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– Eso no es ser realista, sino derrotista. Si no podemos seguirle la pista a partir de su nombre y descripción, lo haremos por otros medios. Visto de otra manera, todo esto nos ha enseñado algo: que su asesinato está conectado con la otra faceta de su vida. Una vida secreta casi siempre está basada en algo ilícito o ilegal, y en el transcurso de esta actividad ella hizo algo que dio motivos a alguien para matarla.

– ¿Quiere decir que no podemos dejar de lado su vida secreta y concentrarnos en la evidencia circunstancial?

– ¿Cuál? No hay arma, ni testigos, ni idea del móvil. -Wexford dudó y habló más lentamente-. Ella venía poco por aquí, pero lo hacía regularmente, una o dos veces al año. La gente del lugar la conocía de vista, sabía quién era. Por lo tanto, este no es el caso típico del que vuelve a casa tras una larga ausencia y es reconocido, para ponerlo melodramáticamente, por un antiguo enemigo. Su vida real, sus intereses y relaciones no estaban aquí, sino en Londres.

– ¿No cree que las circunstancias apuntan a la gente de aquí?

– No. Digo que su asesino sabía que vendría y que la siguió, aunque probablemente no con la idea de matarla. Él, o ella, vino de Londres, donde estaba al tanto de su otra vida, así que no se preocupe de los locales. Tenemos que conocer esa vida que llevaba en Londres, y se me ocurre cómo hacerlo: por la cartera que llevaba en el bolso.

– Lo escucho -dijo Burden bostezando.

– La tengo aquí. -Wexford sacó la cartera de un cajón de su escritorio-. Vea el nombre en letras doradas en la parte inferior, Silk and Whitebeam.

– Perdone, pero esto no me dice nada.

– Es una de esas tiendas caras de objetos de cuero, en Jermyn Street. La cartera es nueva, de modo que tal vez recuerden a quién se la vendieron. A primera hora de la mañana enviaré a Loring a que lo averigüe. El cumpleaños de Rhoda Comfrey fue la semana pasada, y si no se la compró ella misma, me pregunto qué posibilidades hay de que alguien se la regalara.

– ¿A una mujer?

– ¿Por qué no, si la necesitaba? Las mujeres también llevan billetes, ya han pasado los días en que sólo se les obsequiaba con un broche o un frasco de perfume, Mike. Cada vez se parecen más a las «personas». Sic transit gloria mundi.

– Sic transit gloria domingo, si me permite -replicó Burden.

Wexford rió. Su subordinado y amigo todavía era capaz de sorprenderlo.

6

Tan pronto como Wexford entró en su casa, su mujer salió de la cocina, lo hizo entrar y cerró la puerta tras ella.

– Sylvia está aquí.

No es raro que una hija casada visite a su madre un domingo por la tarde, y Wexford así se lo hizo notar.

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué hay de extraño en eso?

– Ha dejado a Neil. Se fue después de comer y vino aquí.

– ¿Quieres decir que ha dejado a Neil? ¿Tal como suena? ¿Se ha escapado de su casa para venir con su madre? No puedo creerlo.

– Es verdad, cariño. En setiembre él le prometió que se la llevaría a París una semana, ya habían arreglado que su hermana se quedaría con los niños, pero ahora dice que no puede ser, que tiene que viajar a Suecia por negocios. Comenzaron a discutir y Sylvia le dijo que no podía soportar más estar todo el día con los niños, y que tenían que buscar una au pair que le dejara tiempo libre para poder estudiar algo. Según ella, aunque en esto creo que exagera, él respondió que no iba a pagar a nadie por un trabajo que debía hacer su esposa, y que estudiar algo no le serviría de nada porque actualmente hay mucho paro. Fuera lo que fuere, esto la llevó a hacer un análisis profundo de su matrimonio, del papel que los hombres hacían desempeñar a las mujeres y en cómo estaba echando a perder su vida. Ya puedes imaginártelo. Así que esta mañana le dijo a Neil que si sólo la consideraba una criada y un ama de casa prefería hacer este trabajo en casa de sus padres… y aquí la tenemos.

– ¿Dónde está ahora?

– En la sala. Robin y Ben están en el jardín. No sé hasta qué punto se dan cuenta de la situación. Por favor, querido, no seas duro con ella.

– ¿Cuándo he sido duro con alguno de mis hijos? La verdad es que nunca lo fui lo suficiente, siempre he dejado que hicieran todo lo que les venía en gana. Debí haberme puesto duro entonces y no permitir que se casara cuando no tenía más que dieciocho años de edad.

Ella estaba de pie, dándole la espalda. Se volvió y lo saludó:

– Hola papá.

– Esto no me gusta nada, Sylvia.

Wexford quería mucho a sus dos hijas, pero Sheila, la más joven, era su favorita. Ella tenía una carrera, había optado por la vida dura y la había soportado sin perder su suavidad y dulzura. Y se parecía a él, aun cuando él fuera feo y a ella todos la vieran guapa. A diferencia de Sheila, Sylvia habría heredado las marcadas facciones de su suegra, y tenía el clásico porte majestuoso británico. Había llevado una vida cómoda en la ciudad que la había visto nacer. Pero mientras que Sheila habría corrido hacia él para abrazarlo y llamarlo «papi», Sylvia se había quedado mirándolo fijamente con una especie de calma trágica, con su marmóreo brazo extendido sobre el mantel.

– Supongo que no me queréis aquí, papá -dijo-. Pero no tenía otro sitio adonde ir. No os molestaré mucho tiempo, encontraré un trabajo y un lugar en que podamos vivir los niños y yo.

– No me hables de esta forma, Sylvia, por favor. Esta es tu casa. ¿Qué te he hecho para que me digas esto?

Ella no se movió. En sus ojos aparecieron dos grandes lágrimas que resbalaron lentamente por las mejillas. Su padre se acercó y la abrazó, preguntándose cuándo había sido la última vez que la había cogido entre sus brazos. Hacía años, mucho antes de que se casara. Al final ella reaccionó y lo apretó con tanta fuerza que casi le cortó la respiración. Dejó que sollozara sobre su hombro, cogiéndola con energía y susurrando las mismas palabras que había utilizado veinte años antes, cuando ella se cayó y se hizo un corte en la pierna.

El lunes por la mañana le aguardaban más resultados negativos. A medida que pasaba el tiempo las llamadas que recibían eran cada vez más descabelladas. Ningún periódico del país tenía noticias de que Rhoda Comfrey trabajara como periodista independiente o de que estuviera empleada en alguno de ellos. Ninguna agencia de prensa ni revista la conocía, y tampoco figuraba en los archivos de la Unión Nacional de Periodistas.

El detective Loring había salido rumbo a Londres muy temprano para ir a la marroquinería de Jermyn Street. Ahora Wexford se arrepentía de no haber ido él mismo, pues aquella inactividad forzosa y los pensamientos de lo que había dejado en casa estaban empezando a irritarlo. Sentía ternura por Sylvia, pero era incapaz de comprenderla. A Robin y a Ben les habían dicho que su padre estaba de viaje de negocios y que mientras tanto ellos se quedarían con sus abuelos, pero aunque Ben parecía aceptar esto bien, era posible que Robin sospechara algo. Ya tenía edad para que le afectaran las discusiones de sus padres y entender mucho de lo que se habían dicho: sin las ataduras que él y Ben representaban, su madre habría podido llevar una vida libre e independiente. El pequeño iba por la casa con un rostro apesadumbrado. Esa maldita rata de agua podía haberles proporcionado alguna diversión, pero la bestia se mostraba tan evasiva como siempre.

Y Neil no había venido. Wexford había estado seguro de que su yerno aparecería, aunque sólo fuera para echarle más cosas en cara a su mujer. Pero no había venido ni telefoneado. Y Sylvia, que en un principio dijo que no quería que viniera, que no quería verlo más, empezó a lamentarse por su ausencia, y después culpó a sus padres por haber dejado que se casara sin poner ninguna traba. Wexford había pasado una mala noche porque Dora casi no durmió, y había oído a Sylvia deambular por la casa hasta altas horas.