De repente, una luz hizo estallar el mundo. A pesar del ruido de la lluvia, oyeron una voz.
– ¡Eh, hola!
A pesar suyo, Jane abandonó el paraíso y se dio cuenta de que un coche se les había acercado y los faros les iluminaban. Una mujer salió del coche y se acercó a ellos.
– Soy Celia Shaw -gritó la mujer-. Mi marido me ha llamado para decirme que venían, y se me ha ocurrido que podrían necesitar ayuda. ¡Dios mío, desde luego que la necesitan!
La mujer observó la caravana hundida en el barro.
– Recojan algo de ropa, voy a llevarles a casa. Mañana mandaremos un tractor aquí para que saquen el vehículo.
Gil y Jane buscaron ropa limpia y se metieron en el coche de Celia. Tras recorrer una breve distancia, volvieron a ver las luces de la casa de Celia.
– Dejé de ver la luz de repente -dijo Jane-, por eso nos perdimos.
– Son esos árboles los que tapan la luz -explicó Celia-. Pobrecillos, deben estar helados.
Deberían haberlo estado, pero Jane no lo sentía. Cuando lo miró a los ojos, el brillo que vio la calentó por dentro. Lo deseaba con todo su corazón y pronto sería suyo.
Al cabo de unos minutos llegaron a la casa, una construcción grande. Celia Shaw les llevó por la parte de atrás y entraron en una cocina grande y tradicional llena de alfombras por el suelo. Un delicioso calor les recibió, y Perry no perdió el tiempo en echar al perro pastor de la casa y acomodarse él.
– Hay dos cuartos de baño, uno en el piso de arriba y otro aquí, en el de abajo -dijo Celia-. Pueden meterse cada uno en uno mientras yo sirvo la cena.
Jane tampoco perdió el tiempo en meterse en la ducha. Cuando terminó, se miró en el espejo. Tenía los ojos brillantes de felicidad.
Encontró a Gil en la cocina ya cenando, y también a Perry. Celia le ofreció una silla y comenzó a servirle comida en el plato. Era un guiso maravilloso y Jane comió con satisfacción. Cuando terminaron, David Shaw llegó a la casa y ofreció disculpas profusamente.
– Todo está perfecto -le dijo Gil a David, pero mirando a Jane.
– No puedo comer nada más -declaró Jane por fin.
– ¡No va a terminarse lo que tiene en el plato? -preguntó Celia-. Bueno, no importa, ya sé quien se lo va a comer. A propósito, espero que no les moleste lo que voy a preguntar, pero… ¿le dan de comer lo suficiente a este animal?
Celia les condujo a una habitación en el piso superior al final de un largo pasillo. Tenía los techos bajos y vigas de madera vista, y una enorme cama de matrimonio.
– Bueno, buenas noches -dijo Celia.
– Buenas noches -repitió David detrás de su esposa.
Celia cerró la puerta, y ella y su marido se alejaron.
– Eh -dijo David a su esposa-. Sólo hay una cama en esa habitación. Supón que quieran dos camas…
– No.
– ¿Cómo lo sabes?
Celia lanzó una queda carcajada.
– Porque cuando he ido a recogerlos, los vi antes de que ellos me vieran a mí.
– Sí, pero… ¿estás segura de que…?
– Sí, completamente segura.
Capítulo 7
Jane se tumbó en la cama y esperó a que ocurriera el milagro. Se realizó lentamente. Gil estaba acostado a su lado, apoyado en un codo, mirándola con ojos de adoración.
La había desnudado con pausada ternura, como ella había soñado que sería la primera noche. Pero fue mucho mejor, porque se habían peleado y habían hecho las paces, y se conocían mil veces mejor que antes.
Gil le acarició el rostro y la garganta, bajando hasta descansar la mano en sus pechos.
– Te quiero -dijo él con voz queda.
– Te quiero -susurré ella al tiempo que extendía los brazos para recibirle.
Gil se arrojó a ellos instantáneamente, estrechándola contra su corazón durante unos momentos.
Al principio, el placer que las manos de Gil le produjeron al acariciarle todo el cuerpo fue ligero y suave. Los ojos de él estaban llenos de ternura y amor. Sus manos la tocaron con reverencia. Su beso fue un acto de adoración.
En lo más profundo de la conciencia de Jane los fuegos artificiales comenzaron, llamas luminosas que la deslumbraron con su belleza, ruedas que giraban más y más violentamente lanzando dardos de luz. Los cohetes iluminaron el cielo, dejando atrás una lluvia de color antes de volver a explotar. Entonces, todo se tornó rojo, azul, verde…, más y más rápido. Y cuando Gil se apoderó completamente de ella, los colores su fundieron y una luz blanca cegadora la poseyó.
Después, todo se apagó. El cielo volvía a la oscuridad y ella a tierra. Pero unos adorables brazos la sujetaron y la abrazaron, y una amada voz le susurró al oído:
– Mi amor… mi amor…
Permanecieron el uno en los brazos del otro. Jane estaba a punto de quedarse dormida cuando sintió que la risa sacudía el cuerpo de Gil.
– ¿Qué pasa? -pregunté ella.
– Creía que estaba siendo todo un caballero esperando al momento adecuado. Quería demostrarte que sé comportarme como un caballero.
Ella se echó a reír también.
– Y yo te estaba maldiciendo mientras tanto. Creí que no te gustaba como mujer.
– ¿Cómo has podido pensar eso?
– Creía que la primera noche iba a ser una cena romántica a la luz de las velas y que me ibas a dar rosas rojas -respondió Jane con algo de indignación-. A Sarah le has dado rosas rojas.
Gil rió con ternura.
– Un día te daré una rosa roja, sólo una. Será una rosa perfecta y la recibirás de forma inesperada.
– Mmmm, me encantan los misterios. Cuéntame más.
– Si te contase más no sería un misterio -respondió él.
– Quiero saberlo.
Gil le mordisqueó el lóbulo de la oreja.
– No.
– Pero Gil… Si sigues haciendo eso…
– ¿Sí? -murmuró él-. ¿Si sigo haciendo esto, qué?
– Pues que… que…
Jane lo abrazó y no hubo más palabras.
A la mañana siguiente, David mandó un tractor para que sacase la caravana del barro. El sol había salido y, cuando llegó la hora de la fiesta, la tormenta no era más que un recuerdo.
Los fuegos fueron un éxito. Los niños gritaron, aplaudieron y se divirtieron con locura. La hija de David declaró que aquello era mucho mejor que un payaso. Gil y Jane pasaron otra noche en casa de la familia Shaw y se marcharon a la mañana siguiente.
En la costa, un amable agricultor les dejó aparcar la caravana en sus tierras, junto a un arroyo. Había una feria en la playa y fueron para conmemorar su primera noche juntos. Compraron manzanas cubiertas con caramelo y dos sombreros de feria, ganaron unos muñecos y se rieron. Gil insistió en acercarse a un puesto que tenía unos patos de plástico que flotaban en el agua describiendo un círculo. Consiguió dar a tres que tenían el mismo número y el dueño de la caseta le dijo que había ganado un premio, pero de los más baratos.
– Otro juguete no -le rogó Jane-. Ya tenemos un conejo, un gorila, un cordero, una serpiente y otra cosa que no sé lo que es.
– De acuerdo, déme eso -Gil señaló un cartón pequeño con un anillo de plástico pegado al cartón.
Con gesto solemne, agarró el anillo y se lo puso a Jane en el dedo anular de la mano derecha.
– Y pensar que llegaste a dudar de mis intenciones… -dijo él.
Entonces, antes de que Jane pudiera ver en su rostro lo que había querido decir, Gil añadió:
– Y ahora, vamos a probar ese líquido verde diabólico que todos los niños de aquí parecen estar bebiendo.
Y bebieron el líquido verde diabólico y comieron palomitas de maíz. Por fin, fueron a la caravana e hicieron el amor felices mientras Perry destrozaba los juguetes que estaban esparcidos por el suelo.
Al día siguiente, se quedaron donde estaban y comieron junto al río. Gil apoyó la espalda en el tronco de un árbol y dejó que el sol le calentase el pecho desnudo.