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– No debería haber dicho semejante cosa.

– ¿Qué? ¿Qué es lo que he dicho? -parecía la inocencia personificada.

– Llamar a la señora Callam «querida». Podría ser su abuela y se merece respeto.

– ¿Le parece que la he ofendido? A mí no me ha parecido que se sintiera ofendida.

– Esa no es la cuestión…

– ¿Cree que se ha sentido ofendida?

Jane estaba punto de responder con severidad, pero su sentido de la justicia intervino. La señora Callam se había mostrado realmente encantada.

– No hay que sacar las cosas de contexto -continuó él-. Por ejemplo, si el otro tipo la hubiera llamado «querida»… eso sí que habría sido un insulto.

A pesar suyo, Jane se dio cuenta de que tenía razón.

– No me ha gustado ese avinagrado amigo suyo -observó él.

– No es amigo mío; es más, creo que es una de las personas más desagradables con que he tratado.

El sonrió y fue como si el despacho brillara de repente. Tenía un rostro fascinante, pensó Jane. De haber tenido unos rasgos más armoniosos, habría sido más guapo, pero menos interesante. La frente despejada y la nariz aguileña eran propias de un profesor de universidad, los ojos sonrientes y la boca recordaban a un payaso, pero la prominente mandíbula indicaba la terquedad de una mula. Era un hombre de contrastes, y Jane, cuya vida gobernaba con la precisión de los números, se alarmó al descubrir algo extraño, como si la compañía de aquel hombre fuese un placer.

– Apuesto a que ese hombre no ha conseguido asustarle.

No, así no conseguiría nada, tenía que volver a controlar la conversación.

– No, los hombres como él no me asustan. Pero tampoco me dejo engatusar por el encanto de alguien.

– ¿Encanto? -el se la quedó mirando como si fuese la primera vez que oía esa palabra-. Bueno, si se refiere a mí, le aseguro que me siento muy halagado, por supuesto, pero…

– Lo que creo es que ya es hora de que me diga a qué ha venido -le interrumpió Jane con la poca dignidad que la quedaba.

– Dos mil libras, por favor.

Ella sonrió.

– ¿No queremos todos eso? Vamos, por favor, hablemos en serio. ¿Para qué ha venido a verme?

– Se lo acabo de decir, quiero un préstamo de dos mil libras. ¿Por qué le sorprende tanto? No creo ser la primera persona que ha venido aquí para pedir un préstamo.

– Sí, pero la mayoría…

– La mayoría no parecen Angeles del Infierno -concluyó él, sonriente.

– Bueno, usted mismo lo ha dicho.

– ¿No le parece peligroso juzgar… por las apariencias?

– No estoy haciendo eso precisamente.

– Eso es precisamente lo que está haciendo. Nada más mencionar un préstamo, usted ha supuesto que se trataba de una broma. ¿Por qué? Por mi apariencia.

Jane se acercó un papel que tenía encima de la mesa.

– ¿Por qué no empezamos por el principio? ¿Me puede dar su nombre, por favor?

– Gil Wakeman.

– ¿Gil es el diminutivo de Gilbert?

El hizo una mueca.

– No me gusta Gilbert, es un nombre muy pretencioso. Un nombre apropiado para uno que lleve una camisa con cuello almidonado.

– Me sorprendería saber que Gil tiene una camisa -comentó ella irónicamente.

– Tenía una… hace tiempo.

– ¿Qué le pasó? -Jane no pudo evitar hacer la pregunta.

– Que la metí en la lavadora con la ropa de color y salió con los colores del arco iris.

– No me extraña.

– Desde entonces, sólo uso negro, es más seguro. Pero podría comprarme otra camisa, si eso la hace feliz.

– No creo que cambiara en nada la situación.

– Oh… También tenía una corbata hace tiempo.

Jane trató de controlarse, pero la falsa inocencia de los ojos de él pudo con ella. Su boca insistió en sonreír y, al cabo de unos segundos, acabó echándose a reír.

Él rió con ella.

– Así está mejor. He ganado.

– ¿Qué es lo que ha ganado?

– Había apostado conmigo mismo a que la hacía reír en menos de cinco minutos. Debería reír más a menudo, le sienta muy bien. Es su yo verdadero.

– Usted no sabe nada de mí -declaró Jane imponiendo orden por fin-. Y si espera que le demos un préstamo, será mejor que empiece a comportarse como un cliente respetable… si es que sabe cómo hacerlo.

– No sé -respondió él inmediatamente-, pero podría enseñarme. ¿Cómo cree que debo comportarme, como ese tipo que ha entrado antes que yo?

– Como un hombre responsable y con sentido común -le aconsejó ella.

– ¿Así le gustan los hombres, responsables y con sentido común?

– Es la clase de hombre que consigue préstamos. Él se la quedó mirando con la cabeza ladeada.

– No es eso lo que le he preguntado. ¿Qué clase de hombre le gusta?

Jane dejó el bolígrafo encima del escritorio.

– Señor Wakeman, aunque a usted le dé igual, soy la directora de un banco. Y la clase de hombre que me gusta ver en este despacho es responsable y no me hace perder el tiempo.

– ¿Y qué clase de hombre le gusta ver sentado a su lado en un restaurante?

– Con corbata -respondió ella con la severidad de que fue capaz.

– Supongo que su novio lleva corbata, ¿no?

– Me niego a hablar de ello con usted.

– Apuesto a que tiene más de una corbata, al contrario.

– Creo que no conozco a nadie como usted -dijo ella con exasperación.

– Y estoy seguro de que es tieso, estirado y serio; y lo que más le gusta de usted son sus cualidades medidas en esterlinas.

Tan poco tiempo después de que Kenneth la hubiera halagado por su puntualidad, aquel hombre le tocó un punto débil. La conversación había ido demasiado lejos. Con firmeza, Jane sacó sus gafas y se las puso.

– Quizá pueda darme algunos detalles más -dijo Jane con voz fría-. Su nombre es Gilbert Wakeman. ¿Qué edad tiene?

El contestó, revelando que tenía treinta y cinco años. Jane lo miró fugazmente.

– Sí, no soy un jovencito alocado como usted pensaba -declaró él interpretando correctamente la expresión de Jane.

– Parece más joven de lo que es.

Pero ahora que lo observó fijándose más, vio que su rostro indicaba la edad que tenía. Lo que la había confundido era su forma de vestir y su actitud informal.

– ¿Dirección? -le preguntó ella.

– Vivo en una caravana.

Jane volvió a dejar el bolígrafo en la mesa y suspiró.

– ¿En serio ha pensado que puedo darle un préstamo a alguien que no tiene dirección fija?

– Sí, lo creía…, antes de ponerse las gafas.

– Señor Wakeman, tengo muchos clientes.

– Aún no le he hablado de mi negocio. Tome, mire.

Gil sacó un álbum de fotos y lo abrió encima del escritorio. Estaba lleno de fotografías ampliadas de fuegos artificiales estallando en brillantes colores: rosas, azules, rojos, verdes, amarillos y blancos.

– Este es mi trabajo -dijo él-. Me contratan de todas partes de país. Una caravana es la forma más eficiente de vivir y trabajar en este negocio.

– ¿Para qué necesita el préstamo?

– Para expandir el negocio. Quiero comprar mejores fuegos artificiales y realizar exhibiciones mayores y más complejas. Tengo muchas ideas respecto a cómo mejorar el espectáculo, pero me falta el dinero necesario. Con dos mil libras, podría comprar un ordenador que me ayudaría enormemente en mi trabajo.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando en esto, señor Wakeman?

– Seis meses.

– Entonces, ¿aún no tiene un libro de contabilidad?

Gil hizo una mueca.

– Le enseño la gloria del cielo y usted me pregunta por el libro de contabilidad.

– Tengo que justificar mis decisiones en la oficina central; lo siento, pero no sé cómo representar la gloria del cielo en mi informe.