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Habían explorado las 20.000 Leguas en su primer día de estancia en las Bahamas. Era un jardín de coral con canales retorcidos recorriéndolo y que permitía unas vistas espectaculares de los peces tropicales y de las grandes barracudas de Nassau, y los dos querían volver allí.

Andrew le hizo una seña al robusto buceador jefe, Pokey Albright y a su tripulación, todos nativos de Providence.

– Vamos allá, Pokey.

Con eso, el jovial y barbudo pelirrojo le dio las instrucciones pertinentes al piloto y se dirigieron a su destino a toda velocidad.

Skip y Larry, los dos guardaespaldas hicieron un gesto de disgusto. Probablemente estaban aburridos hasta decir basta. A Andrew le hubiera gustado no tener que llevarlos, pero la escalada de violencia y el hecho de que su estancia en las islas fuera conocida desde el primer día por la prensa, hacía obligatoria su presencia. Aunque después de cinco años como Gobernador, la verdad era que ya se había acostumbrado a su presencia y se habían llevado a seis que se turnaban para protegerlos, aparte de los propios guardias de seguridad de la urbanización selecta donde estaban.

Cuando llegaron a su destino sólo había otro barco de buceadores a lo lejos. Eran las cinco de la tarde y, al parecer, la gente ya había dejado de bucear por ese día, así que tenían todo aquello para ellos solos en la práctica, lo que les daría un descanso a los guardaespaldas.

Para entonces Andrew y Randy se conocían perfectamente la rutina a seguir. Comprobaron los equipos mientras Pokey los ayudaba con las tablas de inmersión y vieron que podían estar abajo veinticinco minutos.

Entre Andrew y su hijo había una especie de reto no establecido por ver quien se tiraba primero al agua y, esta vez, Andrew estaba dispuesto a ganarle. Se equipó a toda velocidad, tomó la cámara de vídeo y, encantado, vio que Randy seguía tratando de colocarse bien la máscara. Le hizo una señal a Pokey, se sentó en la borda del barco y se tiró al agua de espaldas.

Como cada vez que lo hacía, experimentó un escalofrío de excitación, la adrenalina le recorrió todo el cuerpo y tuvo que dominarse para respirar normalmente durante el descenso. Durante una de sus clases se había olvidado de no contener la respiración, un error que podía llegar a causar la muerte. Por suerte no lo había vuelto a hacer.

Cuando llegó a unos seis metros de profundidad se detuvo para filmar el descenso de Pokey y Randy.

Pokey le hizo luego una señal con la mano y los dos lo siguieron casi rozando los corales. Llegaron al borde de la pared y una gran raya leopardo apareció de repente delante de ellos.

Andrew utilizó la mayor parte de la cinta tomando a sus dos compañeros nadando cerca de la raya y luego Pokey los hizo seguirlo de nuevo.

Andrew se colocó el último y siguieron buceando por los canales de coral, manteniéndose a menos de cinco metros los unos de los otros por seguridad. Pero de repente Andrew vio algo grande acercándose a él por un canal a su izquierda. Se detuvo pensando que podía ser una gran barracuda, ya que el arrecife era famoso por ellas y había visto una buena aleta caudal.

El pulso le latió a toda velocidad por la excitación cuando levantó la cámara y encendió el foco. Pero lo que vio por el visor desafió a la lógica y lo hizo pensar que estaba alucinando.

Una sirena. Una increíble sirena con un encantador rostro ovalado y un cabello largo y rubio flotando alrededor de los brazos y hombros. A través de ese cabello vio tentadores retazos de su voluptuoso cuerpo y el corazón pareció como si se le fuera a salir del pecho.

Se quedó allí delante sólo unos breves segundos. Luego la luz pareció asustarla y se apartó de él a una velocidad increíble.

Impulsado por una excitación sin control, apagó la luz y corrió tras ella, loco por atraparla y tocarla, por descubrir si algo tan tremendamente hermoso podía ser real.

No había recorrido diez metros cuando se dio cuenta de que algo le estaba dando unos golpes en la bombona. Desorientado, se volvió y vio a Pokey que le señalaba el reloj y luego hacia arriba, indicándole que ya era hora de subir.

Cielo Santo. Por unos momentos se había olvidado de verdad de Pokey y Randy. Bueno, en realidad se había olvidado de todo. Tal vez había buceado demasiado para sólo un día y lo que había visto eran los últimos niveles de conciencia antes de desmayarse.

Cuando llegaron a cinco metros de la superficie, Pokey extendió las manos, lo que significaba que debían pararse y escribió una nota en la pizarra que llevaba.

Ya he subido con Randy. Usted se ha pasado del tiempo límite. Vamos a tener que esperar aquí tres minutos. Hágame la señal de OK si me ha entendido.

Andrew se había sentido como un tonto muchas veces en su vida, pero esa era la peor. Hizo la señal correcta mientras se imaginaba el disgusto de Pokey. Después de esa experiencia no le extrañaría si el director de buceo se negaba a ir con ellos más veces. Y sabía que Randy se estaría preguntando por qué no había subido con ellos y se sentiría más preocupado a cada segundo que pasara.

Pokey escribió otro mensaje:

¿Está bien?

Andrew tomó la pizarra y respondió:

Sí.

Si trataba de explicar que había visto una sirena, Pokey pensaría que había perdido la cabeza. Y, tal vez asiera…

¿Qué le pasaba? ¡Nunca en su vida había actuado tan tontamente! No iba a decir nada hasta estar de vuelta en la casa y haber visto el video.

Pensó que era mejor explicarse mejor, así que escribió:

Estaba filmando y me olvidé del tiempo. ¡Lo siento! Gracias por ayudarme.

Después de leerlo, Pokey escribió:

Lo mismo me pasó a mí cuando empezaba a bucear. Olvídelo.

«Eso sería imposible», pensó Andrew, todavía sorprendido por lo que había visto. Estaba cada vez más impaciente por ver el vídeo. Si no mostraba más que corales y peces tropicales, consultaría a un experto en medicina deportiva y de buceo para ver qué le había causado la alucinación. No recordaba que su instructor le hubiera mencionado esa clase de síntomas cuando un buceador tenía problemas.

Cuando pasaron los tres minutos, subieron a la superficie y Andrew vio la cara de alivio que puso su hijo. Le quitó la cámara dé las manos y lo ayudó a subir. Los guardaespaldas parecían igual de preocupados.

– Demonios, papá, ¿qué te ha pasado? ¿Estás bien?

Andrew se quitó la máscara y la boquilla y los dejó en el fondo del barco.

– Estoy bien, Randy -respondió él pasándole un brazo por los hombros y dándole un cariñoso apretón.

Pokey sonrió.

– Tu padre se ha dejado llevar un poco por la excitación por lo que ha visto ahí abajo y se olvidó de dejar de filmar.

Excitado no era la palabra. Algo le había pasado mientras estaba allá abajo, algo que nunca antes le había pasado.

Andrew se dio cuenta de que su hijo no parecía muy convencido.

– Tenía miedo de que te hubiera dado un ataque al corazón o algo así -dijo Randy con una voz sorprendentemente insegura.

Eso le hizo sentirse muy mal a Andrew. Podía haber muerto, y habría sido por su propia culpa, por su descuido. Después de perder a su madre, Randy no necesitaba otra tragedia en su joven vida.

– Ya sé que treinta y siete años te parecen muchos, pero antes de marcharnos me hice un examen médico completo y me dijeron que estaba perfectamente en forma -dijo mientras se quitaba el neopreno-. Perdona por asustarte, Randy, nunca más volveré a ser tan estúpido.

– ¿Lo prometes?

– Te lo juro.

– De acuerdo entonces.

Andrew suspiró y le dijo a Pokey:

– Vámonos a casa. Me muero de hambre. ¿Cuál es el mejor restaurante de Nassau? Creo que Randy y yo estamos de humor como para pasarnos un poco.