– Sí, ya lo he notado. No sé por qué, pero pareces otra persona de repente.
– Lo mismo digo.
– ¿Te refieres a mí? -dijo Gil en tono inocente-. Te aseguro que no he hecho más que esforzarme para aguantar tus malos humores, y permíteme que te diga que no ha sido nada fácil.
La injusticia de aquellas palabras la dejó muda momentáneamente.
– He sido todo dulzura -contestó ella en tono peligroso-. Lo he aguantado todo: los cohetes, cortar la hierba, los agujeros… «así no, más grande. No, no, así no, más profundo»… He aguantado a ese perro rascándose cada vez que iba a quedarme dormida. Incluso he aguantado que por poco nos arrastrase la caravana cuando anoche pasó un gato por su lado.
– Eso te lo has inventado.
– No me lo he inventado, fue anoche.
– Entonces, ¿por qué no me acuerdo?
– Porque ni un terremoto habría conseguido que dejaras de roncar.
– Yo no ronco -aquello le dolió.
– ¡Vaya que no! He oído truenos menos ruidosos.
– ¡No ronco!
– ¡Ja!
– ¿Qué quieres decir con eso de «ja»?
– Quiero decir «ja».
Se hizo un volátil silencio que duró unos cuantos kilómetros. La lluvia caía con más fuerza si eso era posible y Gil estaba concentrado en la carretera.
– No hay luces por ninguna parte.
– Eso es porque estamos en medio del campo. La granja tiene que estar ya cerca.
– Será mejor que vaya más despacio, esta carretera no es nada buena.
– Allí está la granja -dijo Jane al cabo de unos minutos al ver una señal que los faros iluminaron anunciando la granja-. Vamos, gira rápido.
Gil giró y, en la distancia, vieron las luces de la casa.
– ¿Ahora, adónde? -preguntó él-. La carretera ha desaparecido.
– Espera que salga a buscarla -le informó Jane en tono gélido mientras abría la puerta del coche.
Metió el pie en un charco, pero decidió tomárselo con filosofía; además, ya estaba completamente mojada y se iba a mojar más. Volvió a meterse en otro charco y en otro. Vio rastro de lo que podía ser un camino de tierra. Hizo un gesto con las manos para que Gil la siguiera despacio, la caravana se balanceaba.
De repente, Jane se paró al darse cuenta de que ya no se veían las luces de la casa. En ese momento, un relámpago iluminó el cielo, mostrando que estaban en medio de un campo.
– ,Qué pasa? -gritó Gil saliendo del coche-. ¿Por qué te has parado?
Los truenos ahogaron la respuesta de ella. Cuando acabaron, Jane gritó.
– No sé dónde estamos.
– Has dicho que por aquí llegaríamos a la granja.
– Y creo que hemos llegado, pero la carretera se ha acabado. Estamos en mitad de… no sé dónde estamos.
Gil sacó una linterna e iluminó el suelo.
– Estamos en medio de un campo de labranza -gruñó él-, y la lluvia lo ha transformado en un barrizal. Vamos, tenemos que salir rápidamente de aquí antes de que sea demasiado tarde.
Se subieron al coche corriendo y Gil pisó el acelerador, pero era demasiado tarde. La caravana se había hundido en el barro y las ruedas no conseguían más que patinar.
– ¡Maldita sea! Ven aquí, conduce tú mientras yo empujo.
– No puedes empujar tú solo, es mucho peso -protestó Jane.
– Gracias por insinuar que soy un escuchimizado.
– Yo no he…
– Jane, ponte al volante.
– Pero…
– Haz lo que te digo.
Gil salió y se fue a la parte de atrás de la caravana. Jane se colocó al volante e intentó avanzar, pero nada se movió. Después de diez minutos de frustración, Jane salió y se unió a él.
– Vamos a empujar los dos -gritó ella para que se la oyera por encima del ruido de la lluvia.
– ¿Y quién va a conducir el coche, Perry?
– Nadie -le informó ella con peligrosa paciencia-, porque no es necesario. El coche no se mueve. Venga, vamos a empujar.
Después de grandes esfuerzos y de que Perry brincase a su alrededor, acabaron en el barro, agotados y sin haber conseguido nada.
– Bueno, ¿y ahora qué hacemos? -preguntó Jane, jadeando.
Estaba empapada, cubierta de barro y le dolía todo el cuerpo.
– No lo sé -contestó Gil después de ponerse en pie y ofrecerle la mano para ayudarla a levantarse-. No podemos ir ni hacia delante ni para atrás. Has hecho que acabemos en medio de un campo.
– ¿Que yo qué?
– Eras tú la que daba las direcciones, yo me he limitado a seguirte. Escucha, déjalo, da igual.
– Oh, estupendo. Primero me echas la culpa y luego dices que da igual.
– Yo no te he echado la culpa de nada. Los dos estamos cansados y…
– Pero he sido yo quien ha hecho que nos metamos aquí, ¿verdad? -preguntó ella furiosa.
– Pues ya que lo preguntas, sí -contestó él razonablemente.
– Pero no he sido yo quien ha aceptado un trabajo estúpido en el último momento que suponía tener que encontrar una granja en mitad de la noche y en medio de una tormenta de mil demonios.
Otros relámpagos le permitieron ver a Gil allí de pie con el pecho desnudo, mirándola con incredulidad.
– Así que ahora es culpa mía por aceptar un trabajo, ¿verdad?
– Lo que yo quería era que tuviéramos unos días libres…, para pasarlos juntos. Creí que tú también lo querías. No sabía que me habías invitado a hacer este viaje contigo para que hiciera de mula de carga.
– ¿Mula de carga?
– Me tienes trabajando como una esclava todo el día. Creía que querías estar conmigo…
– Y quiero…
– No, no quieres. Lo único que quieres es darme órdenes y mangonearme todo el tiempo. Para eso, te habría valido cualquiera.
Gil se retiró un mechón de pelo de la frente.
– Eso no es verdad, te quería a ti.
– ¡Sí, ya! le prestas más atención al perro que a mí. Con un par de besos paternalistas, se supone que tengo que darme por satisfecha.
– ¿Qué quieres decir con eso de paternalistas?
– Sabes perfectamente lo que quiero decir.
Gil apretó los dientes.
– Mis besos no son paternalistas.
– Lo son porque son lo único que me das. He venido a este viaje porque estoy enamorada de ti y creía que iba a ser un viaje romántico. Y creía que yo también te gustaba. Pero si hubiera sabido que ibas a mantener las distancias, me habría quedado en casa.
– ¿Así que soy un sinvergüenza por tratarte como a una dama? -preguntó Gil, indignado-. Sólo porque no me he echado encima de ti la primera noche…
– Ni la segunda, ni la tercera…
– ¡Sólo porque no me he tirado a ti como un adolescente en celo! En mi opinión, te merecías algo mejor que eso. Te estaba dando tiempo para que todo fuese gradual, y por respeto a ti. He estado esperando a que me insinuases algo, pero lo único que he recibido de ti son tus ácidas críticas.
– ¿Y de quién es la culpa?
– Supongo que mía -Gil se tiró de los pelos-. Qué mujer más tonta. Yo también estoy enamorado de ti, desde el principio.
– Sí, cuéntame otro chiste.
Al instante, Gil la tomó en sus brazos y le dio el beso más ardiente que le había dado hasta el momento.
– Llevo toda la semana esperando esto -le dijo Gil junto a los labios-, pero estabas tan distante…
– Creía que ibas a darme una señal…
– Y yo creía que no me deseabas…
– Pues ahora ya has salido de dudas.
Gil la estrechó contra sí y ella, echándole los brazos al cuello, lo besó con todo su corazón. No era así como lo había planeado, pero ahora que era más sabia, sabía que el amor surgía cuando surgía. A pesar del barro y de la lluvia, ardía de deseo. Le recorrió el pecho con las manos y sus mojados cuerpos se tocaron con pasión.
– ¿Me crees ahora? -preguntó él con voz ahogada.
– Sí… sí… bésame…
Gil así lo hizo. Mientras la besaba, la acarició con las manos. Se olvidaron de los elementos naturales, sólo eran conscientes de la tormenta en sus corazones.