Eran casi las dos de la mañana cuando Jane, por fin, se acostó. Aunque cansada, permaneció despierta mucho tiempo y deseó poder hablar con Gil. Estaba segura de que un espíritu libre ofrecería un punto de vista diferente sobre la situación.
Se despertó más tarde que de costumbre y encontró a Sarah, muy bien arreglada, dejando una taza de té encima de la mesilla de noche. De la cocina salía un olor delicioso.
– Anoche llamó Andrew.
– No me hablo con él -dijo Sarah al instante.
– No te preocupes, él tampoco se habla contigo -Jane se preguntó si no estaría en un jardín de infancia sin saberlo.
Mientras desayunaban, Sarah dijo:
– Hoy me voy a Londres, necesito ropa nueva.
– Londres es una ciudad que cansa mucho -objetó Jane-. ¿No seria mejor que…?
– No, no sería mejor -interrumpió Sarah con firmeza-. Tengo setenta años, no ciento setenta.
– Pero hay unas tiendas muy buenas en Wellhampton.
– Jane, querida, llevo cincuenta años con una astilla clavada en la carne, no me digas que me la he sacado para meterme otra.
– ¿Una astilla en la carne? -repitió Jane muy ofendida-. ¿Yo?
– Si no tienes cuidado, te vas a hacer muy seria demasiado joven.
Un comentario que se parecía mucho a lo que Gil le había dicho.
– La seriedad es algo propio de nuestra familia -le recordó a Sarah con gesto defensivo-. ¿Y de quién es la culpa?
– De tu abuelo, no intentes echármela a mí.
Jane se quedó sin habla.
Llevó a su abuela a la estación de ferrocarril.
– Volveré a casa a tiempo para preparar una buena y sólida cena -le prometió su abuela.
Y desapareció antes de que Jane tuviera tiempo de explicarle que no tomaba cenas sólidas.
A media mañana, llamó a Andrew a su cómodo bungalow junto al río donde él y Sarah habían vivido durante los últimos diez años. Su abuelo parecía animado y contento.
– Acabo de comprarme un barco -anunció su abuelo-. Una pequeña lancha, siempre he querido tener una.
– No lo sabía.
– Hay muchas cosas que siempre he querido tener y, ahora que estoy libre, voy a tenerlas.
– ¿No te parece que un barco es demasiado ejercicio para ti?
Andrew se echó a reír.
– No me voy a lanzar a un viaje en vela. Lo quiero para recibir visitas de mujeres jóvenes.
Jane respiró profundamente. La situación era peor de lo que había imaginado.
– No sé qué va a decir Sarah de eso -dijo Jane, tratando de hacer una broma.
– No tiene nada que decir, ha sido ella quien ha puesto fin a nuestro matrimonio, no yo. Y lo mejor que ha hecho en su vida. Ahora voy a empezar a disfrutar de verdad. Vino, mujeres, música y nadie que me diga: «no hagas eso, te sienta mal». Dile que me las estoy arreglando estupendamente sin ella. ¿Está bien?
– Sí, está bien. También ella quiere pasárselo bien.
– No me interesa. Y no pronuncies su nombre delante de mí.
– De acuerdo, no lo haré.
– Ya verás que pronto viene corriendo a casa, apuesto a que está sentada al lado del teléfono esperando a que la llame,
– No, se ha ido a Londres a comprarse ropa.
– Te lo he dicho, no me interesa lo que haga. Si es todo lo que tienes que decirme, voy a colgar. Estoy esperando la visita de una amiga.
– ¡Dios mío, dame paciencia! -murmuró Jane, mientras colgaba el auricular.
Tenía miedo de que Gil no estuviera cuando aquella tarde fue a buscarlo. Pero, con alivio, vio su caravana bajo los árboles.
Tan pronto como llamó a la puerta, Gil sacó la mano, la agarró y la metió dentro. Al instante siguiente, Jane se encontró en sus brazos.
– Tenía miedo de que no vinieras -murmuró él junto a sus labios.
– Y yo tenía miedo de que no estuvieras aquí.
Con la respiración entrecortada, Gil la soltó.
– Mira, he pasado parte de la tarde arreglándolo todo -anunció él, señalando la mesa.
Jane lanzó un gemido de placer al ver la elegante mesa que Gil había preparado para dos.
– Oh, Gil, lo siento, pero no puedo.
– Claro que puedes.
– No en serio. Mi abuela me está esperando para cenar, ha preparado una cena especial. Verás, anoche, cuando llegué a casa, ella estaba allí. Ha dejado a mi abuelo y toda la familia anda loca porque habían estado preparando una fiesta sorpresa para celebrar sus bodas de oro. Se ha ido a Londres a comprar ropa nueva y mi abuelo se ha comprado un barco para recibir en él a mujeres jóvenes.
– ¡Eh espera un momento! Tranquilízate. No entiendo nada.
– Ni yo tampoco -dijo ella, enfadada-. Se están comportando como dos niños. Mi abuelo dice que no se habla con ella y ella dice que no se habla con él. Los dos tienen más de setenta años y lo único que dicen es: «jQué asco! Qué horror!»
Gil sonrió maliciosamente.
– Si llevan juntos tantos años, deben estar ya listos para decir: «¡Qué asco! ¡Qué horror!» -observó él-Probablemente se han dicho todo lo demás docenas de veces.
– No docenas de veces, miles de veces. Sarah dice que si vuelve a oír la anécdota preferida de mi abuelo acabará en un manicomio.
– Me parece lógico.
– Es un encanto. Me temo que tengo que darle prioridad en estos momentos.
– ¿Quieres decir que no vamos a estar juntos esta noche? -preguntó él, desilusionado.
Jane estaba a punto de decirle que no cuando, de repente, se le ocurrió una idea brillante. Si Sarah conocía a Gil, inmediatamente le produciría una mala impresión y ello la haría volver en sí.
– No, creo que deberías venir conmigo a cenar a casa. Sarah siempre cocina para un regimiento.
– Me pilla un poco de sorpresa -Gil sonrió burlonamente y a Jane le dio un vuelco el corazón-. No querrás utilizarme para algo, ¿verdad?
– Claro que no. Es sólo que… -Jane vaciló, no sabía cómo decirlo con palabras.
– Es sólo que, al verme, se horrorizará y se dará cuenta de que no está pisando tierra firme, ¿no?
– Bueno, no es exactamente… eso.
– Cielo, podría divertirme mucho dejándote explicar qué es exactamente -dijo él con una ronca carcajada-, pero no es necesario. Además, no me importa que me utilices como una terrible muestra del problema en el que podría estarse metiendo. ¿Estoy vestido suficientemente horrible para tu abuela?
– Es pena que te hayas afeitado -declaró Jane mientras le examinaba con ojos críticos.
– Lo había hecho por ti -se quejó Gil-. No hay forma de complacer a una mujer. ¿Cómo quieres que me comporte, como un borracho sin modales?
– No, claro que no. Sé tú mismo.
– ¿Le asustaré lo suficiente siendo yo mismo? Sí, no me cabe duda. Lo comprendo perfectamente.
– Me rindo -dijo Jane.
– En ese caso, ¿nos vamos ya?
Gil tomó la botella de vino que había encima de la mesa y salieron de la caravana. Jane llamó por teléfono desde una cabina para decirle a su abuela que iban de camino.
– ¿Cómo ha reaccionado? -le preguntó Gil cuando Jane colgó.
– Terriblemente animada. No me atrevo a llegar a casa, no sé qué sorpresa me tendrá preparada ahora.
– Hablas como si no estuvieras de acuerdo con ella -le dijo Gil-. Es mayorcita para saber lo que quiere.
– Eso es lo que ella dice -respondió Jane.
– La cuestión es que no debería necesitar decirlo.
A medio camino de la casa. Gil se bajó del coche para comprar unas flores.
– Para mi anfitriona -le dijo a Jane.
– Zalamero -le acusó ella.
– Por supuesto, es mi primera regla para la supervivencia. Cuando te enfrentes a las fuerzas de la naturaleza, arrástrate. Además, ofrecer flores a tu anfitriona es lo que se debe hacer.