– Llévatela, Gil -repitió Sarah.
Gil le echó un beso al vuelo también y sacó a Jane de la casa; después, cerró la puerta.
– ¡Qué atrevimiento!
– Sí, de acuerdo.
– Gil, espera un momento, tengo que ver si he…
– Olvídalo.
Gil tiró de ella hacia el ascensor.
– ¡Eh! -protestó Jane.
– Si no tomo medidas drásticas, aún estaremos aquí esta noche.
Tan pronto como entraron en el ascensor, Gil la estrechó en sus brazos.
– Aquí no nos podemos besar bien, pero haremos lo que podamos -le murmuró él junto a los labios.
– Sí, sí…
Perdida en aquel placer, no notaron que habían llegado abajo y que las puertas se abrieron, ni oyeron un jadeó de reproche. Por fin, algo en el tenso silencio, se hizo notar.
– Hola, Kenneth -dijo Gil en tono amistoso mientras salía del ascensor con Jane.
Kenneth la sujetó por el brazo.
– He venido aquí a hacerte entrar en razón, a decirte que aún no es demasiado tarde si…
– No, es demasiado tarde desde hace mucho tiempo -le dijo ella-. Esto es lo que intentaba explicarte el otro día. Adiós, Kenneth. Olvídame y búscate a una mujer digna de ti.
Aún en una nube de felicidad, dejó que Gil la llevase hasta el vehículo. Al cabo de unos minutos, estaban de camino.
– Es extraño -dijo Jane-. Debería avergonzarme de mí misma, pero no lo estoy. Oh, esto va a ser maravilloso.
– Cariño, tengo que confesarte algo -dijo Gil tímidamente.
– ¿Qué?
– Mira en la parte de atrás.
Jane se volvió y se encontró con los ojos fijos en los de un perro de caza.
– Se llama Perry -dijo Gil.
– No me habías hablado de la ganadería.
– No sabía cómo ibas a reaccionar. No eres alérgica a los perros, ¿verdad?
– ¡Y ahora me lo preguntas! No, no soy alérgica a los perros, la verdad es que me gustan.
– Perry tiene muy buen carácter -le aseguró Gil.
Al examinar la cabeza marrón, cerca de la suya, Jane vio que los ojos de Perry eran inteligentes y cariñosos. Cuando extendió la mano con gesto vacilante; al momento, el perro le puso la cabeza encima.
– No sabía que tenías un perro -dijo ella-. ¿Cómo es que no lo había visto antes?
– Bueno… la verdad es que no es realmente mío, aunque… En fin, supongo que ahora sí es mío.
– ¿Puedes explicarte un poco mejor?
– No, me temo que no. Digamos que es mío.
– ¿Y de dónde ha sacado ese nombre?
– Es el diminutivo de Pendes.
Jane lanzó una carcajada.
– ¿Pericles? ¿Que le llamas a un perro Pendes?
– He conseguido abreviarlo y dejarlo en Perry, pero el perro no está dispuesto a hacerme más concesiones.
Una de las bolsas de Gil que habían dejado en el asiento trasero tenía bocadillos para el almuerzo, y Perry pronto mostró su interés en la bolsa. Jane trató de resolver el problema poniéndose la bolsa encima, pero sólo consiguió que la situación empeorase. Al final, sacó los bocadillos y se los dio a Perry; tras ese gesto, la paz volvió a reinar.
Capítulo 6
El cielo estaba encapotado cuando comenzaron el viaje; pero al dejar Wellhampton atrás, salió el sol, iluminando el paisaje con una luz dorada. Era como una promesa de felicidad futura, pensó Jane contenta.
– Hoy tenemos que hacer unos trescientos kilómetros -le dijo Gil-. Hay fiestas en una ciudad, duran tres días y tenemos que montar fuegos artificiales las tres noches para cerrar la fiesta. Hoy sólo vamos a reconocer el terreno y a planear el montaje. Luego te enseñaré las tablas donde lo planifico todo.
– ¿Te refieres a lo que haces con el ordenador? A propósito, no me has dicho nada del ordenador.
De repente, Gil pareció incómodo.
– Bueno, la verdad es que…
– ¿Qué?
– Cuando fui a comprar los cohetes, en la tienda tenían nuevo material, lo último. Ya verás el tamaño de los cohetes y los colores, increíbles. Voy a ser el primero en utilizar este material nuevo y, con ellos, me pondré a la cabeza la gente en este negocio.»El ordenador me habría hecho más fácil organizarlo todo, pero no habría mejorado los fuegos propiamente dichos. Con estos nuevos cohetes, el espectáculo será mejor. La verdad es que no tenía alternativa. Jane, no te he engañado, en serio quería comprarme un ordenador; pero cuando terminé de comprar los nuevos cohetes ya no me quedaba dinero para nada más.
– No te disculpes -dijo ella, riendo-; al fin y al cabo, querías dinero para mejorar el espectáculo. En qué lo gastas es cosa tuya. Además, como tú has dicho, si tienes que elegir, es más lógico que elijas cohetes mejores y mayores.
– Eres un ángel. Lo que pasa es que…
– ¿Qué?
– Que con estos nuevos cohetes tengo que trabajar el doble que con los otros… tenemos que trabajar el doble. No sabes cuánto me alegro de que hayas decidido venir conmigo.
– Ya. Quieres decir que nada de escenas románticas a la luz de la luna y nada de… «qué maravilla estar a solas contigo, cariño». ¿No es eso?
– Claro que no -respondió él con expresión horrorizada-. Tú estás aquí porque eres útil, ¿es que no te lo había dicho?
– No, se te había olvidado mencionar ese pequeño detalle.
Se echaron a reír. Después, Jane guardó silencio y volvió la cabeza para contemplarlo.
Quería hacer el amor con Gil, descubrir si era verdad lo que prometían sus besos. Y pronto. Aquel hombre era todo suyo; al menos, durante unos días.
– Vamos a tener que pensar en comer algo pronto -dijo él.
– ¿Tienes idea de dónde?
– No.
– Estupendo.
Pararon en un pub de la carretera. Era una construcción con estructura de madera de roble y cestas de flores adornando la fachada. Perry salió de la camioneta y miró a su alrededor; rápidamente, Gil le puso el collar y la cadena.
– Invito yo -anunció Jane.
– De acuerdo. Mientras tú pides la comida, yo voy a llevar a Perry allí -dijo Gil señalando unos árboles-. Pídeme lo que tengan de menú del día y un zumo de naranja. Vamos, Perry.
Jane entró en el pub y pidió pastel de carne y zumo de naranja para los dos. Cuando salió del pub con la comida, los dos volvían de los árboles. Gil iba delante y Perry, que era todo músculos, iba detrás y parecía negarse a avanzar. Gil se paraba de vez en cuando y regañaba a su compañero. Jane no pudo oír lo que decía, pero se daba cuenta de que las dos partes eran obstinadas. Perry movió la nariz; evidentemente, había olido la comida.
Gil la vio mirándolos y se paró para con un gesto, mostrar su desesperación con el perro. Fue una equivocación. Perry aprovechó la ocasión para echarse a correr con todas sus fuerzas en la dirección que él quería y casi le arrancó el brazo a Gil.
Fue Jane quien salvó la situación. De repente, inspirada corrió hacia ellos con los pasteles de carne, y la reacción de Perry fue la esperada: frenó volvió la cabeza hacia Jane, esta se dirigió a la caravana: cuando llegó, Perry le dio alcance, se tragó un pastel de carne entero y tuvieron que sujetarle para que no se comiera el plato de cartón.
– ¿De quién era ese plato? -preguntó Gil, frotándose el hombro.
– Mío -le aseguró ella-. Este es el tuyo… ¡Perry! Bueno, era el tuyo. Espera, voy a por más.
– No, iré yo -dijo Gil-. Tú quédate con este perro del infierno.
– Me habías dicho que tenía muy buen carácter.
– Tiene muy buen carácter, y también tiene la fuerza de un buey, la mentalidad de un niño y ningún sentido de la responsabilidad -Gil le dio a Jane la correa del collar-. Toma, es todo tuyo. Me voy a por la comida.
– Será mejor que pidas para tres -le sugirió ella.
– Sí, tienes razón.
– Pobrecito -le dijo Jane al perro cuando Gil se hubo alejado-. ¡Mira que llamarte perro del infierno! Sólo estabas siguiendo tus instintos, ¿verdad?