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– ¡La oficina central! ¡Un informe! Mire esa lluvia rosa y azul cayendo del cielo. ¿Quiere que le hable de las maravillas de los fuegos artificiales? Tiene que levantar los ojos para verlos. La mayoría de la gente nunca levanta la cabeza de la tierra. El mundo, para ellos, es blanco y negro, hasta que alguien les enseña los colores que han ignorado hasta entonces. Está bien, si quiere números, aquí están los números.

Con un cambio de actitud casi cómico, Gil puso unos papeles delante de ella. Con sorpresa, Jane vio que las cuentas estaban presentadas con ordenada y eficientemente. Era una pena que la contabilidad sólo fuera de seis meses, pero revelaban un aspecto muy diferente del Gil Wakeman con el que había tratado hasta el momento.

– Cuénteme algo más de usted, señor Wakeman. Antes de dedicarse a los fuegos artificiales, ¿en qué ha trabajado?

Jane tuvo la impresión de que la pregunta le había desconcertado cuando le vio encogerse de hombros con expresión incómoda.

– ¿Que qué he hecho? El préstamo que he venido a pedir se basa en mi capacidad para el trabajo que desempeño en este momento.

– Permítame que le recuerde que no tiene muchas probabilidades de que le concedamos el préstamo.

– Está bien. Nací en Londres y he hecho un poco de esto y de lo otro. He trabajado con números, esas cuentas son correctas.

– Sí, se ven que lo son. ¿Tiene usted alguien que pueda avalarle?

– Nadie a quien quiera pedírselo. Quiero hacer esto independientemente.

– Me lo está poniendo muy difícil, señor Wakeman. Tengo que meter los datos en un ordenador; con lo que tengo de usted hasta ahora, el ordenador se echaría a reír.

– Los ordenadores no ríen -dijo él serio-, eso es lo malo que tienen. La gente ríe, canta, llora y exclama en mis espectáculos; y después, se van felices. ¿Qué saben de eso los ordenadores?

– Me parece muy bien y tiene razón, pero necesito algo más sólido que su imaginación.

– Oh, sí, la imaginación… ¡Qué pecado!

– Me está haciendo perder el tiempo, señor Wakeman. Esto es un banco, no somos los Reyes Magos. En fin, si no tiene alguien que le avale, dígame, ¿a qué valor asciende lo que tiene en material?

– Tengo unas doscientas libras en fuegos artificiales en este momento; pero como esta noche voy a utilizar la mayoría, no me quedará mucho.

– ¿Qué hay de su caravana? ¿Cuánto podría valer?

– Nada, la compré de tercera mano. No hace más que estropearse y me paso la mitad del tiempo arreglándola.

Jane, desesperada, tiró el bolígrafo encima de la mesa.

– Me resulta difícil creer que haya tenido el valor de presentarse aquí para pedir un préstamo.

– No está contando mi talento y mi trabajo, ¿es que eso no vale nada?

– Desgraciadamente, no se puede representar con cifras y números.

– Y si no se puede representar con cifras y números es como si no existiese, ¿verdad? Señorita Landers, me da pena.

– Además de ser un irresponsable, es usted un impertinente.

– Me da pena porque no puede levantar la cabeza de los números.

– Es uno de los requisitos de mi trabajo -respondió ella en tono gélido.

– Es usted demasiado joven y hermosa para que consumirse entre estas cuatro paredes con su escritorio y su ordenador.

– Son eficientes.

– Eficiencia. ¡Qué Dios nos ayude! ¿Eso es todo lo que le importa en la vida?

– Mi vida no es asunto suyo, pero le diré una cosa: se basa en valores morales y estabilidad, cosas de las que usted no parece haber oído hablar.

– Todo lo contrario, he oído hablar demasiado de ello…, como si fuese lo único importante en este mundo. ¿Ya qué se reduce todo? A la infinita búsqueda de dinero.

– Permítame recordarle, señor Wakeman, que usted mismo ha venido aquí en busca de dinero.

– Sí, cierto, pero sólo para transformarlo en algo hermoso.

– En fuegos artificiales -dijo ella con desdén-. ¡Por favor, señor Wakeman!

– Una exhibición de fuegos artificiales puede ser una obra de arte.

– ¿Cómo tiene el atrevimiento de compararse con un artista?

– Soy más artista que el que ha pintado esos cuadros que tiene colgados en la pared. ¿Sabía que los han elegido porque dan paz mental? En otras palabras, su valor está en su neutralidad. El arte debería hacer gritar y llorar a la gente. El arte debería iluminar el cielo y, en ese sentido, sí soy un artista.

– Bueno, creo que eso es todo lo que… -Jane empleó un tono de voz que indicaba que daba por terminada la entrevista.

– Puedo hacerla ver el universo como jamás lo ha visto -continuó él interrumpiéndola-. Puedo mostrarle todos los colores del arco iris lloviendo en miles de formas. Apuesto a que no hay color en su vida.

– Soy una empleada de un banco, no me pagan por poner color en mi vida -contestó Jane seriamente.

– ¿Qué me dice de su corazón? -de repente, él la miró con ojos penetrantes.

– No ha venido aquí para hablar de mi corazón.

– ¿A quién le pertenece?

– Ya es suficiente. Por favor, le ruego que se marche.

– Si me marcho, habré fracasado.

– Ha fracasado. El banco Kells no puede concederle un préstamo.

– No estoy hablando del préstamo, sino de usted, de una mujer encerrada en una cueva. Si pudiera sacarla de esa cueva, podría enseñarle maravillas.

Jane tuvo la ocurrencia de mirarlo a los ojos, fue una equivocación. La expresión de él le indicó que ya no estaba hablando de los fuegos artificiales.

– Maravillas -repitió él con una voz que, misteriosamente, se había suavizado-. Magia. ¿Sabe algo de magia?

– Yo… no.

– No, claro. Para usted, sólo hay una vida, el aquí y ahora. ¿Pero qué me dice del otro mundo donde pasan cosas maravillosas? Si jamás entra en contacto con ese mundo, no sabrá nunca lo que es vivir realmente. Su novio, el serio, el que lleva corbata, ¿le ha enseñado lo que es la magia?

– Ya es suficiente -dijo Jane con firmeza-. Lo siento, señor Wakeman, no puedo concederle un préstamo.

– No lo decida todavía -dijo él, sin prestar atención a las palabras de Jane-. Venga a ver mi espectáculo. Es esta noche, como cierre de las fiestas de aquí. Veamos si la gloria de los fuegos artificiales no le hacen cambiar de idea.

– Nada va a hacerme cambiar de idea -dijo ella con algo de desesperación.

– Bueno, entonces… hasta esta noche.

Junto a la puerta, se despidieron con un apretón de manos. Al instante, Jane se sintió como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

– Adiós, señor Wakeman.

Cuando se hubo marchado, Jane respiró profundamente. Jane miró a su alrededor y, de repente, aquel despacho que siempre le había parecido maravilloso le resultó vacío, sin encanto… como una cárcel.

Jane cerró los ojos y sacudió la cabeza para aclararse las ideas.

La puerta volvió a abrirse y la señora Callam entró.

– Sólo he venido para darle las gracias -dijo la anciana-, no quería molestarla mientras estaba con ese joven tan guapo y agradable.

– A mí no me parece particularmente guapo -respondió Jane en tono áspero.

La señora Callam la miró con compasión.

– No sé qué les pasa a las jóvenes de hoy día -dijo la anciana-. Ya no tienen ideales ni valores.

Capítulo 2

La cena estaba perfectamente organizada y presentada, como siempre era con Kenneth. A las siete en punto, la recogió en su pequeño apartamento y la llevó en su inmaculado coche al restaurante más caro de Wellhampton. Allí, el jefe de camareros les saludó como correspondía a los buenos clientes y a Jane le sirvieron inmediatamente su aperitivo preferido.

En aquella atmósfera familiar y junto a Kenneth podía relajarse. El tenía treinta años, aunque parecía y hablaba como si tuviera más edad. Tanto su cuerpo corno su actitud habían adquirido cierto aplomo, a pesar de ser un hombre joven. Imágenes prohibidas de un cuerpo esbelto comenzaron y atlético pasaron por la cabeza de Jane. Gil Wakeman era cinco años mayor que Kenneth; sin embargo, su encanto le hacía parecer…