– ¡Está perfectamente! -dijo Troy sonriendo-. Zack cree que se parece al abuelo Quinn y Alex jura que es la viva imagen de nuestro padre.

– Y tú, ¿qué opinas?

– Creo que tiene un aspecto divertido. Tiene pelo por todas partes y la cara abotargada.

– Todos tienen el mismo aspecto cuando son recién nacidos. Tendrías que haber visto a Randy -bromeó Andrew esperando incordiar a su hijo.

Pero Randy no estaba prestando atención.

– Papá…

El serio tono de voz de Randy alertó a Andrew.

– ¿Qué pasa?

Su mirada buscó inmediatamente a los hombres de seguridad que había entre la multitud. Se preparó para defender a Randy y a Troy si era necesario.

– Demonios, creo que es Lindsay. Mira a la izquierda, al lado de ese payaso.

Troy silbó.

– Esa tiene que ser la sirena. Nadie más en el mundo puede tener un cabello como ese.

Andrew buscó entre la multitud con la mirada y la vio. Llevaba pantalones vaqueros, camisa vaquera y un sombrero de vaquero, todo a juego. El corazón empezó a latirle fuertemente.

– Y tú te creías que había terminado -susurró Randy.

– Voy a hablar con ella antes de que se ponga nerviosa y salga corriendo.

Sin pensar dónde estaba o lo que la gente pudiera decir y mucho menos en los problemas que les iba a proporcionar a los guardaespaldas, le pasó las riendas a Randy.

– Sigue tú. Lindsay y yo os alcanzaremos luego.

– No va a huir de ti, papá. No cuando ha venido hasta aquí.

– Bueno, no voy a arriesgarme.

Luego saltó al suelo e, inmediatamente, sus guardaespaldas hicieron un círculo a su alrededor.

– ¿Jefe? ¿Qué pasa? -preguntó uno de ellos exasperado.

Andrew siguió andando, taconeando en el asfalto con sus botas de vaquero.

– Lindsay Marshall. Está allí a unos diez metros.

– ¿Por qué no deja que se la traigamos nosotros? Sería mucho más seguro.

Pero Andrew no podía pensar, casi ni respiraba. Ahora estaba a sólo tres metros de ella. Ella por fin volvió su encantador rostro en su dirección y sus miradas se encontraron. Esos brillantes ojos color lavanda lo transportaron de nuevo a las aguas del Caribe.

Cuando se acercó más aún, vio como le latía el pulso en la garganta. Su nerviosismo lo animó y despertó sus instintos protectores.

– Andrew -dijo ella metiéndose las manos en los bolsillos traseros del pantalón con un gesto instintivo-. No quería crear otra escena. Pensaba seguirte por todo el camino y luego hablar contigo cuando terminara.

– Entonces es una suerte que Randy te haya visto tan pronto. De esta forma no vas a tener que perder más tiempo -dijo él mientras la tomaba de una mano.

– ¿A dónde me llevas?

– Primero, vas a venir con nosotros en la carreta, con mi familia, hasta que termine el desfile. Y, después de eso, encontraré la manera de llevarte a alguna parte donde podamos estar completamente solos por un rato. No me digas cuanto tiempo te puedes quedar. Todavía no. No quiero romper el encantamiento.

Cuando llegaron al lado de la carreta, Andrew la ayudó a subir desde abajo y Randy tiró de sus brazos.

A Andrew le costó hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no tomarla en brazos y llevársela inmediatamente a algún sitio apartado.

– ¡Lindsay! -exclamó Randy.

– Hola, Randy.

Troy le hizo sitio y se instalaron los cuatro en el pescante.

– ¿Por qué no nos has dicho que venías? ¡Esto es magnífico! -exclamó Randy.