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Sarah suspiró y volvió a la realidad.

– Mis padres me obligaron a romper con él. Los padres podían hacer ese tipo de cosas en aquellos tiempos. Dijeron que no era el hombre «adecuado». El se marchó y jamás volví a tener noticias suyas. Por fin, me casé con Andrew. El trabajaba en un banco y era «adecuado».

– Oh, Sarah… ¿Lo querías mucho?

– Sí, mucho. Pero tuve que dejarlo y casarme con un sosaina.

– No deberías llamar a Andrew sosaina.

– Un sosaina -repitió Sarah firmemente-. Ha sido un buen marido, según sus valores. Ha trabajado mucho, ha sido fiel y, a su manera, es cariñoso. Pero jamás he olvidado al actor. Solía regalarme rosas rojas.

– ¿Como Gil?

– Exactamente. El sí que entiende que una mujer debería tener rosas rojas cuando es joven -Sarah le dio una palmada en la mano a su nieta-. Vete con Gil.

– Si pudiera…

– Claro que puedes. Tienes que creer que puedes. Mañana, cuando llegues al trabajo, diles que quieres tus cuatro semanas de vacaciones. Pásalas con Gil. No desaproveches esta oportunidad, no te pases el resto de la vida preguntándote lo que podría haber sido.

Al día siguiente, tan pronto como llegó al trabajo, Jane llamó a la oficina central para reservar sus vacaciones. Habló con la secretaria de Henry Morgan, un hombre pedante y estirado que se había opuesto a que le concediesen a ella el puesto de directora. La posibilidad de que accediese a darle cuatro semanas consecutivas era remota, y la secretaria lo dejó muy claro cuando, con voz gélida, le dijo que lo llamaría con la respuesta.

Después de una hora aún no la habían llamado, y Jane lo tomó como mala señal. El teléfono sonó.

– ¿Sí? -dijo ella con voz tensa.

– El señor Grant está aquí -le dijo a Jane su secretaria-. ¿Puede verte?

– Si, dile que pase.

Kenneth apareció sonriente.

– No estoy citado, pero seré breve -dijo Kenneth-. Mi madre quiere que pases tus vacaciones con nosotros.

– Es muy amable de su parte, pero…

– Sabe cómo están las cosas entre los dos y espera que ultimemos los detalles cuanto antes.

– Espera un momento, no sé de qué estás hablando -protestó Jane-. ¿Podrías decirme cómo están las cosas entre los dos?

– Estoy hablando de nuestro matrimonio.

– ¿De nuestro qué? Es la primera noticia que tengo de que vamos a casarnos.

– Bueno, ya sé que no me he arrodillado para pedírtelo, pero…

– Ni siquiera lo habías mencionado.

– Creí que se daba por entendido. Estamos hechos el uno para el otro…

– Kenneth, no voy a casarme contigo. Siento mucho que creyeras lo contrario.

La sonrisa de Kenneth siguió ahí.

– No es mi intención presionarte, no tomes ninguna decisión todavía. Pasa unos días en mi casa y cuando te des cuenta de lo bien que encajamos…

– No puedo casarme contigo porque encaje en tu casa.

– Creo que me he expresado mal…

– Da igual, no te molestes. Me voy con… un amigo.

Kenneth apretó los labios.

– ¿Con un hombre?

– Sí, claro que con un hombre -un súbito espíritu de rebeldía se apoderó de ella-. Se dedica a viajar por todo el país montando fuegos artificiales. Me voy con él a pasar un mes.

Kenneth se la quedó mirando.

– ¿Has perdido el juicio?

– Sí, exactamente, lo he perdido. Eso es exactamente lo que he hecho, he perdido el juicio y estoy encantada.

– Pero… esto no es propio de ti.

De repente, Jane comprendió cómo se sentía Sarah.

– Es lo mismo, Kenneth. No voy a casarme contigo.

El la miró con expresión paternalista.

– Adiós, querida. No hagas una tontería como pedir a la oficina central cuatro semanas seguidas de vacaciones, tu reputación jamás se recuperaría.

Kenneth se marchó antes de que ella pudiera expresar su indignación.

Recuperando la compostura, Jane llamó a su secretaria por el teléfono interno.

– ¿Podrías traerme un café, por favor?

– Ahora mismo -respondió su secretaria-. A propósito, han llamado de la oficina central y han dicho que no hay problema, que puedes tomarte cuatro semanas de vacaciones.

Una semana más tarde, Jane estaba en el vestíbulo de su casa rodeada de bolsas de viaje lista para embarcarse en una verdadera aventura. Quizá sólo fuesen cuatro semanas viajando en una caravana, pero a ella le parecía el viaje de su vida.

Gil apareció y bajó las bolsas. Jane, algo nerviosa, miró a su alrededor.

– No te preocupes, no se te ha olvidado nada -le dijo Sarah, interpretando su expresión correctamente-. Vamos, vete y disfruta.

Jane abrazó a su abuela, pero una voz desde la puerta interrumpió el momento.

– Oh, menos mal que he llegado a tiempo.

– ¡Kenneth! -exclamó Jane-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– He venido como amigo -dijo él en tono grave-. He venido porque estoy preocupado por ti. Buenos días, señora Landers.

– Es un placer verte, Kenneth -dijo Sarah educadamente, pero con falsedad.

– Por favor, permítame que le diga que siento mucho los recientes y desgraciados acontecimientos en su vida, espero que todo acabe bien.

– ¡Desgraciados acontecimientos! ¿De qué estás hablando? -preguntó Sarah-. Lo estoy pasando de maravilla.

Kenneth sonrió como si comprendiese perfectamente.

– Tiene usted mucho valor. Me alegra saber que Jane cuenta con usted. De todos modos, me sorprende que no la haya disuadido de hacer este viaje, pero…

– No sólo no la he disuadido, sino que la he animado a que lo hiciera -dijo Sarah con vehemencia-. Me gusta mucho Gil.

– Bueno, por supuesto, si usted lo conoce y le parece bien…

– Es un hombre excelente -declaró Sarah.

Gil apareció en ese momento. Se dio cuenta de la escena y en sus ojos apareció un brillo burlón y travieso. Al momento, se apoyó en la puerta con aire de chulo.

– Eh, Jane, ¿qué pasa? ¿Vienes o no, colega?

Jane hizo un verdadero esfuerzo por no echarse a reír.

– Kenneth, éste es Gil. Gil, te presento a Kenneth.

Gil se examinó las manos ostensiblemente; después, se las limpió en los pantalones y luego extendió una para estrechar la de Kenneth, quien respondió con desgana.

– ¿Ese carro que hay ahí abajo es suyo? -preguntó Gil-. Hablo del azul.

– Tengo un Mercedes azul -confirmó Kenneth.

– No está mal el cacharro. No es birlado, ¿verdad?

– Si se refiere a si no es robado, la respuesta es no.

– Le doy mil libras por él.

Kenneth se volvió a Jane.

– Creí que tenías mejor gusto -murmuró Kenneht-. Adiós, buenos días.

La puerta se cerró tras él.

– Gil, querido, no ha estado bien lo que has hecho -le reprochó Sarah con cariño.

– Lo sé, pero no he podido resistirlo. Estaba claro que esperaba encontrarse lo peor, y cuando tú le has dicho que yo era un hombre encantador… no he podido evitarlo.

– Bueno, marchaos ahora mismo de aquí -les ordenó Sarah.

– Jane, ¿estás lista?

– Sí -respondió ella-. Sarah, ¿en serio vas a estar bien?

– Perfectamente cariño. Vamos, marchad ya.

– Está bien, está bien. Ah, un momento, no te olvides de…

– Gil, llévatela de aquí ahora mismo.

Sonriendo, Gil agarró a Jane del brazo.

– Eh, ¿qué es eso? -preguntó Gil al notarle un bulto en el bolsillo.

– Mi teléfono móvil.

– Déjalo en casa.

– Es muy útil si…

– Sí, muy útil para mantenerte en contacto con el banco. Déjalo. No necesitas hablar con nadie que quiera hablar contigo. Toma, Sal, atrápalo.

Con gran indignación, Jane vio a Gil tirar el teléfono para que Sarah lo pillara al vuelo, y ella lo agarró.