Jane estaba tumbada con la cabeza apoyada en los muslos de él.
– Y pensar que esto podría no haber ocurrido… -murmuró ella.
– Tenía que ocurrir, ya nos habíamos puesto de acuerdo para el espectáculo.
– No me refiero a eso, sino a nosotros. A encontrarnos.
– ¿Te refieres a cuando fui al banco?
– No. Normalmente, no eres tan lento. Me refiero a la discusión y luego a acabar entendiéndonos.
– Habríamos acabado entendiéndonos de cualquier forma.
– Pues no sé cuándo, puede que después de que nos hubiéramos tirado los platos a la cabeza. No, fue David Shaw quien lo ha hecho posible.
– Pero si él no se hubiera presentado, habríamos discutido por cualquier otra cosa y habríamos acabado estando donde estamos ahora -dijo él con toda lógica.
– No lo estropees -le rogó Jane-. Eres tú quien se supone que cree en la felicidad de lo inesperado.
– Y tú la que se supone que debe creer en el sentido común.
– ¡Al demonio con el sentido común! ¿Quién necesita sentido común cuando la vida así es tan maravillosa?
– ¿En serio te gusta este estilo de vida, Jane?
Ella bostezó y se estiró.
– Es la única manera de vivir la vida. Ojalá durase siempre.
– ¿Vivir al día sin saber si mañana vas a tener trabajo o no?
– Siempre conseguirás trabajo porque eres maravilloso -declaró ella, satisfecha.
– Que Dios te bendiga.
Se quedaron en silencio, satisfechos, durante un rato. Por fin, Jane murmuró:
– No me reconozco. Normalmente, tengo que estar haciendo algo; sin embargo ahora, lo único que me apetece es estar sin hacer nada. Es como si me estuviera transformando en otra persona completamente distinta.
– No eres distinta, sino la misma, pero mostrando otro aspecto de tu personalidad -dijo él-. Lo único que pasaba era que necesitabas que se te presentara la ocasión.
– Pero estoy tan diferente… es como si compartiese mi cuerpo con una desconocida.
– Eso es lo bueno -murmuró él-. Empezar de nuevo y hacerse uno a uno mismo otra vez, convertirse en otro…
Jane alzó la cabeza y se lo quedó mirando, la voz de Gil había adquirido un tono serio y distante.
– Parece como si hablases en serio -comentó ella.
Gil la miró con repentina intensidad.
– ¿Me querrías fuera quien fuese?
– Te quiero porque eres tú -respondió ella sin comprender.
– ¿Y quién soy yo?
– Gil Wakeman.
– No, eso es sólo un nombre que no significa nada. Podría llamarme, por ejemplo, Horace Sproggins… pero lo importante es quién soy por dentro.
– Eso es, al hombre que quiero es al hombre que eres de verdad -dijo Jane.
Gil pareció relajarse.
– Algún día te recordaré lo que has dicho.
Ella le lanzó una sonrisa maliciosa.
– Perdona, pero podría tener problemas si realmente te llamaras Horace Sproggins.
Gil se echó a reír y el momento pasó. Jane bostezó, se estiró y, de nuevo, se tumbó con la cabeza encima de la pierna de él.
– Gil, ¿por qué no te compras un teléfono móvil? Como estás viajando todo el tiempo, te sería útil.
Inesperadamente, la expresión de Gil adquirió un tono sombrío.
– Ni hablar. Si la gente se puede poner en contacto contigo estés donde estés, no hay forma de escapar.
– ¿Y por qué ibas a querer escapar? Lo que quieres es que te llamen de todos los sitios para ofrecerte trabajo.
– No.
– Pero los fuegos artificiales…
Durante los minutos siguientes, el beso de Gil hizo que Jane se olvidase de todo lo demás. Pero luego, volvió a ser la misma y práctica Jane de siempre.
– ¿Y qué hace la gente para ponerse en contacto contigo cuando estás fuera? -le preguntó ella pensativa.
– Dejan un mensaje en mi contestador automático.
– ¿Contestador automático? ¿Tienes una casa de verdad?
– Tengo un lugar donde uno se puede poner en contacto conmigo. Esta es mi casa -dijo Gil, señalando la caravana-. Y también tú eres mi casa.
– Mmmm, gracias. ¿Pero no crees que…?
– No -dijo él con firmeza bajando los labios y acercándolos a los de ella-. No lo creo.
A pesar de haber salvado sus diferencias, no todo era una balsa de aceite. Cuando dejaron la costa, Gil aceptó otro trabajo de última hora, que le habría proporcionado algunos cientos de libras de haber conseguido que le pagasen. El hombre que le había contratado se escapó después del espectáculo. Como no había tiempo para buscarle y no había nada escrito en papel, se vieron obligados a echarlo en el saco de la experiencia.
Después del primer estallido de indignación, Jane se encogió de hombros y decidió olvidarlo, pero pronto se dio cuenta de que el suceso tenía repercusiones.
– Se nos está acabando el dinero y tengo que comprar más material para reemplazar el que he usado con ese ladrón -le dijo Gil.
– Deja que te ayude.
– No, ya me has ayudado bastante. Has comprado casi toda la comida y también has pagado alguna vez la gasolina, no quiero que me des más.
Pero cuando Gil llamó a su proveedor para pedirle un envío urgente para el siguiente espectáculo, querían que pagara con una tarjeta de crédito, y Gil no tenía ninguna. Jane salvó la situación y Gil lo aceptó, pero ella se dio cuenta de que no le hacía feliz.
– No te preocupes, ya saldrá algo -le dijo ella en un esfuerzo por animarlo.
– Eso espero. Quiero pagarte la deuda lo antes posible.
– En ese caso, tocaremos madera y a esperar a que ocurra el milagro.
Esa noche, mientras Gil dormía, Jane tocó madera con las dos manos y rezó con todo su corazón porque ninguna desgracia estropeara el tiempo que estaban pasando juntos.
– Quiero que ocurra un milagro de verdad -susurró en la oscuridad de la noche.
Pero cuando ocurrió el milagro, se presentó bajo un disfraz y sólo se reveló como milagro en el último momento.
De la costa fueron a Delford Manor, una casa palaciega en medio de una propiedad de suaves colinas donde iba a celebrarse una boda de alcurnia.
– La señorita Patricia Delford va a unirse en santo matrimonio a Antony Ralph Hamilton-Smythe -explicó Gil.
– ¿Smythe con y griega? -preguntó Jane.
– Naturalmente. Una boda por todo lo alto, con banquete real, champán de cosecha, baile y fuegos artificiales. A la mañana siguiente, la feliz pareja se va de viaje a las Bermudas, cortesía del padre del novio, el general Delford.
Las puertas de hierro forjado de la verja de entrada de la propiedad se abrieron y un individuo, que los miró con recelo, les indicó dónde aparcar, alejados de la mansión. Después de media hora, una mujer de mediana edad, elegante, apareció y se presentó como la señora Delford.
– La novia es mi hija -explicó, pronunciando las palabras de forma afectada-. Quería fuegos artificiales en su boda, y su padre no sabe negarle nada. Yo, personalmente, no veía… En fin, aquí están. Bueno, supongo que tienen todo lo que necesitan. Estupendo.
– No -dijo Gil.
– ¿Perdone?
– Que no tenemos todo lo que necesitamos. Primero, me gustaría que alguien me enseñara el sitio donde quieren que se hagan los fuegos. Después, necesitaré agua.
– Creía que estas cosas tienen ese tipo de comodidades -dijo la señora Delford, indicando la caravana.
– Tiene una goma que se conecta a un grifo de agua, pero no veo ningún grifo por aquí -contestó Gil-. Necesito llenar dos garrafas de agua. ¿Tendría la amabilidad de decirme dónde?
Su anfitriona parecía contrariada.
– Puede ir a la parte posterior de la casa, hay un grifo fuera que lo utilizamos para una goma.
– ¿Es agua potable? -preguntó Gil.
– ¿Qué?
– ¿Que si es agua potable? Necesitamos beber.
– Oh, bueno… En fin, entren en la cocina y díganle a Cook que yo les he dado permiso.