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En la entrada había una estatua que representaba a un caballero de mediados del siglo xix vestido con levita. Una placa a sus pies rezaba: «Edward Edwards.» Y nada más, como si el nombre tuviese que resultar tan familiar como Victoria R. o William Ewart Gladstone. A Wexford no le resultó familiar, y no quería perder el tiempo preguntándose acerca de ello.

Entró en la biblioteca y se dirigió a la sección de ficción. Allí, embutidas entre Rebecca y Morris, halló tres de las novelas de Grenville West: Asesinada con amabilidad, El cortesano veneciano y Brisa en Alicante, cada una de las cuales mostraba una «H» en el lomo para indicar que eran novelas históricas. El primer título fue el que más le agradó a Wexford. Lo tomó de la estantería y leyó la solapa de la portada:

«Una vez más el señor West nos sorprende con su virtuosismo al retomar la trama y los personajes de un drama isabelino y envolvernos en su fina prosa. En esta ocasión es la señora Nan Frankford, del libro de Thomas Heywood Una mujer asesinada con amabilidad, la que sube al escenario. Encantadora y fiel esposa en un principio, es seducida después por un íntimo amigo de su marido. Lo que le da gran originalidad y atractivo al libro es el posterior arrepentimiento de ella y la comprensión demostrada por Frankford. El señor West se ciñe fielmente al argumento de Heywood, pero nos describe lo que éste no tenía necesidad de contar en su tiempo: cómo era aquella sociedad, en un vivo retrato de la vida diaria de finales del siglo xvi, con todas sus pasiones, crueldades, convenciones y costumbres. Ante nosotros se presenta un mundo diferente, pronto nos apercibimos de que estamos siendo guiados a través de sus salones, sus laberínticos jardines y sus ambientes pastoriles y virginales de la mano de un auténtico maestro.»

Si Asesinada con amabilidad había surgido de la obra de teatro de Heywood de título casi idéntico, El cortesano veneciano estaría muy probablemente basado en El demonio blanco, de Webster. ¿En qué obra anterior se basaría Brisa en Alicante? Wexford echó una rápida ojeada a la solapa de este último libro y vio que el original era El niño cambiado, de Middleton y Rowley.

«Una idea inteligente», pensó, para aquellos a quienes les gustase este tipo de cosas. El autor no parecía muy interesado en el aspecto intelectual, sino más bien en la sangre, la violencia y la pasión, lo cual, mirado desde el punto de vista de las ventas, era lo mejor que podía hacer. Había muchas obras de teatro isabelinas y jacobinas, tal vez cientos, así que las posibilidades de que West siguiera trabajando sobre ellas parecían ilimitadas. Asesinada con amabilidad había sido escrita tres años antes. Wexford miró la solapa trasera. Allí estaba Grenville West, vistiendo una chaqueta de tweed y con una pipa en la boca. Llevaba gafas y lucía un grueso flequillo de cabello moreno. El rostro no resultaba particularmente atractivo, pero el efecto de luz conseguido por el fotógrafo era magistral.

Bajo la fotografía figuraba su biografía:

«Grenville West nació en Londres. Se licenció en Historia. Su variada carrera le llevó desde ser profesor de periodismo a mensajero, barman y comerciante de antigüedades, hasta llegar a convertirse en un exitoso escritor de temas históricos. En los doce años transcurridos desde la aparición de su primer libro, La elegancia de Amalfi, ha publicado nueve novelas, algunas de las cuales han sido traducidas al francés, el alemán y el italiano. Sus novelas se publican también regularmente en los Estados Unidos en edición de bolsillo.

»Monos en el infierno fue llevada a la televisión con gran suceso, y se ha hecho una serie radiofónica de La mujer de Arden.

»El señor West es un francófilo que pasa la mayor parte de sus vacaciones en Francia, posee un coche francés y disfruta con la comida francesa. Tiene treinta y cinco años, vive en Londres y es soltero.»

Después de leer esto, Wexford pensó que el hombre tenía poco en común con Rhoda Comfrey, pero la verdad es que no sabía demasiado de ésta. Tal vez ella también había sido amante de todo lo francés. La señora Parker había dicho que cuando era joven se había dedicado a aprender francés sola. Y también estaba claro que le gustaba escribir y que había intentado hacer carrera en el periodismo. Era posible que West la hubiese conocido en una de esas sociedades literarias llenas de aficionados que aspiran a ver sus trabajos publicados, y que ella lo hubiera invitado a dar una conferencia allí. Pero ¿por qué motivo mantener oculta esa relación? Al decir que no había nada desagradable en el secreto que acompañaba a West, Vivian consiguió dar la impresión de que sí lo había.

La biblioteca estaba a punto de cerrar. Wexford salió y le hizo una mueca a Edward Edwards, quien a su vez le dirigió una mirada arrogante. Stevens lo estaba esperando, y juntos caminaron hacía el coche, el cual con toda seguridad debía de estar aparcado a no menos de cinco manzanas de allí.

Había tomado nota mental de los editores de West: Carlyon Brent, de Londres, Nueva York y Sidney. ¿Le dirían algo si los llamaba? Tenía el presentimiento de que serían muy discretos.

– De todas formas, no veo qué espera conseguir -dijo Burden por la mañana-. No creo que ese escritor les cuente a sus editores a quién le hace regalos de cumpleaños, ¿no?

– Estoy pensando en esa chica… Polly, o como se llame -dijo Wexford-. Si trabaja de mecanógrafa en el piso de él, que es lo que parece, es probable que también atienda el teléfono. De hecho será como una secretaria. Por lo tanto es lógico que alguno de sus editores haya hablado con ella. O, de cualquier modo, es posible que West les haya dicho su nombre.

Sus oficinas estaban en Russell Square. Marcó el número y le pasaron a alguien que era, como le dijeron, el editor del señor West.

– Al habla Oliver Hampton.

Era una voz seca, producto tal vez de un colegio público. Escuchó mientras Wexford se explicaba algo torpemente. Tal torpeza no era causada por las interrupciones de Hampton -no interrumpió en ningún momento- sino por una percepción que iba más allá del oído, que venía a través de setenta y cinco kilómetros de cable, y que le decía que el hombre al otro lado de la línea parecía sorprendido, incrédulo ante lo que le decían e incluso enfadado.

– La verdad es que me es imposible darle cualquier información de esa naturaleza sobre uno de mis autores -dijo Hampton finalmente. La información «de esa naturaleza» había sido simplemente una dirección a la cual dirigirse para contactar con West, o en su defecto, la de su mecanógrafa-. Francamente, no sé quién es usted. Sólo sé quién dice que es.

– En ese caso, señor Hampton, le daré un teléfono para que pueda hablar con el jefe de la policía y compruebe la veracidad de mi llamada.

– Lo siento, pero estoy extremadamente ocupado. De hecho, no tengo ni idea de dónde se encuentra el señor West en este momento, lo único que sé es que está en el sur de Francia. Lo que puedo hacer es darle el número de su agente, si eso le sirve de algo.

Wexford dijo que probablemente y anotó el número. Señora Brenda Nunn, de Field and Bray, agentes literarios. Tal vez fuera la mujer casada y de mediana edad a quien Vivian se refería. La señora Nunn se mostró más locuaz y menos suspicaz, y se convenció de la buena fe de Wexford llamándolo a la comisaría de Kingsmarkham.

– Bien -dijo- me temo que no podré serle de gran ayuda. No tengo la dirección del señor West en Francia y nunca oí hablar de Rhoda Comfrey hasta que la vi en los periódicos. Tampoco conozco el nombre de esa chica que trabaja para él, aunque he hablado con ella por teléfono. Es… bien, es Polly Flinders.

– ¿Cómo?

– Sí, en realidad se llama Pauline Flinders, pero Grenville… es decir el señor West, siempre la llama Polly. No tengo ni idea de dónde vive.