– ¡Vete al infierno, imbécil! -Manifestó una espada en la mano y se la clavó a Dolor directamente en el corazón.
Soltando a Leta de su agarre, Dolor retrocedió tambaleándose. Sus ojos negros estaban muy abiertos con incredulidad mientras se desintegraba en mil pedazos brillantes. Cayeron lentamente al suelo antes de que un feroz viento se los llevara.
Leta todavía seguía gritando como si estuviera atrapada en el medio de una pesadilla de la que no se podía despertar. Se tiró del cabello como si no pudiera soportar las imágenes que tenía en la cabeza.
Aidan la cogió entre sus brazos para sujetarla más cerca.
– Shh -susurró mientras ella temblaba en sus brazos.
Lágrimas se escapaban de sus ojos.
– ¡Haz que pare! Por favor, Dios, haz que se vayan lejos. No puedo respirar. No puedo pensar. No puedo… no puedo…
Él hizo una mueca de dolor al escuchar las mismas súplicas agónicas que él había farfullado en incontables días de amargura. Esto hizo que la sujetara más cerca, y lo tocó a un nivel inimaginable. Cualquiera que fuera su pasado, obviamente era tan malo como el suyo propio.
– Te tengo, Leta -susurró, frotando gentilmente el mentón contra su húmeda mejilla-. No dejaré que te haga daño. -No sabía por qué había hecho esa promesa, pero incluso más sorprendente que las palabras era el hecho de que lo decía en serio.
Algo acerca de compartir este momento atravesó su propio dolor. Por primera vez en dos años, se sintió de nuevo humano, y ni siquiera sabía por qué.
Ella aspiró un aliento entrecortado.
– Volverá.
– No lo hará. Lo maté.
– No -dijo ella, sus ojos brillando por las lágrimas-, no lo hiciste. No puedes detener a Dolor. Volverá y ahora sabe… -Su voz se cortó como si incluso estuviera demasiado temerosa de terminar la frase.
– Shh -repitió mientras la sujetaba más cerca y dejaba que la calidez de su cuerpo se filtrara en la frialdad que lo había agarrado durante todo este tiempo. No había reconfortado a nadie en años. Literalmente. La última persona con la que se había sentado toda la noche había sido su sobrino. Ronald acababa de romper con su primera prometida, por lo que los dos habían salido a beber. Aunque se suponía que Aidan tenía que estar estudiando un guión para el que se había estado preparando, se había tomado toda la noche para aliviar el dolor de Ronald.
¿Y qué le había dado eso?
Ronald finalmente se había aliado con Donnie y vuelto en contra de Aidan, incluso después de todo lo que este había hecho por él a lo largo de los años: pagar su colegio privado y universidad, pagar el caro viaje de graduación del colegio a Florida a él y a su mejor amigo, le había dado un trabajo, comprado un coche, una casa… Nada había sido suficiente. Y esto después de que Ronald le contara lo mal que lo había tratado su padre al crecer.
Ahora no sabía si Ronald alguna vez había dicho la verdad o si no habían sido nada más que mentiras destinadas a ganarse la compasión de Aidan, para poder obtener más dinero de él.
Y al final, nada de lo que Aidan había hecho para ayudar al chico había importado. Como su padre, Ronald había exigido que Aidan le diera todo lo que quería, sin importar si lo merecía o no.
Su corazón golpeando, Aidan hizo el descubrimiento más espeluznante sobre sí mismo.
Todavía le importaba.
A pesar de todo lo que la escoria le había hecho pasar. A pesar de lo cuidadosamente que se había sellado del mundo, le importaba Leta. No quería que la lastimaran, y estaba condenadamente seguro de que no la quería herida por haber intentado ayudarlo.
En ese momento, se odió por la debilidad de sentir.
¿Cuánto podía soportar un humano?
Pero estaba allí. Ese dolor interno que sólo quería cuidar las heridas de Leta y asegurarse de que estaba bien. Apretando los dientes, presionó los labios contra su suave y dulce cabello y la llevó fuera de la nieve, a una playa arenosa donde el sol brillaba reluciente por encima de ellos.
Con ella todavía acurrucada contra su pecho, se puso de rodillas en la arena y la colocó delante. Le acunó la cara con las manos y le limpió las húmedas lágrimas que todavía le bajaban rodando por las mejillas.
– Está bien, Leta. Te tengo.
Leta se sorbió las lágrimas mientras miraba fijamente esos ojos que eran tan verdes y tormentosos como el mar profundo. Por una vez no estaban llenos de hostilidad. Estaban abiertos y preocupados, y eso literalmente la dejó sin aliento.
Levantó la mano para colocarla en su mejilla, donde la barba de varios días de sus patillas le rascaba la mano. Su fragancia masculina le llenó los sentidos… había pasado tanto tiempo desde que había saboreado la pasión. Desde que había sido sujetada por un hombre que no estuviera emparentado con ella. Y en ese momento, el dolor de su propio pasado la abrumó con sufrimiento.
Ahogándose en la cruda agonía de su interior, se apoyó contra él y colocó la cabeza bajo su barbilla, contra su pecho. No le gustaba estar en este sueño. Ya no quería estos sentimientos. No tenerlos era mucho mejor que lo que sentía ahora. Si sólo los pudiera desterrar para siempre.
– ¿Cómo te las arreglas con todo eso? -susurró contra el pecho de Aidan.
– No pienses en ello.
– ¿Eso funciona?
– A veces.
– ¿Y cuando no lo hace?
Él se encogió de hombros.
– Hay cerveza y whisky barato, pero incluso eso no hace nada más que añadir un dolor de cabeza a lo que ya te aflige. Tarde o temprano se te pasa la borrachera y todo vuelve a empezar.
Esa no era la respuesta que Leta quería de él.
– Odio llorar.
Los ojos de Aidan la quemaron con su intenso calor.
– Entonces haz lo mismo que yo. Convierte tus lágrimas en ira. Llorar sólo te pondrá enferma. Pero la ira… la ira te infunde. Te da fuerzas. Se arrastra por tu cuerpo hasta que te ves obligado a actuar. No hay disminución de fuerza, ninguna sollozante visión borrosa. Te aclara la cabeza y centra tus acciones. Sobre todo, te hace más poderoso.
– ¿Es eso por lo que permaneces cabreado?
– Absolutamente.
Y su ira era lo suficientemente fuerte como para alimentarlos a ambos. Pero aún así, ella no lo entendía. Su propia rabia siempre se había elevado rápidamente y luego desaparecía. Más que eso, sus lágrimas siempre habían negado su ira. En el segundo que sus lágrimas empezaban, cualquier rabia que tenía se evaporaba bajo ellas.
– ¿Cómo aprendiste a dejar de llorar?
La expresión de Aidan era severa.
– Cerré mi corazón con fuerza y aprendí a dejar que los demás no me importaran, sólo yo. No te pueden hacer llorar cuando no te importan una mierda, ellos o sus opiniones. Sólo puedes ser herido por aquellos a los que amas.
– Y por el dios del dolor -susurró Leta-. Él sabe lo que nos debilita. Mira lo que me ha hecho a mí.
– Es porque te conoce y sabe dónde golpear. -Aidan negó con la cabeza-. Él no sabe nada sobre mí. Ya no hay nada que pueda emplear para herirme. Dejé marchar todo excepto mi rabia.
Por eso Aidan había podido luchar contra Dolor aunque era un hombre mortal.
Pero ella no sabía cómo sujetarse a la ira. Cada vez que pensaba en su hija o su marido, eso la ponía de rodillas. Habían sido inocentes de todo crimen, excepto pertenecerle, y habían sido ejecutados fríamente por Dolor y su gente. Eso era por lo que ella estaba aquí.
No morirían más inocentes.
Nunca.
Nadie merecía el dolor que ella sentía. Nadie. Y moriría antes de permitir que Dolor destruyera a otra persona de esta manera. Arrebatarles lo que más amaban, ¿y para qué? ¿Por el rencor de un dios porque otro le había gastado una broma y carecía de sentido del humor? Era cruel y estaba mal.
– Enséñame tu rabia, Aidan. Muéstrame cómo agarrarme a ella sin importar lo que pase.
Él asintió crudamente antes de dejar caer las manos de su cara.
– Deja marchar el dolor. Si hay algo de bondad en tu interior, mátala. Ahora, recuerda que la única persona que te importa en la vida eres tú. A nadie nunca le importarás. A nadie. La única persona que puede protegerte eres tú. Deja que todos los demás se vayan al infierno. De hecho, apúralos hacia allí.