Выбрать главу

Loring llegó lo antes que pudo, hacia las doce, y Wexford se había sorprendido a sí mismo deseando perversamente que se retrasara para poder descargar su descontento sobre él. Pero esa no era forma de actuar; le habló con amabilidad:

– ¿Consiguió algo?

– En cierto modo, señor. Reconocieron la cartera inmediatamente. Era la última de un lote que habían recibido. El cliente la compró el jueves, 4 de agosto.

– ¿Y a eso lo llama usted tener suerte en cierto modo? Yo lo calificaría de descubrimiento maravilloso.

Loring pareció contento, aunque dudaba de que se tratara de un elogio hacia él.

– No fue Rhoda Comfrey sino un hombre, señor – dijo precipitadamente-. Un tal Grenville West. Les ha comprado muchas cosas en el pasado.

– ¿Tiene su dirección?

– Número veintidós de Elm Green, Londres, 15 Oeste -respondió rápidamente Loring.

A pesar de no ser un experto en la metrópoli, Wexford conocía bien el barrio londinense de Kenbourne. Y ahora visualizó Elm Street, a algo más de medio kilómetro del gran cementerio. Aproximadamente medio acre de césped plagado de olmos, una valla blanca a ambos lados y, justo enfrente, una hilera de casas del más reciente estilo georgiano, muchas de las cuales habían convertido la planta baja en tienda. Un bonito lugar en medio del pobre Kenbourne en el que, como en el resto de los barrios de Londres, tenía lugar una desordenada amalgama de bellos rincones junto a otros menos atractivos.

Fue una suerte para él que este conocido que Rhoda Comfrey tenía en Londres, y que sin duda debía de ser un buen amigo suyo, viviera ahí. Wexford obtendría ayuda de su sobrino, el hijo de su fallecida hermana, que era el jefe del Departamento de Investigación Criminal de Kenbourne. Lamentablemente, el superintendente jefe Howard Fortune estaba de vacaciones en las Canarias, pero no era un problema insalvable. Ya conocía a algunos de los miembros del equipo de Howard. Eran viejos amigos.

Hacia las dos de la tarde, Stevens, su chófer, lo llevó a Londres. Wexford estaba más tranquilo, había recobrado su confianza, Sylvia y sus problemas yacían adormecidos en el trastero de su mente y se sentía excitado ante las nuevas perspectivas que se abrían frente a él.

Pocos después, Stevens lo dejó frente a la comisaría de Kenbourne.

– ¿Está el inspector Baker?

Era verdaderamente divertido. Si alguien le hubiera dicho años atrás que llegaría el día en que pediría ver a Baker, se habría reído desdeñosamente. Porque Baker no había sido nada agradable con él cuando, aún convaleciente de su trombosis, en compañía de Howard y Denise, había ayudado a resolver el asesinato del cementerio. Pero Wexford pensó que Howard habría rechazado la palabra «ayuda», para acabar admitiendo que su tío lo había hecho todo solo. Eso había marcado el comienzo del respeto y la amistad de Baker. Desde entonces no se le había ocurrido arremeter contra los policías rurales y su desconocimiento de los criminales de Londres.

Su petición fue atendida, y dos minutos después estaba siendo conducido hacia el despacho del inspector por un pasillo cubierto con una moqueta verde botella que le daba un aspecto de cervecería. Baker se levantó y se dirigió hacia él con expresión encantada y los brazos extendidos.

– ¡Qué agradable sorpresa, Reg!

Ya habían pasado casi dos años desde que Wexford lo viera por última vez. En ese tiempo, pensó, habían tenido lugar importantes cambios, aparte de la actitud que ahora mostraba hacia él. Parecía unos cuantos años más joven, y feliz. Lo único que permanecía inmutable era aquella voz cascada, con el acento típico de los barrios bajos de Londres.

– Es bueno volver a verlo, Michael. -Baker tenía el mismo nombre de pila que Burden. ¡Qué nervioso lo había puesto esta circunstancia hacía tiempo!-. ¿Cómo está? Tiene buen aspecto. ¿Qué hay de nuevo? Bien, ya sabrá usted que el señor Fortune está en Tenerife. Por aquí las cosas están tranquilas por el momento, gracias a Dios. Su viejo amigo el sargento Clements se alegrará de verlo. Siéntese y haré que traigan algo de té.

Sobre el escritorio había un retrato de una bella mujer de cabello rubio. Baker vio que Wexford se fijaba en él.

– Mi esposa -dijo algo cohibido, pero también con orgullo-. No sé si el señor Fortune le comentó que me había casado… -dudó ligeramente-…otra vez.

Sí, era cierto, Howard se lo había dicho, pero él ya lo había olvidado. Ahora comprendía aquella expresión jovial y espontánea. Michael Baker había estado casado con una chica que quedó embarazada de otro hombre y que lo había dejado por éste. Cuando Wexford se enteró de esto por boca de Howard comenzó a tolerar la rudeza de Baker y sus pocos disimuladas ofensas.

– Felicidades. Me alegro por usted.

– Sí, bien… -Lo molesto de la situación hizo que Baker recobrara su vieja acritud-. Pero usted no ha venido para hablarme de mi felicidad conyugal. Usted está aquí por esa Rose… no Rhoda… Comfrey. ¿No es así?

En un rapto de esperanza, Wexford preguntó:

– ¿La conoce? ¿Sabe algo de…?

– ¿No cree que de ser así le habría dicho algo? No, pero leo los periódicos. Creo que este asesinato no le deja tiempo para otra cosa, ¿verdad?

«Sylvia, Sylvia», pensó Wexford.

– No, no mucho.

Por fin vino el té, y le contó a Baker lo de Grenville West y la cartera.

– Lo conozco; aunque conocer tal vez no sea la palabra apropiada. Él es lo que podríamos llamar nuestra contribución al arte. Suelen aparecer artículos sobre él en los periódicos locales. Vamos, Reg, siempre lo consideré un maldito intelectual, no me diga que nunca ha oído hablar de Grenville West.

– Bueno, pues no. ¿A qué se dedica?

– En realidad no es tan famoso. Escribe libros, novelas históricas. Nunca lo he visto; pero sí he leído alguna de sus obras, que por cierto estaba un poco por encima de mis posibilidades, y también puedo contarle algo de lo que he leído en los periódicos. Debe de tener unos cuarenta años, es moreno y fumador de pipa; su foto aparece en las solapas de sus libros. ¿Conoce esas casas que hay frente a los jardines? Vive en una de ellas, en un piso que tiene un bar debajo.

Después de rechazar amablemente toda la ayuda que Baker le ofreció, pedirle que transmitiera sus recuerdos al sargento Clements y prometerle que volvería, salió hacia la calle principal de Kenbourne. El mismo calor que hacía tan agradable el aire en el campo convertía ese barrio de Londres en un auténtico horno que quemaba residuos malolientes. Una niebla grisácea velaba el sol. Wexford se preguntó por qué la hierba le parecía diferente, como desprovista de algo, y más grande. Entonces los grandes troncos cortados captaron su atención: la enfermedad del olmo holandés había afectado tanto a Londres como al campo…

Cruzó la hierba por donde un grupo de niños, de los cuales sólo uno era blanco, jugaba a la pelota. Dos mujeres indias envueltas en vistosos saris y con largas trenzas caminaban lenta y graciosamente, como si llevaran tinajas sobre sus cabezas. El bar había sido diseñado para no estropear la amplia y elegante fachada, de la misma forma que el resto de las tiendas de la acera. El letrero que había sobre el dintel de la ventana anunciaba en desvaídas letras doradas: Vivian’s Vineyard. El típico arbolillo crecía a un lado de la acera, y muchas de las casas lucían geranios y petunias en sus ventanas. Fuertemente agarradas a la casa contigua al bar trepaban las enredaderas de una ipomea, con sus atrompetadas flores abiertas, y de un azul brillante. Ese lugar podía pertenecer perfectamente a Chelsea o Hampstead. E incluso si uno mantenía sus ojos fijos en las casas, si no miraba hacia el sur, donde estaba la compañía de gas, o hacia el este, en dirección al hospital de St. Biddulph, y si no olía el fuerte hedor mezcla de humo y gasolina, podía pensar fácilmente que se encontraba en el mismo Kingsmarkham. Llamó insistentemente a la puerta que había al lado de la ventana del bar, pero nadie acudió. Grenville West no estaba en casa. ¿Qué se podía hacer? Eran casi las cinco y según la nota que había en la puerta, el bar abriría en seguida. Se sentó en uno de los bancos de la calle en espera de ese momento.