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– Creo que… creo que… -dijo Gil con voz quebrantada.

– ¿Qué? -murmuró ella.

– Creo que será mejor que vuelvas a ponerte las gafas, los dos estaremos más seguros.

Con desgana, Jane se apartó, a pesar de las protestas de su corazón. No quería comportarse con sentido común, sino volar hacia las estrellas. Al mismo tiempo, sabía que no estaba preparada para dar el siguiente paso. Y Gil, el loco, había sido más prudente que ella.

– Oh, Dios mío -Jane susurró.

– Lo sé, cielo. Pero hay cosas que no podemos hacer aquí, delante del garaje de Walters.

Eso la devolvió a la tierra.

– No -Jane lanzó una temblorosa carcajada.

– Cuando el mundo sea nuestro, en algún lugar solitario junto a un río…

– No, por favor, no sigas. Es demasiado hermoso -rogó ella.

Gil la acompañó hasta el coche. Para entonces, Jane había recuperado algo la compostura. Antes de meterse en su coche, dijo:

– Gil, prométeme una cosa.

– Lo que quieras.

– Abre una cuenta en cualquier otro banco, no lleves el cheque que te he dado a Kells Jamás podría volver a mirar a la cara a mis compañeros.

Gil se echó a reír y la dio un beso.

– Te lo prometo.

Durante el trayecto a casa, Jane pensó en su abuela, la matriarca que, con su esposo, había sido el centro de la familia durante décadas. ¿Qué diría de su nieta preferida si se enterase de lo que estaba haciendo?

No, Sarah, con sus ideas sobre la responsabilidad, jamás lo entendería.

Por fin, Jane llegó al edificio donde estaba su apartamento y subió en el ascensor hasta el tercer piso. Tan pronto como salió al descansillo, se dio cuenta de que algo pasaba. A través de la rendija de la puerta, vio luz en su casa, pero estaba segura de que había dejado todas las luces apagadas al salir.

Introdujo la llave en la cerradura muy despacio.

– Vaya, por fin estás aquí.

– ¡Sarah!

Su abuela se levantó del sofá y fue a recibirla con los brazos abiertos.

– Perdona por venir a tu piso así, sin avisar, querida, pero no sabía cuándo ibas a venir. Tu vecina tenía una llave tuya y me ha dejado entrar.

– Está bien, no te preocupes. Ya sabes que siempre eres bien recibida aquí, aunque me habría gustado saber que ibas a venir. Podría haber preparado cena.

– Nada, no te preocupes. Lo único que te pido es un techo y una cama.

Jane reprimió una sonrisa por el tono teatral de su abuela. Esperaba que Sarah no se hubiera enterado de la fiesta sorpresa.

Fue entonces cuando vio las maletas y, de repente, se alarmó.

– Sarah, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué ha ocurrido?

La diminuta mujer enderezó los hombros y alzó la barbilla.

– He dejado a tu abuelo.

Capítulo 4

– ¿Que qué?

– Que le he dejado, llevo años diciendo que lo haría y ahora lo he hecho.

– Pero…, no puedes dejarle.

– ¿Por qué no?

– Pues porque… porque, para empezar, tienes más de setenta años. Además, llevas casada con el cincuenta.

– Eso no tienes que decírmelo, lo sé muy bien. Llevo cincuenta años oyendo a ese idiota contar los mismos chistes una y otra vez. No comprendo cómo he podido aguantar tanto tiempo.

– ¿Qué es lo que ha pasado para que así, de repente, hayas decidido dejarle?

– Anoche tuvimos invitados y volvió a contar la anécdota del conejo, y de repente me di cuenta de que, si volvía a oírla una vez más, acabaría en el manicomio. Así que hoy he hecho las maletas y me he marchado de casa, que es lo que debería haber hecho hace años. Aún puedo vivir mi vida como quiera.

Jane se tranquilizó un poco. Al menos, no parecían haber peleado.

– Vamos a cenar algo -dijo ella-. Mientras la comida se hace, te prepararé la habitación y así hablamos.

– No te importa que me haya presentado así en tu casa, ¿verdad? -preguntó Sarah.

– Sabes que, por mi, te puedes quedar toda la vida. Lo que pasa es que casi no puedo creerlo. ¿Sabe Andrew que estás aquí?

– No es asunto suyo dónde estoy -declaró su abuela con rebeldía-. Y no vayas a llamarlo. Me he escapado y no quiero que nadie me estropee la fiesta.

– ¿Que te has escapado? -Jane no salía de su asombro-. No hablas en serio, ¿verdad?

– Sí, hablo muy en serio. He dicho que me he escapado y me he escapado. Vive con el mismo hombre durante cincuenta años y luego me dices si no te parece una sentencia a cadena perpetua.

– Pero tú quieres a Andrew, ¿no?

– Yo no he dicho que no lo quiera -explicó con paciencia-, lo que pasa es que no soporto verlo.

Jane abrió la boca y volvió a cerrarla. Era demasiado. Se sentía como si el mundo entero hubiera dado la vuelta.

Mientras comían algo ligero, Jane trató de averiguar algo más sobre la situación.

– ¿Qué ha dicho Andrew cuando te has marchado?

– Nada porque no estaba en casa. Le he dejado una nota.

– ¿Y le has dicho adónde ibas en la nota?

– No. Y tú no vas a llamarlo.

– Pero Sarah…

– Deja que se caliente el cerebro -había un brillo peleón en los ojos de Sarah.

– No pareces la misma -comentó Jane, intranquila.

– Quieres decir que no parezco la que creías que era -respondió Sarah inmediatamente-, que es muy distinto.

– Sí, supongo que es eso.

Con gran alivio para Jane, Sarah se marchó a la cama temprano tras declarar que había tenido un día agotador…

– Pero muy divertido, querida.

– ¿Divertido? -repitió Jane con el corazón encogido-. ¿Por darle un susto de muerte al pobre Andrew?

– ¡De pobre Andrew nada! No le vendrá mal a ese idiota una sorpresa.

Cuando Sarah estaba durmiendo, Jane recibió la primer llamada. Era el hermano mayor de Jane, George.

– Sarah ha desaparecido -dijo preocupado.

– Está bien, está conmigo -Jane le puso al corriente rápidamente.

– ¿Y no has llamado a Andrew? -le preguntó George, escandalizado.

– Me ha dicho que no lo haga.

– Jane, tienes que darte cuenta de que Sarah no está precisamente en su sano juicio.

Jane había pensado lo mismo, pero oírlo decir la disgustó.

– George, si estás sugiriendo que Sarah está senil sólo porque se ha cansado de oír la historia del conejo, no me queda más remedio que decirte que el que no está en su sano juicio eres tú.

George decidió ignorar el comentario.

– Voy a llamarlo.

– Hazlo, pero dile que no venga aquí. Sarah necesita tiempo para ella.

Jane colgó mientras se preguntaba por qué nunca había notado lo pedante que era su hermano George.

Pronto descubrió que ir corriendo a ver a su esposa era lo último en lo que Andrew estaba pensando. Llamó diez minutos más tarde para preguntar:

– ¿Cómo está?

– Está perfectamente bien.

– Estupendo -y colgó.

Jane esperó. Tras un minuto exacto, el teléfono volvió a sonar.

– No me hablo con ella -declaró Andrew sin preámbulos.

– Estupendo, porque ella tampoco te habla -dijo Jane, exasperada.

– Pues bien, no me hablo con ella y puedes decírselo de mi parte.

– No le puedo decir nada porque está dormida.

– ¡Dormida! ¿Cómo puede dormir cuando nuestro matrimonio acaba de derrumbarse? Siempre he dicho que esa mujer no tenía corazón.

– Cuando se despierte, ¿quieres que le dé el mensaje?

– Sí. Dije que no me hablo con ella.

La línea se cortó.

Dudando de si echarse a reír o a llorar, o de golpearse la cabeza contra la pared, Jane se quedó mirando el teléfono con indignación. Al momento, volvió a sonar. Era su hermana Kate.

– George me ha dicho que…

Después de aquella llamada, el teléfono no dejó de sonar. La noticia de que Sarah se había ido a casa de Jane había corrido por toda la familia, y todos llamaron para expresar su horror y ofrecer consejos. Con diferentes palabras, todos dijeron lo mismo: su mundo ordenado se había derrumbado, dejándolos atónitos y escandalizados.