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La mujer frunció el ceño mientras Jane contenía la respiración.

– La calle Chadwick.

Hawley estaba a cincuenta kilómetros, pero a Jane se le hicieron como trescientos.

Llegó justo cuando las tiendas acababan de cerrar, por lo que le fue imposible comprar un mapa. Un transeúnte le dio indicaciones.

Por fin, se encontró en una calle amplia y con muchos árboles. Las casas eran lujosas y todas tenían jardines delanteros. Recorrió la calle despacio, mirando a un lado y a otro; a pesar de lo cual, estuvo a punto de no ver la camioneta de Gil, que estaba aparcada a un lado del garaje de la casa.

Jane pisó el pedal del freno y dio marcha atrás. El frenazo provocó que Gil asomara la cabeza por la parte de atrás de la furgoneta. Al momento siguiente, Jane saltó del coche y corrió hacia él. Una felicidad irracional se había apoderado de ella, pero las palabras que salieron de su boca…

– Eres el hombre más irresponsable y más desconsiderado que he conocido en mi vida -le soltó Jane-. ¿Te das cuenta de lo que me ha costado encontrarte? ¿Cómo te has atrevido a marcharte sin decirme nada?

Gil parpadeó.

– ¿Qué?

– ¿Siempre haces negocios así? ¿Cómo voy a concederle un préstamo a un hombre que desaparece sin avisar?

– Que yo sepa no ibas a concederme ningún préstamo -le recordó él-. Lo has dicho tú misma.

Jane respiró profundamente.

– Eso no tiene nada que ver.

– Pues a mí me parece que tiene que ver todo -contestó Gil, atónito.

– Tonterías. Si así es como intentas convencerme de que vale la pena correr el riesgo de…

– Creí que ese asunto estaba zanjado -dijo Gil en tono inocente.

Sin argumentos, Jane se limitó a mirarlo enfadada, contenta e inmensamente aliviada.

– Ven, entra -dijo él, retirándose al interior de la caravana.

Dentro, encontró un espacio habitable pequeño, lleno de cajas que contenían cohetes, cables, ganchos, un destornillador y todas las herramientas de la profesión. A pesar de todo, estaba mucho más ordenado de lo que había esperado.

– Deja que te mire -Gil le puso las manos en los hombros-. ¿Te encuentras bien?

– Claro que sí, ¿por qué no iba a estar bien?

– Por la forma como saliste corriendo anoche… me dejaste muy preocupado. Intenté seguirte, pero te perdí entre la gente. ¿Llegaste bien a casa?

Tras la falta de preocupación de Kenneth, aquello le pareció un bálsamo para el corazón. Intentó que no le afectase, pero la calidez de la mirada de Gil le llegó al alma. Se había afeitado, pero no le daba un aspecto más respetable.

– Sí, gracias. No tuve problemas para encontrar un taxi.

– ¿Un taxi? ¿Quieres decir que tu novio no te llevó a casa?

– Se había cansado de esperarme.

Gil abrió la boca como si fuera a decir algo, pero cambió de idea y se encogió de hombros. Sin embargo, su gesto fue muy elocuente.

– Estaba preocupada por ti -dijo ella-. Sabía que no tenías dinero, excepto el del cheque, y creí que ibas a venir al banco a canjearlo.

– He encontrado unas monedas en el asiento del coche -respondió él-. Dinero suficiente para pagar a Tommy y llenar el tanque de gasolina. Esta noche, el dueño de la casa me va a dar de cenar, así que pensaba ir mañana a verte.

Bien. Gil no había decidido marcharse y abandonarla. Jane apartó los ojos de él, no quería que notase el placer que sentía.

– Espero que entiendas lo que estoy diciendo -continuó Gil-. La idea es impresionarte para que te des cuenta de que puedo hacer dinero. Y ahora, ¿qué tal una taza de té antes de que empiece a trabajar?

Gil puso agua a hervir e hizo espacio en el sofá para que Jane se sentara. La atmósfera era acogedora y doméstica, y muy diferente a la extravagancia de la noche anterior.

Gil estaba a punto de servir el té cuando llamaron a la puerta de la caravana. Al momento, se abrió y un hombre asomó la cabeza.

– Me alegro de ver que ya ha llegado.

– Buenas tardes, señor Walters -dijo Gil.

Dan Walters tenía mirada dura, que se clavó en Jane.

– No había dicho que iba a traer una ayudante -comentó el hombre en tono de sospecha-. Ya habíamos arreglado el precio, no voy a pagar más.

– Y yo no voy a pedírselo, señor Walters -dijo Gil con cierta ironía.

– Me alegro de que esté claro. Venga, voy a enseñarles dónde puede poner sus cosas.

Jane iba a aclararle que no era la ayudante de Gil, pero Dan Walters se había dado la vuelta y estaba llamando a su esposa.

– Brenda, el de los fuegos artificiales y su chica han llegado. Abre la puerta de la verja.

– ¡Su chica! -exclamó Jane en un susurro mientras Gil reía-. No tiene gracia.

– Sí la tiene. Además, ahora ya no vale de nada que le demos explicaciones. Una vez que se le ha metido algo en la cabeza a ese hombre, nada le va a hacerle cambiar de opinión.

Muy pronto, Jane descubrió la verdad de aquellas palabras. Walters volvió la cabeza y la miró con expresión de reproche.

– No está vestida apropiadamente, ¿no le parece?

– Señor Walters, yo no soy…

– Le he explicado a Gil claramente que yo no voy a ayudarle, no tengo tiempo. No he contratado un perro para acabar ladrando yo.

– Lo sé, pero yo no soy…

– Tengo un hijo al que le vuelven loco los motores, es más o menos de su tamaño Bren, ¿tienes un mono a mano? Tráelo aquí.

A Jane le costó un momento encontrar la voz, pero para entonces el señor Walters ya le había dado un mono de trabajo. Miró a Gil furiosa, pero él también se había quedado sin habla.

Jane se cambió de ropa en el interior de la caravana y siguió a Gil al jardín posterior de la casa. Cuando se le acercó, Gil estaba formando una estructura con barras metálicas; al verla, le dio un destornillador y le dijo que se pusiera a trabajar. Al cabo de unos minutos, Jane había descubierto otro aspecto de la personalidad de Gil Wakeman. Había conocido al mago, el loco y el romántico… ahora acababa de conocer al tirano.

Una vez puesto a trabajar, nada le importaba excepto conseguir los resultados que quería. La hizo sujetar la estructura, que había levantado en forma de pirámide, mientras él ajustaba los tornillos. Cuando a Jane se le cayó una arandela, Gil dijo con voz seca:

– Vamos, no tenemos toda la noche.

– ¡Vaya! -exclamó ella, indignada.

Pero Gil le dedicó una maravillosa sonrisa.

– Lo siento, se me había olvidado.

Al instante siguiente, estaba dándole órdenes de nuevo.

Cuando la pirámide estuvo construida, Gil conectó un cable eléctrico en el que colocó cohetes, distanciándolos a intervalos de uno metro. Esta vez, cuando Jane intentó ayudar, él sacudió la cabeza.

– No, con esto no se juega, es peligroso.

Dentro de la casa, la fiesta había comenzado; fuera, estaba oscureciendo. Gil sacó una linterna grande, se la dio a Jane y le pidió que la sujetase.

Jane se lo quedó mirando. Gil estaba agachado, con la cabeza baja, concentrado e ignorando su presencia, y ella se dio cuenta, con sorpresa, de que se estaba divirtiendo.

Pronto, los adolescentes comenzaron a salir al jardín. Tenían entre diecisiete y veinte años, y todos mostraban una agresiva confianza en sí mismos. Uno de ellos llamó a Jane.

– Eh, oye, chico…

Ella se lo quedó mirando.

– Eh, te estoy llamando.

– No le distraigas -respondió Gil en voz alta-. Es un chaval muy tonto, no voy a volver a contratarle para que me ayude.

– No vas a tener la oportunidad -murmuró Jane-. ¡Cómo te atreves!

– Puedes marcharte si quieres.

– Ni hablar.

– Bueno, ya estamos todos listos -anunció Dan Walters.

La noche anterior, cuando Jane vio el espectáculo de Gil, se había quedado encantada, pero esta vez la experiencia fue diferente, corrió de aquí a allí mientras él le ladraba órdenes. Gil no estaba siendo desagradable a propósito, simplemente era un artista. Probablemente, pensó Jane, Miguel Angel también había sido algo brusco mientras pintaba la Capilla Sixtina.